Anarquismo y liberalismo: propiedad, mercado y competencia

John Locke afirmó: “El grande y principal fin que lleva a los hombres a unirse en Estados y a ponerse bajo un gobierno es la preservación de su propiedad”. La propiedad privada, para el liberalismo, es un derecho sagrado, pero nos preguntamos si su concepción de la misma no deja de estar directamente vinculada a la desposesión de gran parte de la sociedad. De hecho, Proudhon, al que se atribuye con ¿Qué es la propiedad? (1840) haber realizado el primer estudio científico en el ámbito de la economía política, pivotará toda su obra en torno a esta pregunta. Si Locke estableció los principios del liberalismo en vincular la propiedad privada a la libertad, Proudhon quebrará el altar sobre el que se colocó ese ídolo y, como es sabido, concluirá que se trata de una apropiación indebida. Pero el filósofo francés no pretendía ser lapidario en su conclusión, ni demonizar sin más el concepto, sino profundizar en algo que consideraba contradictorio. Con su oxímoron, pretendía señalar que la propiedad es una institución que se niega a sí misma, fundada en la contradicción y símbolo de la desigualdad social y política. Gaston Leval afirmará al respecto: “Proudhon negaba el derecho romano de la propiedad, la forma que permite a unos hombres usufructuar indebidamente el trabajo ajeno. Pero la consideraba indispensable en su forma generalizada”. Eso es algo que hay que poner delante de los liberales y su sacralización del concepto de propiedad, la gran premisa moral del anarquismo es su negación de la explotación, de “usufructuar indebidamente el trabajo ajeno”, por lo que está muy claro lo que quiso señalar el francés.

Por lo tanto, distinguía Proudhon entre la propiedad (de los medios de producción) como un abuso, contrario por lo tanto a todo derecho, de ahí su famosa sentencia, y el legítimo derecho a la propiedad de los bienes de consumo en cuya producción uno habría contribuido, ya que donde también se distancia el francés de los liberales es en considerar el carácter social de la producción económica, de tal manera que ningún individuo puede atribuirse solo el producto final del trabajo al ser el valor de cada mercancía producto de multitud de trabajos interdependientes. Al ser necesario que esté fundamentada, se niega la propiedad como “derecho natural” (que sí serían la libertad y la igualdad) y se rechaza igualmente que esté fundada, tal y como considera la sociedad capitalista, en la ocupación y en el trabajo. En el primer caso, al tomar el derecho de la propiedad fundado en la ocupación, y de manera absoluta, se está negando ese derecho al resto de miembros de la sociedad y a futuras generaciones, por lo que sería necesaria una reformulación constante para ser justos. En el segundo caso, llegamos a la cuestión de los medios de producción, los cuales es una ficción intentar poseer (como apropiarse de un río al ser pescador), el derecho a la propiedad fundado en el trabajo solo puede afectar a los frutos del mismo.

Este es el análisis que hizo Proudhon, seguido en gran medida por la evolución anarquista posterior. La propuesta proudhoniana es el mutualismo, garante del justo intercambio de servicios y productos. Sería un sistema que rechaza tanto el capitalismo como el comunismo (identificado con el Estado) y busca el equilibrio social entre un principio comunista jerárquico (que se daría en el contexto familiar) y el individualista (que se daría en la sociedad y que buscaría la igualdad). Vendría a ser un sistema de reciprocidades crediticias, cooperativistas, de asociaciones libres y temporales, que se produciría entre familias productoras y poseedoras de los bienes producidos. El sexismo de Proudhon y su apego al patriarcado sería corregido por Bakunin y el anarquismo posterior, al igual que el concepto de herencia, esencial en el pensamiento del francés para la preservación de la familia monogámica patriarcal. Sería una negación radical en el ruso, aunque admite la transmisión hereditaria de ciertos bienes de valor afectivo. El programa de Bakunin fue el colectivismo, basado en la propiedad colectiva de la tierras, fábricas y talleres, por parte de los miembros de cada grupo productor, en la autogestión de cada grupo y en la federación de los mismos entre sí para coordinar metas e intercambios.

Con Kropotkin, el comunismo ya no tendrá la vieja concepción estatista, y su propuesta se basa en la superabundancia de bienes y productos, aunque con una confianza excesiva en la bondad y desinterés de los seres humanos. Esa visión es muy criticada, incluso dentro del anarquismo, como diría Malatesta a la muerte del sabio ruso recordando “efectos deprimentes de la miseria y de la sujeción”, lo cual no suponía que bastara con que desaparecieran los privilegios y los gobiernos “para que todos los hombres se pusieran a quererse inmediatamente como hermanos”. Malatesta, aunque se consideró comunista libertario, es muy crítico con la infabilidad de un determinado sistema y recordó que cualquier sociedad humana debía ser resultado de las necesidades y de la voluntades, coincidentes o contrastantes, de todos sus miembros, las cuales darían lugar a las instituciones más apropiadas; lo verdaderamente importante es que el punto de partida sea el asegurar a todos los medios necesarios para ser libres. En cualquier caso, el anarquismo siempre ha considerado la libertad de experimentación, en la organización y en la economía, como esencial para la práctica.

En otras palabras, la propiedad individual que afecta a los objetos de un uso personal es un garante de libertad en una sociedad anarquista (solo anulable voluntariamente, tal vez, por una supuesta abundancia productiva). Carlos Malato propuso tres vías complementarias: la propiedad individual para el consumo, la propiedad colectiva para las máquinas y herramientas de producción y el comunismo para los bienes naturales y las creaciones del pensamiento humano. La evolución de las ideas libertarias, siempre enemigas del dogmatismo, hacia posiciones más pragmáticas llevará continuamente a buscar nuevas formas de la organización del trabajo y de la propiedad, así como los tipos de asociación que se deseen en una sociedad libre, pero siempre con la preocupación de no caer en desigualdades económicas excesivas, ni en la opresión, ni en la explotación. Por otra parte, algo que se puso en práctica en las colectividades anarquistas en la guerra civil española, será reconocido el derecho de aquellas personas que prefieran mantener su individualidad como productores y consumidores respetando que tengan los recursos productivos necesarios para ellos y sus familias. Como hemos dicho, el pragmatismo experimental es la característica de las ideas anarquistas, el cual no desecha tampoco el individualismo productivo.

Para los liberales, el mercado como ámbito competitivo donde se desarrolla la vida social es su rasgo estructural más eminente y el principio organizativo de la sociedad. Hayek, junto a otros liberales clásicos, consideraron que el mercado podría operar de un modo eficiente para coordinar el comportamiento de los seres humanos sin instancias abiertamente coercitivas; no obstante, resulta ingenuo que, todavía hoy, se ignoren las terribles consecuencias de un mercado autorregulado. Robert Paul Wolf, en su defensa del anarquismo, abogaba por una descentralización extrema donde la coordinación económica voluntaria acabara subordinando el mercado a la voluntad autogestionaria del conjunto de la sociedad. El laissez faire del liberalismo siempre preservó el poder del Estado, aunque fuera reducido en la teoría a su mínima expresión; el anarquismo, por el contrario, confía en una armonía posible de los intereses individuales en todos los ámbitos de la vida y sin la intervención ya de ningún poder por encima de la propia sociedad.

La racionalidad, esto es, presuponer que las personas tienen la capacidad para reflexionar sobre los objetivos de su proyecto de vida y, consecuentemente, reconocer ese derecho en los demás, es un rasgo propio de las ideas liberales y libertarias. No obstante, existe otra lectura sobre el concepto de racionalidad, que consiste en la búsqueda de los medios más rentables para alcanzar un fin; cierta concepción del liberalismo, tal vez con la que más se ha identificado a nivel contemporáneo en la práctica, a través de su insistencia en la competencia y en la maximización de beneficios y ventas, parece haber apartado cualquier consideración moral y social. En el terreno económico, algo que critican una y otra vez los liberales, la competencia ha sido vista de forma perniciosa por el socialismo de Estado, del tal manera que sea este el que fije los precios de los bienes de consumo. Sin embargo, en uno de los padres del anarquismo, Proudhon, fervoroso partidario de la autogestión económica por parte de los trabajadores y original filósofo preconizador del equilibro entre fuerzas antagónicas, encontramos una visión distinta. Aun aceptando los problemas de la competencia, como caldo de cultivo para la ley del más fuerte, consideraba que su ausencia resultaría todavía más perniciosa si se deja el monopolio al Estado. La competencia que deseaba Proudhon, con no pocos problemas en la práctica para no caer en las desigualdades del mercado y de la economía capitalista, estaría necesariamente unida al bienestar social y se encontraría movida por un espíritu de solidaridad, algo que en cualquier caso formará parte ya para siempre de la filosofía anarquista en cualquiera de sus propuestas económicas.

El anarquismo, algo que ya se encuentra en sus orígenes modernos, insistirá en la cooperación, el apoyo mutuo y la solidaridad; frente a los que ensalzan los valores de la competencia y de la reafirmación individual como motores de la evolución, ya Kropotkin legó una abundante obra para mostrar que la ayuda mutua, también, constituye un poderoso factor de progreso social, aunque no lo suficientemente reconocido. El liberalismo, con su insistencia en la competencia entre seres humanos y al haberse convertido en una justificación de la economía capitalista ha alimentado conductas individualistas, insolidarias y, casi, ajenas a cualquier sensibilidad social; por su parte, la fraternidad reconocida por el liberalismo se sustenta débilmente en una supuesta voluntad libre del individuo, pero pasa por alto todos aquellos factores que empujan a determinadas conductas sociales en una dirección u otra. La filosofía anarquista, en cambio, posee una concepción de la moral y de la libertad considerablemente más compleja, cuestionando incluso la voluntad libre del ser humano, fantasía metafísica heredada del pensamiento religioso, pero no para imponerle un modo de ser desde un poder establecido, sino para fomentar un ambiente en el que reine la cooperación y el apoyo mutuo sustentados en la libertad y la igualdad.

Capi Vidal

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