Ante el asedio de la ultraderecha y del mal llamado «revisionismo» histórico, la lucha por la recuperación de la memoria histórica está a la defensiva. En este contexto turbulento, puede resultar tentador aferrarse al discurso oficial sobre la Memoria Democrática impulsado por el gobierno y el PSOE. Tras más de dos décadas de activismo memorialista y dos leyes para muchos insuficientes, la memoria de los perdedores de la Guerra Civil y las represaliadas del franquismo parece ser un asunto que «cansa» a una parte de la juventud y conforma el blanco perfecto para las guerras culturales de la extrema derecha.
Ante el temor de lo que viene, es difícil no recibir con simpatía algunas iniciativas institucionales, como los fastos públicos organizados con motivo de los 50 años de la muerte del dictador. El problema, sin embargo, empieza con el título de la conmemoración: «España en libertad. 50 años»1. A primera vista, no nos salen las cuentas. O bien el gobierno ha restado mal, o bien nos quieren hacer creer que la «libertad» cayó del cielo de manera automática con el fallecimiento del Caudillo. Lo que se nos vende es que el franquismo acabó en 1975, a pesar de la buena salud de la que gozaba el partido único y el sucesor a título de rey. Más vale conformarnos con celebrar la muerte del dictador y correr un tupido velo sobre la represión en la Transición, que pararnos a pensar en la que se nos viene encima cuando las derechas retornen al poder.
Lo cierto es que el miedo a lo que viene es comprensible. En 2024, el Partido Popular y Vox lanzaron un ataque coordinado contra las leyes autonómicas de Memoria Histórica y Democrática en Aragón, Comunitat Valenciana, Castilla y León, Baleares y Cantabria. La ruptura de los pactos autonómicos —y los recursos interpuestos por el gobierno ante el Constitucional— han conseguido interrumpir momentáneamente estas derogaciones en cadena. Pero, allí donde el plan inicial se ha completado, podemos vislumbrar sus catastróficas consecuencias. La «ley de Concordia» aprobada en la Comunitat Valenciana —que se estaba tramitando en otros territorios gobernados por el PP y Vox— es una aberración que eleva el revisionismo histórico neofranquista al rango de ley.

El argumento de la ley de Concordia es que entre los historiadores (e historiadoras) no existe «un relato consensuado sobre la Segunda República, la Guerra Civil y el franquismo», pues los expertos mantienen «encarnizados debates teóricos, metodológicos e interpretativos»2. El manido tópico de que la historia es «subjetiva» conduce a eximir a la dictadura franquista de su responsabilidad en una violencia cuyo origen se remonta a la Segunda República. La ley modifica el marco cronológico anterior —que se circunscribía a la Guerra Civil y el franquismo (1936‐ 1978)— para abarcar el periodo comprendido entre 1931 y la actualidad. De este modo, la Guerra Civil se convierte en el «paroxismo» de un ciclo de violencia de cuyo origen último se responsabiliza a la República. Por si fuera poco, las víctimas del franquismo se mezclan y equiparan con las del «terrorismo etarra e islámico», en una bochornosa redacción que solo puede interpretarse como un deseo de humillar a las víctimas de la dictadura.
La ley de Concordia es el resultado de la normalización de los relatos históricos «revisionistas» sobre la Guerra Civil y el franquismo. Hace no tanto, estas ideas parecían excentricidades, peroratas rentabilizadas por propagandistas como Pío Moa para vender libros que valían menos que su peso en papel. El neofranquismo parecía una reliquia extemporánea que se asomaba a las tertulias de la TDT, reducto de un tiempo pasado incapaz de impactar en el presente. Las diatribas falangistas en Intereconomía causaban risa y se consumían de forma irónica, mientras se nos recordaba que el antifascismo era algo innecesario y anacrónico.
Actualmente, el discurso histórico neofranquista ha alcanzado una amplia difusión a través de YouTube, las tertulias televisivas y las redes sociales, adaptándose a los códigos comunicativos del presente para calar entre la juventud. Pero lo más preocupante es que la astracanada que hace poco soltaba un tertuliano hoy está impresa en un Boletín Oficial. Adaptar los relatos de la historiografía franquista al contexto comunicativo actual, ha servido para mover el terreno de juego y proporcionar a los políticos material para legislar.
Frente a este escenario, podemos vernos tentadas a cerrar filas con los grupos políticos que defienden un consenso articulado en torno a la Ley de Memoria Democrática de 2022. Cuando se trata de diluir las responsabilidades de 40 años de dictadura mientras el relato neofranquista se convierte en mainstream, la situación de emergencia nos puede empujar a defender un programa de mínimos y cerrar filas con el relato hegemónico de la memoria histórica alumbrado por el PSOE. Esto sería un inmenso error.
Como libertarias, no podemos dejar de sentirnos incómodas ante los olvidos que se ocultan tras el discurso de la Memoria Democrática
Como libertarias, no podemos dejar de sentirnos incómodas ante los olvidos que se ocultan tras el discurso de la Memoria Democrática. Con ligeras variaciones, el PSOE, el PCE, Podemos y las diversas ramificaciones de la izquierda parlamentaria comparten un relato unívoco sobre la memoria. Un relato que nos presenta a la Segunda República como un régimen democrático equiparable al actual, como si el concepto de «democracia» tuviese entonces un significado similar al del presente.
Para ello se incide en la legalidad y el carácter constitucional de la República, violentada por un golpe de Estado que rompió la normalidad democrática, abriendo un paréntesis que se cerró en 1978. La Constitución de 1978 equivaldría así a la recuperación de una normalidad perdida, el fin de una anomalía que habría desviado a nuestro país de la senda europea.
El problema de este esquema es que presenta la monarquía parlamentaria establecida en 1978 como la realización de los motivos por los que habrían luchado los «republicanos» de los años 30. En esta categoría se encuadra a todos aquellos que hicieron frente a la sublevación militar, desde el republicanismo liberal hasta las diversas organizaciones socialistas, comunistas y anarquistas. Estos sectores tan diversos, unidos ante la agresión fascista, se habrían visto en lo esencial resarcidos con la transformación de España en una monarquía liberal parlamentaria, reintegrando al país en la normalidad europea y cerrando el paréntesis de la dictadura.

El relato de la Memoria Democrática condena a un doble olvido a los revolucionarios, revolucionarias y anarquistas que recibieron con escepticismo la República, empujaron para hacer efectivas sus promesas sociales, sufrieron la Ley de Defensa de la República (1931), la Ley de Vagos y Maleantes (1933), vieron sus sindicatos cerrados y perseguidos, fueron deportados a África o quemados vivos en sus casas. No se trata aquí de enredarse en peleas interminables para defender parcelas de legitimidad. Se trata de desmontar la construcción de un relato único y maniqueo, una memoria de la «democracia» (entendida de forma ahistórica) contra la dictadura, para apuntalar la legitimidad del actual ordenamiento social, económico y constitucional. Una memoria monolítica que sacrifica las experiencias y las luchas de quienes trataron de poner en marcha una revolución social para convertirlas en precursoras de un régimen liberal representativo, cuya legitimidad debería basarse en 1978 sin parasitar la memoria de las anarquistas, sindicalistas, milicianas y colectivizadoras que son ridiculizadas por ese mismo relato como utópicas, terroristas, rebeldes primitivas o milenaristas. Un relato que convierte a los anarquistas en republicanos que se sacrificaron para traernos la monarquía parlamentaria, insultando su dignidad y nuestra inteligencia.
El sintagma Memoria Democrática conduce necesariamente a construir un relato monolítico sobre el pasado para legitimar el orden presente, un relato moralizante de demócratas buenos, fascistas malos y revolucionarios olvidados. Un relato en el que no caben las insurrecciones anarquistas de 1932 y 1933, la represión republicana y la matanza de Casas Viejas, los escamots parafascistas de ERC disparando a sindicalistas, los sucesos de mayo de 1937 y las colectivizaciones. Un relato en el que los anarquistas son románticos ingenuos, terroristas sanguinarias o un lumpen desclasado.
Esta manipulación del pasado nos empuja a reivindicar la memoria libertaria, para rescatar las experiencias de aquellas personas que nunca obtendrán (como nunca habrían querido obtener) un reconocimiento institucional y un hueco en el panteón de la democracia liberal parlamentaria. Frente a su Memoria Democrática tenemos nuestra memoria libertaria. Esta operación, aunque necesaria, no deja de resultar igualmente problemática.
Como bien sabemos, la diversidad del campo libertario en la década de 1930 fue inmensa. No hablamos de rencillas internas, sino de maneras sustancialmente diferentes de entender lo que significaba el anarquismo, el anarcosindicalismo, la revolución social, la autogestión y el comunismo libertario. Estas diferencias no deben abordarse en términos negativos, sino como la riqueza de un movimiento que —por primera y última vez hasta el presente— alcanzó tal grado de hegemonía que pudo enfrentarse en términos pragmáticos a la posibilidad real de construir un mundo nuevo.
En este sentido, aproximarse a la historia y la memoria de las anarquistas no debe conducir‐ nos a construir relatos monolíticos. La memoria libertaria solo puede ser una —singular y homogénea— cuando adquiere un carácter defensivo frente a los ataques de la ultraderecha, la socialdemocracia y el izquierdismo. Solo existe un bloque libertario como consenso de mínimos, hacia el exterior, frente a quienes nos quieren borrar de la historia o convertir en amables idealistas quijotescos.
Abordar la historia de la CNT, la FAI, los Comités de Defensa Confederal, Mujeres Libres, los ateneos libertarios, los grupos de afinidad anarquista, los sindicatos de oposición «treintistas», la militarización de las milicias o la participación en el gobierno republicano nos exige abandonar la construcción de relatos únicos para sumergirnos en la riqueza de sus contradicciones.
La historia de los y las anarquistas es —desde 1869— la del debate entre colectivistas y comunistas, la organización y el individualismo, la violencia y el espontaneísmo, el sindicalismo y el anarquismo puro, el feminismo y las organizaciones autónomas de mujeres, el exilio y el interior, los debates sobre la reconstrucción o las escisiones posteriores a 1978.
Esto no debe conducirnos a la dispersión y el relativismo, a disolver nuestros referentes, sino a abordar el pasado con la convicción de que debemos reivindicarlo de manera compleja, no tanto con nostalgia y con deseo de «fijarlo», sino de dialogar con él desde nuestras experiencias presentes. ¿Debemos proyectar hacia fuera la imagen de un movimiento libertario capaz de articular un proyecto coherente y dotado de unas referencias teóricas y organizativas sólidas? Desde luego. Debemos trabajar en la memoria libertaria como programa de mínimos frente al olvido. Pero también debemos abordar la historia del anarquismo abrazando sus luchas internas y sus contradicciones.
Porque el pasado, la historia, no es un momento cómodo en el que todo resultase más sencillo que ahora, en el que podamos refugiarnos para encontrar ideas claras y referentes firmes frente al derrotismo disolvente del presente. El pasado es tan contradictorio, complejo y desesperante como el tiempo que nos ha tocado vivir.
No necesitamos construir héroes y heroínas moralmente ejemplares. Los y las anarquistas del pasado no deben ser arquetipos de comportamiento para el presente. Dejemos los relatos de los grandes hombres, las estatuas de bronce y las biografías apologéticas para los padres del Estado‐nación burgués. No necesitamos heroínas ejemplares, sino mujeres y hombres de carne y hueso, como nosotras, que vivieron su militancia a través de contradicciones, rencillas personales e improvisaciones.
Frente a su Memoria Democrática, nuestras memorias libertarias
En los últimos años, los historiadores e historiadoras del anarquismo han avanzado muchísimo en esta dirección crítica y desmitificadora. Hoy disponemos de una visión compleja de la FAI, un replanteamiento de la figura de Ángel Pestaña y el Partido Sindicalista, de los fundamentos de la «gimnasia revolucionaria», de la relación entre republicanos federales y anarquistas, de los servicios de inteligencia de la CNT, de las colectivizaciones, incluso una revisión del papel del caso Scala en la crisis del movimiento libertario durante la Transición. Solo rescatando, reconstruyendo y dialogando con estas experiencias diversas, con estas memorias plurales, podremos afrontar un futuro lleno de incertidumbres. Que resuenen en plural las memorias libertarias, aunque su melodía parezca atropellada y cacofónica. Para himnos marciales entonados al unísono ya están sus Memorias monolíticas, grabadas en los edificios oficiales, la de los vencedores de 18 de julio de 1936 y la de los apologetas de la Constitución de 1978. Frente a su Memoria Democrática, nuestras memorias libertarias.
Álvaro París
Historiador
Publicado en Redes Libertarias núm.3
- https://espanaenlibertad.gob.es ↩︎
- Ley 5/2024, de 26 de julio, de Concordia de la Comunitat Valenciana, disponible en https://www.boe.es/eli/es-vc/l/2024/07/26/5 ↩︎