El gusto por la verdad no impide la toma de partido
Albert Camus
Las imágenes que los medios de información nacionales e internacionales nos transmiten casi diariamente, de multitudes felices paseando por festivales y ferias o llenando salas de conciertos, teatros, cines, estadios y playas de los cinco continentes, incitan a creer que la humanidad está viviendo momentos de gran bonanza y paz. Sin embargo, nunca ha estado su supervivencia tan amenazada como lo está hoy. No solo por la locura de la guerra que, además de continuar sembrando muerte y desolación, puede acabar provocando un apocalipsis nuclear, sino también por las pandemias virales de más en más mortíferas y el cambio climático que puede hacer de la Tierra un planeta inhabitable.
Efectivamente, las imágenes y noticias que esos mismos medios de información nacionales e internacionales nos transmiten (también casi cotidianamente), sobre los horrores provocados por las guerras y las calamidades producidas por la irresponsable gestión de las pandemias virales y la crisis climática, prueban que las perspectivas del futuro de la humanidad no han sido en ningún otro momento de la historia tan desoladoras y tan abismales la falta de voluntad y la impotencia de los contemporáneos para evitarlas.
Ante una situación tan desastrosa y desesperanzadora, ¿cómo no sentirnos responsables por haberla hecho posible? Pues, más que las dificultades para afrontar las amenazas distópicas, virales y climáticas, es la evidente falta de voluntad para afrontarlas la que nos sume en la impotencia para evitarlas y poder construir un porvenir más esperanzador.
Falta de voluntad e impotencia que deberían avergonzarnos. No solo por ser el resultado de nuestra resignación o absurda obstinación en mantener el modelo capitalista de civilización que nos ha conducido a una situación tan calamitosa y peligrosa, sino también por ser un modelo de producción y consumo basado en la pasión del «siempre más», en la competición y la devastación de la naturaleza, que induce a la insatisfacción, la confrontación y la destrucción.
Siendo este modelo la principal amenaza para la supervivencia de la humanidad, lo lógico sería pues sentir vergüenza e inquietud por el porvenir tan aterrador y desesperanzador que los contemporáneos estamos forjando. Como también, por ser el instinto de supervivencia tan importante para poder sobrevivir, desear sustituirlo por otro menos peligroso para nuestra supervivencia y la de todo lo viviente. Pero, paradójicamente, por ser tan pasional e irracional la adicción de nuestros contemporáneos al consumismo y a los artilugios tecnológicos, nada está más lejos de sus preocupaciones y deseos que desear cambiar este modelo por otro. Y ello a pesar de no parar de producirse —casi cotidianamente— acontecimientos que les advierten de lo que está en juego.
Una absurda e irresponsable manera de comportarse que, además de bloquear el largo diálogo entre los hombres, les opone y les lleva a su autodestrucción. Un comportamiento autodestructor que, en suma, ha socavado la «confianza en el hombre y en su posibilidad de obtener reacciones humanas de los otros hombres hablándoles el lenguaje de la humanidad», como lo constataba Albert Camus en sus días.
¿Cómo, pues, no considerar este irresponsable e indigno comportamiento una humillante e insoportable degradación de la inteligencia humana y no decir, con Fernando Pessoa, que «la conciencia de la inconsciencia de la vida es el mayor martirio impuesto a la inteligencia»?
Efectivamente, ¿cómo no debería ser esta consciente inconsciencia «el mayor martirio impuesto a la inteligencia» siendo ella la que impide extrañamente que, pese a ser tan fundamental el instinto de supervivencia para los seres humanos y estando la de la humanidad tan amenazada hoy, sea esta su principal preocupación? Puesto que lo lógico, en un contexto tan peligroso para su supervivencia, sería que sí lo fuese.
En todo caso, siendo tan preocupantes las perspectivas del devenir humano, lo sorprendente no solo es que la supervivencia no sea su principal preocupación, sino que la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos se complazca en su inconsciente pasividad y resignación, sin evocar casi nunca la cuestión. Como si esto fuera una realidad imposible de pensar y el paso, de la constatación a la movilización, solo pudiera llevar a la impotencia.
De ahí la pertinencia de preguntarse por qué no reaccionan o, si lo hacen, por qué, pese a ser tan obvia la responsabilidad de esta inconsciencia en las amenazas actuales sobre nuestra supervivencia, su reacción es tan pasota ante las catástrofes anunciadas. Tanto si ellas son el resultado de la locura bélica de los que ejercen la dominación o de la criminal irresponsabilidad de los promotores y los ejecutores del desarrollo capitalista que está convirtiendo la Tierra en un planeta inhabitable.
Una pasividad inquietante, puesto que no es la expresión de serenidad, sino testimonio de resignación, y, a final de cuentas, de adaptación al orden del mundo darwinista y neoliberal de los clima‐escépticos. De ese orden en el que lo «natural» es forzar a las sociedades y a los individuos a «adaptarse» a un medio ambiente cambiante y concurrencial que, pese a seleccionar a los más «adaptados» y eliminar a los «inadaptados», sigue amenazando la supervivencia de todo lo viviente. Un orden que, además de ser ecocida, nos convierte en cómplices —más o menos voluntarios— de un final tan absurdo como lo será el ecocidio si no lo evitamos.
Nada más lógico que intentar comprender por qué la humanidad persiste en mantener un comportamiento tan contradictorio, absurdo y autodestructivo
Nada, pues, más natural que inquietarse por las nefastas consecuencias de una tan sorprendente y angustiante paradoja, que nos conmina a cuestionar lo que el estado de la condición humana es hoy en día. Como también nada más lógico que intentar comprender por qué la humanidad persiste en mantener un comportamiento tan contradictorio, absurdo y autodestructivo, en última instancia.
Claro que, por haberse producido el progreso del pensamiento y la práctica de la libertad mediante constantes autocorrecciones de conceptos y prácticas en contextos socio‐históricos a lo largo de los siglos, podría ser relativamente lógico no inquietarse demasiado y esperar que nuevas autocorrecciones vuelvan a producirse. Como también podría serlo para el progreso inherente al desarrollo del deseo de emancipación, que es la causa y la condición para alcanzar la plena dignidad como persona; puesto que eso ocurrió ya en Francia con el inesperado y sorprendente movimiento estudiantil contestatario del mes de mayo de 1968. ¿Por qué preocuparse y desesperar de lo que el pensamiento y la praxis de la libertad son hoy y no tener buenos motivos para esperar que vuelvan a producirse nuevas correcciones que hagan progresarlos de nuevo, junto con la aspiración emancipadora que le es inherente?
Pues, efectivamente, si esas correcciones se han producido, no hay razón para que no se vuelvan a producir.
Además, por encontrarse la humanidad en un momento de la historia en el que le es absolutamente necesario enfrentar eficazmente la problemática ecológica para no desaparecer como especie viviente, debería ser obvio para nuestros contemporáneos desear emanciparse de la tutela de los responsables de que esta problemática sea la que es hoy. Como también debería serlo saber que el rumbo de la historia, impuesto por los explotadores y dominadores, solo se cambia actuando consecuentemente para emanciparnos de ellos.
Pero, como lo que debería ser no es siempre lo que finalmente la realidad es, no debe sorprender que el proceso evolutivo de la explotación y la dominación no conduzca necesariamente a la liberación. Además, por mostrarnos la historia que el ser humano se encuentra siempre en la encrucijada de certezas, probabilidades y eventualidades, es pues de temer constantemente la interrupción de la gran cadena de profundización del conocimiento humano y la producción de involuciones.
De ahí la necesidad de mantenernos siempre alertas y de esforzarnos por encontrar nuevas formas de pensar nuestra relación con el mundo. Vigilancia y esfuerzo aún más necesarios hoy por lo desesperanzador que el futuro se presenta. Pero también por incitarnos, en estos tiempos de posverdad y regresión ideológica y política, de graves peligros pandémicos, distópicos y ecológicos, y de ausencia de proyectos políticos promotores de justicia e igualdad, a reflexionar sobre el pasado y el presente de las luchas emancipadoras. No solo para comprender por qué la humanidad se ve hoy amenazada por tantos peligros —para nuestra salud, nuestras libertades y nuestras vidas—, sino también para saber el porqué de su preocupante resignación ante las desigualdades — presentes y futuras— que ya se anuncian.
Una reflexión necesaria, además, por la extrema complejidad de interacciones, interrelaciones y retroalimentaciones políticas, económicas y humanas que han llevado a la humanidad hasta donde está hoy en día, y por ser esta complejidad un serio obstáculo para tomar conciencia de la gravedad de la situación y de la urgencia de reaccionar contra estos peligros mortales que amenazan nuestras vidas y el futuro de nuestra especie, así como el de otras especies.
Especialmente ahora, cuando sabemos que la alienación del «siempre más» del sistema capitalista de dominación y explotación es la que los causa. Un paradigma civilizatorio que ha llevado y sigue llevando —más que nunca— a la humanidad a agotar el planeta Tierra, nuestro hogar y fuente de vida.
Priorizar nuevamente la actividad económica sobre la vida de las personas nos expone conscientemente a ser víctimas de nuevas pandemias
Reemplazar este paradigma por otro que priorice lo esencial para la vida de todos los seres humanos y especies en un planeta habitable y sostenible, es pues una necesidad y una imperiosa urgencia existencial. Y más aún tras constatar el costo en sufrimientos y vidas humanas de la gestión de la pandemia COVID‐19 en el mundo. Una gestión irracional y en algunos casos incluso criminal; puesto que priorizar nuevamente la actividad económica sobre la vida de las personas nos expone conscientemente a ser víctimas de nuevas pandemias, iguales o incluso más mortales que la provocada por el coronavirus.
Cambiar el paradigma civilizatorio actualmente dominante en todo el planeta no es solo una necesidad y una urgencia imperiosa por ser la competición capitalista la generadora de confrontación y guerras sino también por influir los hábitos consumeristas capitalistas tan decisivamente en el cambio climático. Pero es obvio que, para dar una respuesta consecuente a esa necesidad y urgencia, es necesario y urgente que los contemporáneos nos concienciemos de ello y actuemos consecuentemente frente a los peligros que amenazan a la humanidad.
De ahí la necesidad y urgencia de concienciarnos sobre esos peligros y de revivir el deseo de emancipación de cualquier forma de dominación y explotación del ser humano sobre sus semejantes. No solo porque esta conciencia y este deseo son los verdaderos antídotos a la servidumbre voluntaria predominante en nuestras sociedades hoy en día sino también a la ilusión individualista de creer que uno puede salir adelante por sí solo en un mundo donde prevalece la ley del más fuerte y la lógica del cada uno para sí mismo. Además de serlo también frente a la inconsciencia viral y climática por contribuir al respeto de los derechos de la naturaleza.
Es pues la convicción —aunque relativizada por la duda científica— sobre la eficacia de la «pedagogía de las catástrofes», como desencadenante de la concienciación y los cambios de visión para organizar la relación con nuestros congéneres y nuestro metabolismo con la naturaleza, la que me ha incitado a escribir este artículo. No solo por ser esta concienciación tan necesaria y urgente para evitar nuevas catástrofes sino también para poder revivir hoy la aspiración emancipadora. Pues es obvio que, sin esta aspiración a un mundo de igualdad, donde cada ser humano vea al otro como su igual y sea responsable y solidario, ni la supervivencia de lo viviente ni el mantenimiento de las prácticas de ayuda mutua y democracia directa me parecen posibles.
De ahí la necesidad y la importancia de reflexionar sobre el papel de la conciencia en la evolución del Homo sapiens y en lo que realmente fueron las luchas emancipadoras en el pasado. Comenzando por las revoluciones sobrevenidas a lo largo de la historia hasta nuestros días, para evaluar su potencial transformador y ver qué huellas dejaron en ella. Como también sobre el movimiento obrero, que surge a partir de la Primera Internacional obrera en reacción a los efectos desastrosos de la Revolución Industrial en el mundo del trabajo, por ser a través de su desarrollo histórico y su evolución ideológica, hasta llegar a la sociedad de consumo y de la información digital, que se puede seguir el proceso del declive del ideal emancipador que lo animaba al principio. Declive que le ha llevado a convertirse en un engranaje —más o menos dócil— del sistema económico y político dominante, y en cómplice involuntario de los desastres sociales y medioambientales provocados por este sistema.
Un declive confirmado por los acontecimientos de las décadas de los 80 y 90, tan cruciales para el movimiento obrero al validar y difundir la idea del fin de las luchas ideológicas y el triunfo definitivo del mercado y la democracia liberal. Especialmente, después de la caída del Muro de Berlín y la disolución del bloque del Este. Un triunfo que marcó el «fin de la historia», según la tesis desarrollada por el politólogo estadounidense Francis Fukuyama — en su libro El fin de la historia y el último hombre— cuando era asesor del Ministerio de Defensa en Washington.
De ahí que, por haber condicionado fuertemente esta tesis el imaginario colectivo y el funcionamiento de la sociedad de consumo y de la información digital, también sea importante reflexionar sobre lo que esta sociedad ha sido y aún es. No solo porque el consumismo no ha dejado de expandirse y el desarrollo tecnológico de acelerarse desde la aparición de Internet y la web, sino también por haber sido factores determinantes para que el capitalismo sea el sistema hegemónico en el mundo y el movimiento obrero se resigne a luchar solo para hacer menos insoportable la explotación. Una resignación que lo ha convertido en cómplice del capitalismo, pese a la evidente responsabilidad de este sistema en la aparición y desarrollo de las amenazas virales, climáticas y distópicas. Una responsabilidad acompañada por la imprudencia de aprendiz de brujo de este sistema incapaz de enfrentar las catástrofes que provoca. Irresponsabilidad e ineptitud que nos advierten sobre lo que puede suceder si no reaccionamos, si seguimos permitiendo a los promotores y defensores de este sistema seguir su obra.
Un sistema, el capitalismo, que, además de ser depredador e irresponsable, muestra poca disposición para poner fin a las desigualdades y detener su destructora acción sobre el entorno natural. No solo por ser un modelo híper «energívoro», sino también porque, siendo su objetivo la acumulación del capital, le es imposible alcanzar —sin salir de sus mecanismos y sus valores— un mínimo grado de contención para evitar los desastres que su funcionamiento provoca.
La reflexión se impone también por estar en momentos de gran deterioro del debate público y de conexiones ideológicas cuestionables aceleradas por la gestión política de la pandemia y la crisis climática. Pero, sobre todo, por darse estas conexiones en un contexto sobremediatizado y confuso, donde el campo político y los espacios públicos se están inclinando hacia la extrema derecha, favoreciendo la difusión de teorías conspirativas reaccionarias, portadoras de graves peligros negacionistas y fascistas. Peligros ocultados por una política de la confusión elaborada con elementos teóricos y hechos, discursos y referencias que evocan eventos trágicos ya vividos. Eventos que a toda costa debemos impedir que el mundo los vuelva a revivir.
Estas son, pues, las razones que nos obligan a considerar tan importante y urgente concienciarnos y concienciar a nuestros contemporáneos sobre las amenazas distópicas al mismo título que sobre las amenazas virales y climáticas. Pues, siendo lo político y lo ético tan decisivos para la constitución y existencia plena de la persona y siendo el ser persona lo que da sentido y valor a nuestras vidas, lo lógico es considerar indisociable la supervivencia física de la supervivencia ética y política. Al menos para los que, por amor de la libertad y el derecho a la crítica, prefieren morir de pie, como personas, que vivir de rodillas, como individuos.
De ahí por qué es también importante y urgente concienciar sobre la amenaza distópica; pues, además de amenazar nuestra existencia ética y política, es en gran parte responsable de la inacción institucional en la lucha contra el desarreglo climático. Tanto por vehicular tesis negacionistas como por propugnar el desarrollismo capitalista en un mundo que ya ha «exterminado lo esencial de los insectos, de los animales salvajes y de los árboles». Un exterminio biológico que hace que «nosotros, los occidentales contemporáneos, somos la civilización más asesina de todos los tiempos del punto de vista de la biosfera. Y lo peor es que, además de ser una falta de lógica, es una bancarrota ética», como nos lo recuerda el astrofísico francés Aurélien Barrot.
Ante un tan desastroso balance civilizacional, ¿cómo no considerar —con Barrot— que «la urgencia consiste en pensar» por qué un tal desastre ha sino posible y en plantearnos «esta cuestión esencial: ¿qué queremos verdaderamente?». Pues, si los contemporáneos del comienzo de la civilización capitalista no podían ser conscientes de los desastres medioambientales que el desarrollo de su modo de vida debía producir, los contemporáneos actuales no pueden ignorarlo, aunque una inmensa mayoría de ellos esté en una consciente inconsciencia que les empuja a un irresponsable y peligroso dejar hacer. Una inercia cognitiva que les proporciona una tranquilizante sensación de seguridad y les evita preocuparse por las consecuencias desastrosas de ese dejar hacer a los que deciden por nosotros.
La verdadera desesperación proviene del hecho de que ya no sabemos cuáles son nuestras razones para luchar y si, precisamente, debemos luchar
He aquí por qué la urgencia existencial de hoy es concienciarnos y concienciar a nuestros contemporáneos de las consecuencias de esta consciente inconsciente inercia cognitiva; pues, como lo dijo Camus en tiempos tan o más sombríos que los actuales, además de que el gusto de la verdad no debe impedirnos la toma de partido, mientras se acepte la verdad por lo que ella es —aunque solo sea en un espíritu— y tal que ella es, la esperanza no será vana. La verdadera desesperación no nace de estar confrontado a una adversidad de más en más obstinada, ni por el agotamiento de una lucha demasiado desigual, proviene del hecho de que ya no sabemos cuáles son nuestras razones para luchar y si, precisamente, debemos luchar. Pues, ahora, además de que el gusto de la verdad tampoco debe impedir la toma de partido y aunque la lucha sea difícil, las razones para luchar son, a pesar del confusionismo actual, clarísimas.
Octavio Alberola
Militante anarquista, fuertemente comprometido en su momento con la lucha libertaria antifranquista, que permanece activo en la lucha por un mundo mejor manteniendo viva la reflexión anarquista