Reflexión anarquista sobre el populismo

Nuestro rechazo al populismo

La expresión populismo es quizás la más usada actualmente en el debate político tanto nacional como internacional. Suena sistemáticamente en los debates televisivos, caracteriza cada vez más a una crítica «políticamente correcta», se expande en los medios de comunicación de forma progresiva, se ha convertido de hecho en una auténtica categoría interpretativa. Pero ¿qué significa? ¿Cuáles son sus características peculiares? ¿A qué significados se refiere cuando contiene juicios negativos o valoraciones despreciativas? En resumen, ¿qué valores vehicula?

Me parece interesante interrogarse sobre todo esto, bucear en su etimología, retomar la genealogía, desvelar los presupuestos ideológicos que contiene. No se trata de un ejercicio académico, o peor, de una sofisticación para levantar una polvareda de indeterminación conceptual, pero esta reflexión me parece útil para desvelar la composición ideológica que lo determina en la discusión cultural y política.

La palabra populismo, como explica la enciclopedia, nace como traducción del ruso de narodni estvo, como venía definida en la segunda mitad del siglo XIX, un movimiento de jóvenes intelectuales rusos (los narodniki, «populistas»), caracterizado por una cierta idealización de las masas populares campesinas, entre las que intentaban difundir su mensaje revolucionario en sentido socialista.

Por tanto, habría que subrayar que, para un militante anarquista, ser denominado populista es un aspecto positivo en el sentido de que el anarquismo ruso (y no solo él) encuentra sus raíces también en este movimiento revolucionario, incluso considerado con sus ingenuidades y contradicciones. De hecho, asumir como interlocutor de la propia visión revolucionaria al pueblo, es decir, los hombres y mujeres que están excluidos de las condiciones de igualdad y están dominados por varias formas de poder, es inevitable y correcto. El problema, en este caso, comienza allí donde vanguardias intelectuales (autoproclamadas como tales) tienden a superponerse jerárquicamente determinando nuevas formas de dominio. Este es un tema que conocemos bien y que ha tenido en el pensamiento anarquista clásico, e incluso en el contemporáneo, numerosas profundizaciones.

Retomar las dinámicas relacionales


Lo que ahora interesa fundamentalmente es, por el contrario, reflexionar sobre el significado que este término ha asumido en nuestra sociedad, desvinculándolo completamente de sus orígenes conceptuales. Esta denominación se aplica a doctrinas políticas diferentes pero que tienen en común la referencia al pueblo considerado como un agregado homogéneo, y como depositario de valores positivos que deben por lo tanto ser preservados. A partir de Perón en Argentina, pasando por Trump en Estados Unidos, solo por poner dos ejemplos situados en épocas históricas diferentes, hasta llegar en la actualidad a europeos como Le Pen o Salvini y Grillo, o Erdogan y, obviamente, muchos otros, no hay duda en definir como populistas a líderes como estos, a pesar de las diferencias que existen entre ellos.

Pero quien define como populistas a otros, pertenece a menudo a una élite tecnoburocrática y financiera, a un estamento político muy preciso, a una casta de privilegiados y ostentosos intelectuales que de hecho gobiernan el mundo. Por otro lado, es evidente que a estos feroces personajes políticos «populistas» el pueblo y sus necesidades e intereses reales les importa un rábano, empeñados como están en garantizarse un puesto de primer orden en el tablero de juego del poder.

Dicho esto, lo que nos parece interesante es retomar las dinámicas relacionadas que atan a los líderes políticos con el denominado pueblo, para comprender cómo a través del uso (torticero) de una palabra, se vehiculan mensajes culturales de amplio recorrido. Populista se convierte ahora en un término por un lado despreciativo, y por otro en una reivindicación de autenticidad y de sintonía directa. En ambos casos se trata siempre de voluntad de gobernar y someter, en modo elitista en un caso, en modo falsamente representativo en el otro. Efectivamente, o el pueblo es demasiado ignorante y por ello es preciso guiarle, o es auténtico y entonces es necesario representarle y escucharle demagógicamente. Al final el resultado es el mismo.

Pero este pueblo ha perdido el significado más auténtico y de valor, transformándose las más de las veces en una masa o aglomeración (sería interesante profundizar en estos conceptos). La homogeneidad que de alguna forma era propia del pueblo decimonónico, portador de una auténtica cultura propia, depositario de prácticas de apoyo y de relaciones fuertemente ligadas a valores compartidos, hoy ya no existe. Los procesos políticos e ideológicos cada vez más aislantes han corrompido el estímulo de principios originariamente democráticos, transformando a hombres y mujeres en objetivo del demagogo de turno, en esclavos de nuevas formas de dominio que pasan a través de nuevos instrumentos de creación de consenso, de adoctrinamiento, de publicidad. La post-democracia se rige por un creciente desapego entre manipuladores y manipulados. Cuando la necesidad de reconocimiento se materializa en expresar los varios «me gusta» o en la aparición efímera u obsesiva alimentada por una comunicación delirante, claramente se demuestra un embrutecimiento preocupante.

Desde otro punto de vista, es también cierto que el espectáculo desolador ofrecido por las élites mundiales y locales, la ostentación de la voracidad y la acumulación de riquezas, la tasa de privilegios y de garantías infinitas que claman venganza a ojos de quien no puede diferenciar almuerzo y cena (o peor, ni siquiera tiene la posibilidad de acceder a la comida), justifica y hace comprender este sentido extenso de rabia y de revuelta. Pero precisamente aquí es donde entran en juego los demagogos y entonces viene rápidamente desmontado y negado un verdadero y radical cambio en sentido igualitario, incluso en nombre del pueblo. El reciente voto referendario británico que ha llevado al brexit, o los resultados electorales que han llevado a Donald Trump a la cabeza de los Estados Unidos, han revelado en pleno una rabia reprimida que no estaba prevista ni considerada por los medios de comunicación especializados, pero que los auténticos demagogos han sabido encauzar.

Si por un lado existen razones locales tras el ascenso de los nuevos nacionalismos, de las nuevas formas de racismo y de violencia, es también cierto que este fenómeno tiene una dimensión planetaria. El «populismo», que deberíamos mejor llamar «demagogia», constituye una nueva y evidente categoría política que se traduce en nuevos liderazgos en ascenso hasta la conquista del poder.

Empresa difícil


Pero no debemos olvidarnos nunca de que también estos fenómenos pivotan en bases de real y evidente sufrimiento y rabia de sectores cada vez más amplios de la sociedad. La opción peor que se ha asumido, frente a esta realidad social, ha sido la de una cierta (pero influyente) área de intelectuales, con sus privilegios garantizados, de altivos (en la intimidad) y «progresistas» comentadores, que soportan mal las contradicciones y las a menudo viscerales animadversiones o revueltas populares. Con esto no se pretende sublimar o idealizar a un «pueblo» que, como hemos visto, en ciertos aspectos no es una realidad específica y caracterizada.

Entonces, ¿no hay salida? Seguramente la empresa es difícil, sobre todo porque los medios disponibles son monstruosamente desiguales. Tampoco hay duda de que una mutación en sentido libertario de la sociedad es difícil, sobre todo porque requiere un trabajo de desacondicionamiento en sí mismo, también un esfuerzo considerable de energía y de disponibilidad. Este ciudadano medio hoy está viciado por una difundida costumbre que no favorece ciertamente la emancipación. Pero, sin llegar a ser optimista, creo que, excavando continuamente como los topos, bajo la corteza, en profundidad, pueden crecer, como ya lo han hecho discretamente, prácticas de solidaridad, prefiguraciones aproximadas pero indispensables, experimentaciones, luchas y resistencias cada vez más extensas.

Junto a este trabajo continuo, entre fracasos y éxitos parciales, retomando la costumbre enseñada por Paul Goodman de «trazar el límite», es decir, aprender a decir no, a estar disponibles para ir más allá de un cierto umbral de compromiso en nuestra vida cotidiana, podemos intentar cambiar verdaderamente esta sociedad en sentido libertario.

Pero necesitamos una visión, un proyecto, un sueño. Tenemos que calentar los corazones, que hacer entrever otros caminos, otras posibilidades, que establecer soluciones hipotéticas. Necesitamos conjugar constantemente el aquí y ahora con algo que lo trascienda a favor de una utopía, obviamente no cerrada ni sofocante, pero forzosamente viva.

Francesco Codello

Publicado en Tierra y libertad núm.346 (mayo de 2017)

Deja un comentario