Todo grupo de afinidad, como toda religión, tiene sus ortodoxias y sus ortodoxos. Todo colectivo conserva en su seno personas convencidas de estar en posesión de alguna suerte de verdad revelada. Temerosas de que la menor duda acerca de sus creencias pueda llevarlas a patalear en el abismo, al desastre y el caos, defienden en toda ocasión y ante quien sea la veracidad incorruptible de sus dogmas, unos dogmas que, además, nunca reconocerán como tales.
Cuando alguien inicia una conversación sobre un determinado tema con la consabida frase: “yo eso lo tengo claro”, las personas llenas de dudas que sólo contamos con unas pocas certezas y aún así, efímeras y permanentemente cuestionables, tenemos poco que debatir. Las certezas indudables impiden cualquier forma de aproximación y convierten a sus poseedores en una especie de frontón en el que rebotan todos aquellos argumentos que no estén dentro de su círculo cerrado de verdades. Por más que nos esforcemos en hacer nuestros planteamientos inteligibles y abiertos a cualquier tipo de cuestionamientos presentados de forma razonable, el propósito resulta inútil cuando el receptor ya tiene a priori decidida su posición al respecto. Y por si esto fuera poco, hay un problema añadido en el hecho de que las personas más convencidas de una verdad única y suya, suelen ser también las que están imbuidas en la creencia de que la posesión de una mente abierta y dúctil es uno de sus dones más preciados, lo cual, más allá de cualquier intercambio de ideas enriquecedor, imposibilita cualquier clase de diálogo que no derive en monólogo.
Por supuesto, también existen las ortodoxias dentro del movimiento libertario, aquel que por definición más alejado debería estar de todo tipo de dogmas, al incluir entre sus planteamientos de partida la continua revisión de sus supuestos y la puesta en cuestión de sus convicciones que, como toda obra humana, se han dado en el tiempo y en el tiempo deben ser sometidas a reflexión y crítica. No debería apelarse a argumentos historicistas como los de los momentos revolucionarios de 1936 para aplicarlos en la actualidad, tal cual, sin ningún tipo de revisión y contextualización en unas circunstancias muy diversas. Por mucho que las raíces de la acracia sigan siendo útiles en nuestros días, es ineludible que una buena parte de los conceptos, supuestos y estrategias sean convenientemente adaptados a las realidades y necesidades de una sociedad que cambia a una velocidad progresivamente acelerada. Si, suscribimos las palabras de Eliseo Reclús, en el sentido de que la anarquía es la máxima expresión del orden, no es sólo porque habla de un orden autoimpuesto por el propio individuo y no prescrito y decretado por superiores instancias estatales, sino también porque debería ser, no un orden atemporal e incuestionable, sino flexible y permanentemente revisable.
En la anarquía no deberían existir las herejías: dejémoslas para las religiones. Más allá del horizonte del capitalismo, el consumo desaforado y la explotación laboral de las personas, cualquier iniciativa puede ser útil y en un contexto tal que así, sólo sigue existiendo la convicción de que, plausiblemente, una sociedad sin Estado ni jerarquías impuestas, con organismos autónomos y autogestionados, sería mucho más habitable.
Rafa Rius
Públicado originalmente en la revista Al Margen # 108, Valencia (España), invierno 2018.]