Recientemente, mi sobrino, desde su mentalidad adolescente, no ensuciada por repulsivas mistificaciones nacional-patrióticas, se preguntaba cómo era posible que no dejaran pasar a un país a personas que, sencillamente, vienen en busca de una vida mejor. Todavía, no se sabían las cifras de fallecidos en la frontera de Melilla, donde organizaciones gubernamentales, frente a las cifras oficiales, hablan ya de cerca de 40 muertos en el contexto de una violenta actuación policial. El presidente del gobierno, dentro de este Estado llamado Reino de España, al frente de la autoproclamada coalición más progresista de la historia, ha restado importancia a la masacre y ha defendido el empleo de la fuerza de gendarmería marroquí en connivencia, como no puede ser de otro modo, con los cuerpos armados de represión hispanos; si acaso, el inefable Pedro Sánchez ha culpado de esos muertos de tercera a eso tan ignoto que llaman «mafias que trafican con seres humanos». No creo que la derecha, ni la ultraderecha, que viene a ser algo muy parecido, lo hubiera expresado mejor. Mientras tanto, Unidas Podemos, socio de gobierno, protesta, pero sin elevar demasiado la voz.
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