La Modernidad pudo haber sido un mero enfrentamiento, tensión, entre dos formas de dominación: nacionalismo e imperialismo. Pudo no haber existido ningún sistema y pensamiento que cuestionara, verdaderamente, la dominación, pero no fue así. Existe el anarquismo.
El nacionalismo se llena la boca de libertad e independencia, pero sabemos que detrás de él no se encuentra la verdadera emancipación, acaba minimizando o anulando la cuestión social al poner por delante la identidad nacional. Por supuesto, no hay que confundir nacionalismo con un vínculo comunitario, basado en ciertos factores comunes, aunque sin llegar a crear una identidad colectiva de lo más cuestionable. Sabemos que ese lazo social es importante, ya que genera importantes dosis de solidaridad y de pertenencia. No obstante, nada que ver dicho sentimiento, que tiene un desarrollo más bien natural, con el apego dogmático a una instancia que podemos considerar abstracta como es la nación, que genera enfrentamiento entre los seres humanos. Por mucho que compartamos ese amor a la tierra, y unas características comunes como puede ser la lengua, desde el anarquismo se nos antoja más bien minúscula, o directamente ninguna, la importancia que se le pueda dar al sustrato del nacionalismo: la identidad colectiva. Una cosa es que haya podido simpatizarse, e incluso compartir su lucha, con ciertos pueblos oprimidos por algún tipo de imperialismo. Otra, muy diferente, y aquí la distancia es ya insalvable para cualquier anarquista, es que esa lucha acabe teniendo aspiraciones de convertirse en una nueva forma de dominación: la nación-Estado.
Para los que nos acusen de purismo, sabemos que hay muchos anarquismos, de ahí la dificultad para asentar una muy definida identidad libertaria. Por su parte, el propio nacionalismo ha tenido también diversos puntos de vista, y seguramente hay libertarios sinceros al observar los procesos independentistas como una oportunidad de búsqueda de emancipación social. Desde nuestro punto de vista, y sin ningún ánimo purista ni fundamentalista, consideramos que la cuestión social precisamente se ve anulada por la visión identitaria, siempre estrecha, junto a esa creación de fronteras, que imposibilita la cooperación entre pueblos y limita la libertad y la cultura. El internacionalismo y la fraternidad universal han sido, desde siempre, señas de identidad del anarquismo, precisamente para combatir toda visión estrecha y dogmática. Ese internacionalismo, de carácter flexible y descentralizador, se ha apoyado en instancias autónomas que pueden recibir diversos nombres: región, municipio o barrio. El término nación, desde el punto de vista libertario, conlleva ya ciertos problemas desde su misma nomenclatura. Insistiremos en la importancia de la cuestión económica y social, por encima de cualquier otra factor, en toda lucha por la libertad. Recordemos que no por casualidad el movimiento socialista recibió el nombre de Internacional, y solo los anarquistas se mantuvieron fieles al principio de que «los obreros no tienen patria». Todas la corrientes políticas, incluidas algunas que se llamaban socialistas, acabaron abrazando la explotación capitalista y, tal vez directamente relacionada, la dominación basada en la cuestión nacional.
Ha habido visiones ácratas que han insistido en esa vinculación entre la producción capitalista y la denominada nación-Estado. Desde ese punto de vista, la jerarquización social, la existencia de líderes y de directivos, sería consustancial, tanto a la cuestión nacional, como al proceso de producción capitalista. Detrás de todo «lo nacional», parece haber alguna voluntad de poder, y todo indica que la idea abstracta de la nación nace conjuntamente con el aparato del Estado. A menudo hemos pensado que el Estado es la consecuencia de la existencia de la nación, pero es posible que sea a la inversa o que ambos nazcan del mismo tronco y con las mismas aspiraciones de dominio. Es posible apostar por un desarrollo libertario de la cultura, confiando en que una educación amplia en el individuo supere la estrecheces de todo «espíritu nacional». Esa búsqueda de la emancipación social, local y al mismo tiempo universal, tiene sus obstáculos en toda inculcación artificiosa de una conciencia nacional (para nada natural, lo mismo que no lo es el otro gran factor de enfrentamiento entre los seres humanos: el religioso). Desde nuestro punto de vista, el nacionalismo es siempre reaccionario, ya que pretende uniformar una comunidad en base a unas creencias predeterminadas, limitando así una visión amplia de la vida y de la cultura que posibilite la cooperación entre pueblos e individuos.
El anarquismo, como ya hemos insistido, es desde sus orígenes internacionalista, ya que la existencia de fronteras políticas se considera producto de una degeración autoritaria y violenta de la sociedad. La libertad, por la que trabaja el anarquismo, necesita de la igualdad e, igualmente, de la fraternidad. Son los tres grandes conceptos nacidos en los albores de la modernidad, y no es casualidad que solo el anarquismo haya comprendido la importancia primordial de cada uno de ellos, y el vínculo entre sí, y se haya mantenido como la única corriente que aspira a acabar con la dominación. La fraternidad universal, la idea de individuos autónomos como parte de pueblos libres, hermanados entre sí, es consustancial al anarquismo y antagónica a toda forma de nacionalismo. Bien entrado el siglo XXI, persiste el atractivo del nacionalismo, lo mismo que el espíritu religioso, tantas veces replegados ambos en el fundamentalismo. No es casualidad que así sea, ni mucho menos un proceso natural en el ser humano, ya que ambos han sido alimentados por fuerzas conservadoras, pero también por otras que se han considerado transformadoras. En este último caso, se ha querido observar el nacionalismo como sinónimo de «liberación de oprimidos», como una forma de «teología de la liberación» (y la nomenclatura religiosa no parece casualidad).
Como dijimos al principio de este texto, una de las características de la Modernidad es la lucha entre imperialismo y nacionalismo, por lo que las luchas por la «liberación nacional» se han presentado como el gran remedio contra los viejos imperios. La realidad más apreciable es que el nacionalismo se convirtió en la metodología que llevó a la predominancia del capitalismo, paradójicamente, una nueva forma de imperialismo. No es casualidad que los detentadores del capital hayan alimentado esa mistificación de la «identidad colectiva» buscando vínculos de cohesión entre explotadores y explotados. Generando esa llamada conciencia nacional la gente parecía aceptar mejor su condición de servidumbre. Desde este punto de vista, hay que observar la identidad colectiva, el uso del mismo lenguaje y las mismas costumbres, como una mistificación al servicio de los propietarios capitalistas al mismo tiempo que útil para justificar las fuerzas policiales para defender a los privilegiados y mantener las fronteras a salvo de extranjeros. Esas luchas por la liberación nacional, llegando hasta hoy, han minimizado la cuestión social y hermanado, en base a un artificio identitatario, a dominadores y dominados. El anarquismo deber observarse como la gran esperanza para crear auténticas comunidad basadas en los tres grandes conceptos, libertad, solidaridad y fraternidad, donde se haga francamente difícil el nacimiento de cualquier forma cultural estrecha y autoritaria.