El principio de la solidaridad en las relaciones sociales

La posibilidad de una cultura de la solidaridad que posibilite el cambio social es un desafío con cada vez más base gracias a la sicología social. Cuando hablamos de solidaridad, nos referimos al interés por otras personas, por lo que hay que hablar de causas comunes, de una comunidad de intereses y responsabilidades. Por supuesto, la solidaridad no es simplemente una idea, sino una práctica social, solo adquiere verdadero sentido en la realidad. Estamos hablando de una sociedad que fomente la cooperación, el apoyo mutuo, la complementariedad, factores a su vez primordiales para el desarrollo individual. Precisamente, la raíz de la palabra está en «sólido», por lo que podemos referirnos con el concepto a crear una base fuerte para la convivencia y el bienestar.

La solidaridad surge de la imposibilidad del individuo para actuar de forma aislada, por su interés o necesidad en buscar modos de cooperar con los demás. Por lo tanto, no hay que confundir la solidaridad con el altruismo o la generosidad, rasgos particulares, ya que la primera forma parte de la vida social en mayor o en menor medida. Nos encontramos ante un concepto tantas veces ambiguo y con múltiples interpretaciones, muchas de ellas banales y casi carentes de significado en beneficio de diversos intereses y del poder instituido. Muy al contrario, con una visión amplia, la solidaridad tiene que ser un hilo conductor esencial para conceptualizar y construir políticas sociales, ya que nos encontramos ante un elemento clave en la relación entre el individuo y el conjunto de la sociedad. Si acudimos a diferentes expertos, encontraremos diversas definiciones de lo que se entiende por solidaridad, pero es posible encontrar unas rasgos comunes para una visión lo más amplia posible. De ese modo, y huyendo de todo reduccionismo, hay que entender la solidaridad estrechamente vinculada al sentimiento de identidad personal, ya que el compromiso con los demás es una base para nuestro propio reconocimiento. Gracias a la solidaridad, basada en el compromiso y en la relación con los otros, podemos afirmarnos en nuestra identidad personal. Hablamos de participación en formas de movilización colectiva, en movimientos sociales, en todo tipo de innovaciones culturales, en acciones voluntarias que reconozcan causas comunes, todo en ello en aras del desarrollo individual (de la identidad individual, si se quiera llamar así), pero de ningún modo de una identidad colectiva que sacrifique a las partes por un todo (nación, Estado, religión…). Es decir, hablamos de otorgar un horizonte lo más amplio posible al desarrollo de un individuo estrechamente vinculado a la sociedad, rechazando tanto el aislamiento como el totalitarismo. Como es evidente, nos encontramos de nuevo con la legitimidad de las ideas libertarias: libertad e igualdad son dos conceptos íntimamente vinculados. No es posible sacrificar una en beneficio de la otra.

Así es, la igualdad es un elemento clave dentro de la solidaridad, es decir, la pertenencia a una determinada colectividad. Por supuesto, es rechazable tanto la sociedad dividida en clases como todo visión comunitaria estrecha y reduccionista, por lo que la solidaridad es ampliable al conjunto de la humanidad y, al mismo tiempo, se incrementa la perspectiva de desarrollo individual. Insistiremos en la diferencia entre la solidaridad y sentimientos personales como la generosidad, el amor o el altruismo. La solidaridad se origina en la imposibilidad del individuo para actuar aisladamente y en el interés para buscar formas de cooperación, puede entenderse como una concepción particular de las relaciones sociales. Tal y como se entiende en el anarquismo, la solidaridad es un elemento de cohesión social y esas particulares relaciones sociales solo pueden ser llevadas a cabo por la propia sociedad civil y no por ningún administrador externo a ella. Indaguemos ahora en las diferentes representaciones que los sujetos tienen acerca de este concepto que nos ocupa. Cierta visión, que podríamos calificar de conservadora e inmovilista, insiste en un proceso atributivo por el que se considera al individuo responsable de todo lo que le ocurre (las penurias serían también responsabilidad suya). En el caso opuesto, habría que utilizar las atribuciones de carácter situacional para comprender que las dificultades son, tantas veces, producto de las circunstancias que la sociedad genera. De esa manera, en la primera visión conservadora la acción solidaria no sería necesaria, ya que las propias leyes que regulan la sociedad son suficientes para garantizar a cada individuo el éxito o el fracaso según su propio esfuerzo. En el segundo caso, al que podemos definir como progresista, la ayuda y la cooperación se muestran claramente necesarias para proteger a los miembros más débiles de la sociedad. Encontramos aquí una primera visión de la solidaridad muy relacionado con lo que entendemos que es la sociedad. Si creemos que la sociedad es un conjunto único, coherente y consensuado de individuos (algo consustancial a lo que se llama nación, a nuestro modo de ver, impuesto una y otra vez desde arriba) también tendremos una visión más homogénea de sus miembros; del mismo modo, es muy posible que este tipo de personas tenga una consideración mucho más débil del principio de solidaridad, del nivel de ayuda que hay que prestar a determinados individuos. Esta visión, por decirlo de modo simple, es de una complejidad mínima y muy tranquilizadora para el sujeto que la tenga. Muy al contrario, cuando se comprende que la sociedad suele estar llena de divisiones, desigualdades y conflictos, la representación de la misma se tornará compleja y, con ella, la visión de la solidaridad irá cambiando con una nueva valoración del apoyo que hay que dar a los más desafortunados.

Hemos hecho una diferenciación entre dos visiones, de un modo extremo, por lo que hay que buscar siempre los matices y los grados intermedios que se quiera, pero comprender que un determinado sistema fomenta en mayor medida uno de los dos polos. Esta última consideración ya nos sitúa en una visión compleja de lo social, que trata de comprender las diversas circunstancias y buscar siempre relaciones de cooperación y de apoyo mutuo para los que están en dificultades, ya que esas situaciones no pueden ser atribuidas a ellos mismos ni suelen ser momentáneas. En el caso contrario, la creencia en que nuestro pensamiento y nuestro comportamiento están dirigidos por principios de orden superior conduce a una visión homogénea de la sociedad y a la creencia en que todos pertenecemos al mismo mundo, así como en que cada uno será recompensado o sancionado según sus méritos (algo digno de ser estudiado a nivel histórico-cultural); en suma, es una aceptación del orden instituido, una visión inmutable y reduccionista. En cambio, si comprendemos la complejidad de las relaciones sociales, los conflictos inherentes a la propia convivencia social, estaremos fomentando una intervención solidaria en favor de los más desfavorecidos; incluso, aunque consideremos en gran parte responsables a las personas de determinadas situaciones, podemos considerar el apoyo mutuo necesario al considerar que las desigualdades son siempre inaceptables. Hay que insistir en el hecho, tal y como demuestran muchos estudios, de que la representación que cada persona tiene de la solidaridad depende de la imagen que tengan de la propia sociedad; del mismo modo, otro factor importante en esa visión (estrecha o no) es el sentimiento de pertenencia a un grupo. Cuando observamos a la otra persona como un prójimo (es decir, un sujeto considerado bajo el concepto de la solidaridad humana), somos conscientes del apoyo que podemos darle. Esta consideración nos lleva a otra diferenciación y es la solidaridad establecida entre iguales (horizontal) y la que se produce entre grupos diferentes (vertical), de mayor dificultad. Aunque por la terminología puede parecer otra cosa, no estamos refiriéndonos a una sociedad jerarquizada (en este texto ya se ha insinuado, al menos, lo pernicioso de ello en las relaciones sociales) ni a una seudosolidaridad que adopta la forma de la caridad, ya que todo ello forma parte de esa aceptación de un orden instituido con la imposibilidad de una auténtica justicia en las relaciones sociales. Cuando hablamos de solidaridad horizontal, nos referimos a la facilidad de ejercer el apoyo mutuo entre miembros de una misma comunidad, y de la necesidad de extender ese principio a los individuos de otros grupos (es lo que entendemos como solidaridad vertical, sería un concepto positivo que eleva el apoyo mutuo a categoría universal). Nos encontramos aquí con los nobles conceptos de cosmopolitismo y fraternidad universal, llámenseles como se quiera (derechos humanos universales, por ejemplo, tan mencionados y tan poco practicados), los cuales solo adquieren sentido en una práctica social ajena a todo visión estrecha e inmovilista, que hemos visto que está relacionada con la creencia en un principio superior que rige nuestras vidas y en la aceptación de un orden instituido.

Capi Vidal

Referencias:
«Representaciones sociales de la solidaridad», de Silvia Gattino.
«El concepto de solidaridad en el anarquismo», de Alfredo Vallota

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