Mito y realidad de
 una revolución social

Ochenta años después del pronunciamiento militar que provocó una Guerra Civil en la España de 1936 existe un acuerdo general sobre las causas, el desarrollo y las consecuencias del conflicto armado, un relato común del que sólo se excluyen los voceros de un franquismo académicamente residual. Sin embargo, los historiadores están lejos de haber sido capaces de perfilar un marco general que cuente y explique la revolución social desarrollada en esos mismos años en campos, fábricas y talleres de las tierras de España, un proceso paralelo y al mismo tiempo fuertemente imbricado en la Guerra Civil.

Y la responsabilidad ya no puede ser achacada exclusivamente a la forzada desmemoria franquista o a la tergiversación interesada de los investigadores marxistas; cuarenta años después del comienzo de la Transición también recae sobre los historiadores y propagandistas del campo libertario una cuota, y no pequeña, de la falta de ese acuerdo que nace de la decantación y que es propio de las ciencias sociales.

Aunque muchos militantes sigan necesitando el mito, creo que como anarquistas sólo deberíamos ceñirnos a los hechos, y estos son para mí los hechos fundamentales sobre los que deberíamos debatir para llegar a un mínimo común, que admita matices y diferencias, pero que rechace distorsiones tanto de los que niegan la importancia del proceso revolucionario y magnifican sus fracasos como de quienes parecen olvidar que la revolución se hizo en las peores condiciones posibles y durante un sangriento enfrentamiento armado, por lo que no faltaron los aciertos pero tampoco escasearon los errores.

1.- En el verano de 1936, y tras la victoria del Frente Popular en las elecciones de febrero, los trabajadores estaban exigiendo una aceleración de las reformas políticas y sociales que la burguesía republicana y sus aliados del PSOE habían aplicado con parsimonia a partir de 1931 y que la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) había conseguido paralizar desde noviembre de 1933. Sin embargo, ni en la CNT ni en la UGT había planes para una revolución social inminente y ni siquiera se estaba preparando una huelga general; por lo tanto, la agitación obrera no pudo ser la excusa para un alzamiento militar que se preparaba desde hacía tiempo y que ya había ofrecido su primer acto en Sevilla durante el verano de 1932.

Sabemos, con certeza, que entre los meses de febrero y julio de 1936 la mayoría de los incidentes violentos fueron provocados por pistoleros carlistas y falangistas, armados y remunerados por el régimen fascista de Benito Mussolini, y que los trabajadores aportaron el mayor número de víctimas. Las convulsiones sociales de esos meses no anticipaban una revolución obrera sino que eran el resultado de la provocación monárquica y fascista.

Desde 1931 había habido, sin duda, insurrecciones populares que se habían saldado con un alto número de víctimas entre los trabajadores, pero era habitual que en España las huelgas y los motines dejasen un triste rastro de sangre. Solo en octubre de 1934 y solo en Asturias y las cuencas mineras vecinas hubo un auténtico conato revolucionario, de cuyo fracaso todos sacaron lecciones para el porvenir.

2.- El 18 de julio de 1936 el régimen republicano se desmoronó, como resultado del efecto conjunto de la agresión militar (alrededor del 75 por ciento de los oficiales se sumaron o simpatizaron con el golpe) y de la inoperancia de las instituciones republicanas para hacer frente a ese desafío. No hubo, como entonces sostuvieron los republicanos y sus aliados en el PSOE y el PCE, continuidad entre el régimen político anterior y posterior al 18 de julio. Se dislocaron las vías de comunicación, se rompió la cadena de mando militar y policial, se quebró la unidad administrativa del Estado, se formaron Consejos y Comisiones Gestoras que duplicaron, cuando no desplazaron, a las tradicionales instituciones de gobierno republicanas en municipios y regiones… y así lo reconocieron dirigentes políticos, como Diego Martínez Barrio, y militares, como el general Vicente Rojo.

Sólo la heroica respuesta de las clases populares, articulada principalmente a través de los sindicatos, hizo fracasar el golpe, pues las fuerzas armadas y de orden público leales al gobierno nunca hubieran sido capaces por sí solas de derrotar a los sublevados (como había ocurrido en tantos otros pronunciamientos anteriores). Es comprensible que quienes habían salvado la República con las armas exigieran su cuota proporcional en el gobierno de la nación, como se comprobó con las presiones de la CNT para entrar a formar parte del Gobierno de Euskadi, que resultaron infructuosas por el bloqueo del PNV y del presidente José Antonio Aguirre.

Por lo tanto, la revolución social no se hizo contra el régimen republicano (como alegaba, por ejemplo, Manuel Azaña), sino que el vacío dejado por las instituciones de la República el 18 de julio fue ocupado por los revolucionarios, forzados a situarse a la cabeza de la resistencia contra los militares rebeldes y sus aliados. Con motivo de la huelga general de 1917 un dirigente socialista tan moderado como Julián Besteiro explicó en el Parlamento que los trabajadores «creían que había un órgano de la burguesía superior al constituido por los gobernantes del régimen que fuese capaz de ocupar el poder con ventaja para la nación (…) y que el ejército no estaba dispuesto a reprimir», así que los trabajadores sólo debían de actuar como fuerza de choque pero no como fuerza dirigente, según explicaba Tuñón de Lara. En 1936 la mayoría no volvió a cometer el mismo error; donde no se hizo así y las organizaciones sindicales se fiaron de la acción política del gobierno de la República, el golpe militar triunfó en toda regla (Sevilla, Zaragoza…).

3.- La revolución social no sólo se desarrolló en Cataluña y Aragón; en todo el territorio bajo control de las fuerzas leales a la República hubo colectivizaciones: en la Cornisa Cantábrica, en toda Castilla, en las regiones levantinas, en Extremadura y en Andalucía mientras se pudo… De hecho, algunas de las iniciativas más exitosas se desarrollaron fuera de Aragón y Cataluña, como fue el caso de la CLUEA (el Consejo Levantino Unificado de la Exportación Agrícola) que se encargó de gestionar la exportación de cítricos, uno de los sectores básicos para la economía española en aquellos años por ser el que aportaba más divisas a nuestra balanza comercial, hasta su violenta disolución por el gabinete de Juan Negrín en el otoño de 1937.

Del mismo modo, hay que insistir en que la revolución social afectó a las actividades agrarias (las más importantes en una España eminentemente rural), pero que no puede desdeñarse la amplia colectivización de la industria catalana (tradicionalmente la más importante del país) y la de otras muchas actividades económicas: industrias lácteas en Santander y su provincia, fábricas de harinas en Castilla…

Entre todas, creo que merece destacarse por su excepcionalidad la actividad cultural, con la colectivización de salas de cine y de teatro, con la producción colectivizada de películas o la creación de compañías y escuelas de teatro colectivizadas. Recientemente se ha comentado la noticia de la aparición del carné que probaba la afiliación a la CNT de Paco Martínez Soria, el humorista de cabecera del franquismo; lo que no se dice es que su afiliación no fue casual o impuesta, sino el resultado de un entramado teatral y cinematográfico impulsado por la CNT en el que aprendieron su oficio y se estrenaron como actores el mencionado Martínez Soria, Mary Santpere, Fernando Fernán Gómez, Manuel Alexandre, Rafael Alonso y tantos otros.

4.- La revolución social no fue fruto de la imposición de las columnas confederales catalanas ni del conjunto de las milicias anarquistas. Ni siquiera en los pueblos en los que hubo colectividades agrícolas se obligó a todos los campesinos a sumarse al proyecto, y sabemos que hubo afiliados a la CNT que mantuvieron su pequeña propiedad al margen de la colectividad local confederal.

No puede olvidarse que los anarquistas habían sido el segmento más influyente en el movimiento obrero español desde su fundación en 1868 y que en 1936 agrupaban a cerca de un millón de afiliados, según los datos del Congreso de la CNT celebrado en mayo de 1936 en Zaragoza y las informaciones periodísticas de la época. Cuando se habla de la implantación del comunismo libertario en Aragón y se pone el foco en Buenaventura Durruti y sus milicianos se olvida que la CNT tenía en ese territorio uno de sus feudos tradicionales, y que en el valle medio del Ebro (la Regional confederal agrupaba a Aragón, La Rioja y Navarra) había cerca de 300 sindicatos en más de 250 localidades que sumaban casi 50.000 afiliados: ellos fueron los auténticos protagonistas de la revolución social y las principales víctimas de la guerra y la represión.

También se oculta o se olvida que la CNT estaba extendiendo su influencia más allá de esos bastiones tradicionales; en el ya citado congreso de Zaragoza el sindicato más numeroso no fue el textil o metalúrgico de Barcelona, sino el del ramo de la construcción de Madrid (¡y antes de la huelga del mes de junio!) y que se pudo comprobar que la CNT se había convertido en la fuerza sindical hegemónica en provincias como Soria o Cuenca o entre los ferroviarios de Burgos.

5.- La revolución social, y el proceso de colectivización más específicamente, fueron impulsados por la CNT pero también por la UGT, y no sólo en las colectividades sostenidas por ambos sindicatos, pues en muchos casos la central socialista las promovió en solitario; incluso, aunque con carácter muy esporádico, el PCE organizó algunas colectividades, pero sólo allí donde podía controlarlas sin oposición. Y en otros muchos casos, fueron los propios trabajadores de la industria y los servicios y, sobre todo, los jornaleros y pequeños propietarios agrarios, los que establecieron las colectividades sin el amparo previo de ninguna organización sindical.

El control y la gestión por los propios trabajadores de lo que Errico Malatesta llamaba «los medios económicos de dominio», completamente al margen del patrón y del Estado, formaba parte inequívoca del proyecto revolucionario de la CNT, frente a la vocación centralista y estatalizadora de una UGT marxista, pero su aplicación durante el periodo de la revolución social fue plural; en parte porque, como sabemos desde Joaquín Costa, esa forma de propiedad comunal formaba parte de la tradición rural española y nunca se había perdido del todo desde la concesión del alfoz medieval.

6.- La revolución social no fue espontánea, pero tampoco respondió a un plan pormenorizadamente diseñado; ni siquiera la ponencia titulada ‘Concepto Confederal del Comunismo Libertario’, desarrollada a partir de las ideas de Isaac Puente y aprobada en el congreso de la CNT de Zaragoza, establecía una propuesta cerrada. El texto aprobado en el comicio confederal reconocía explícitamente: «Hemos procurado sentar las líneas generales para dar forma a la idea del Comunismo Libertario», para añadir más adelante que «conviene recordar que no se trata de un programa y sí de un dictamen. Programa es un círculo cerrado, cosa que no podemos aceptar. Limitamos nuestro trabajo a tres guías: organización de los trabajadores; aspecto revolucionario y procurar que esa revolución sea libertaria»; una decisión, como vemos alejada de todo dogmatismo y de cualquier maximalismo. La línea estratégica de «nosotros solos» ya se daba entonces por fracasada.

En el Congreso de Zaragoza, durante los debates, se insistió en que «hemos de pensar todos que estructurar con precisión matemática la sociedad del porvenir sería absurdo, ya que muchas veces entre la teoría y la práctica existe un verdadero abismo». Si un militante de la FAI, miembro del Comité Nacional de Defensa de la CNT en la insurrección de enero de 1933, avisaba que «sabíamos que las organizaciones obreras, cuando se adentran en el proceso de la revolución tienen que caer en contradicciones», el delegado del Sindicato de la Madera de Madrid sostenía que «la revolución es el más serio de los problemas. No se trata solo de derribar al capitalismo. Se tiene que producir un cambio ético en las condiciones de vida que no se puede operar en tanto no se transforme a la vez al individuo», un propósito que, dos meses antes del comienzo de la Guerra Civil, a muchos anarquistas todavía no les parecía ni fácil ni cercano. No se sabía muy bien cómo ir pero sí se sabía con claridad adónde se quería llegar.

7.- La revolución social tuvo un evidente componente económico, que desde luego fue fundamental y prioritario, pero también tuvo una indudable vertiente política. Lo que pretendía la CNT, y cimentaba su ideario revolucionario, era el control por la clase trabajadora, organizada en sindicatos, del conjunto de la vida social española; desde luego, de sus aspectos económicos, pero también de los resortes políticos. Esta «autosuficiencia» de los sindicatos para organizar y gestionar toda la sociedad estaba presente en la Carta de Amiens de 1906 y en el ADN de la Confederación Nacional del Trabajo desde su fundación en el año 1910.

Los cinco ministros de la CNT no contradecían el impulso revolucionario libertario; por el contrario, lo culminaban. Los militantes libertarios se hicieron con el control de numerosos Ayuntamientos, llegando muchos de ellos a ocupar el cargo de alcalde, y pasaron a gobernar regiones enteras por medio de los llamados Consejos, una propuesta específicamente anarquista aunque también compartida con la UGT en algunos territorios. Se conoce con bastante detalle el Consejo de Aragón, pero también lo hubo en Asturias y León y otro que gobernó las provincias de Santander, Palencia y Burgos, o por lo menos las comarcas que habían resistido temporalmente el avance franquista, y que llegó a emitir su propia moneda.

En Cataluña, el Comité de Milicias Antifascistas fue un auténtico poder de hecho, aunque la Generalitat ostentase el poder de derecho (y su correspondiente capacidad de maniobra contra la CNT y contra el conjunto de los trabajadores). Y si no hubo más Consejos en otras regiones fue a causa de la resistencia de la UGT y de los partidos políticos republicanos, no porque la CNT no lo intentase.

8.- Un fenómeno tan complejo como el de la revolución social en la España de 1936 no puede ser analizado, como tantas veces se hace, en base a anécdotas localistas («en mi pueblo…») o a comparaciones meramente estadísticas. Lo ocurrido esos años fue una de las revoluciones contemporáneas más profundas y uno de los contados procesos que protagonizaron casi exclusivamente las clases trabajadoras del campo y la ciudad; por su importancia e intensidad puede equiparase con la Comuna de París de 1871 y la Revolución de Octubre en la Rusia de 1917, y como experiencia anarquista supera a los procesos revolucionarios impulsados en México por los hermanos Flores Magón o el que encabezó Nestor Majnó en Ucrania.

Hubo excesos, sobre todo en la represión de los primeros momentos cuando se dio salida a tanto rencor y a tanta humillación acumulada, y hubo errores, en ocasiones fruto de la improvisación o de la falta de formación y muchas veces como resultado de la enemistad de comunistas y franquistas. Pero más allá de las apreciaciones cuantitativas sólo basadas en las cifras (y en las que nuestra revolución social no sale malparada), hay que reconocer con orgullo que en el verano de 1936 las clases populares españolas fueron capaces, ¡por primera vez!, de dejar de ser espectadoras pasivas de los pronunciamientos de los militares y de las maniobras políticas de las élites; que los trabajadores españoles además de desbaratar los planes de la oligarquía nacional supieron resistir durante tres años la ofensiva bélica del fascismo internacional, ¡y fueron los únicos!; y, por último, que en condiciones tan adversas, asumieron la gestión política y económica de buena parte del país, accediendo a ámbitos y gozando de derechos que siempre les habían estado vedados.

El periodista británico Geoffrey Cox se lo explicaba así a sus lectores: «Los trabajadores de Madrid habían probado desde julio una vida más rica que nunca. Conjuntamente a la guerra civil se había desarrollado hasta cierto grado una revolución de izquierdas. (…) En estos últimos cuatro meses, paseaban en coches, se sentaban en los mejores cafés, caminaban por las calles con la sensación de que eran suyas. Habían probado la libertad de expresión, el respeto propio, el poder y no iban a permitir fácilmente que se les devolviera por la fuerza a la servidumbre».

Juan Pablo Calero Delso

Publicado en Tierra y libertad núm.337 (agosto de 2016, especial sobre el 80 aniversaro de la Revolución española)

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