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Convergencias y divergencias en el pensamiento de Amedeo Bertolo y de Eduardo Colombo

En un intervalo temporal inferior a dos años nos han dejado dos de los compañeros más relevantes del pensamiento y de la actividad libertaria de las últimas décadas en Europa. Amedeo Bertolo, el joven libertario que no dudó en secuestrar el vicecónsul de España en Milán en 1962 para salir al paso de la petición de condena a muerte contra un joven libertario de Barcelona, falleció el 22 de noviembre de 2016; Eduardo Colombo, exilado forzoso de Argentina en 1970 que compartió, prácticamente desde entonces, muchas iniciativas militantes con Amedeo, nos dejó hace unos meses el 13 de marzo 2018.


Bajo el título “Pensamiento y acción: el anarquismo como comunidad militante y elección de vida”, los compañeros y compañeras del Centro Studi Libertario/Giuseppe Pinelli, de Milán, y el Laboratorio libertario/Ateneo degli Imperfetti, de Marghera (Venecia) organizaron el pasado 15 de septiembre un nutrido seminario para recordar su andadura militante y debatir sobre sus aportaciones teóricas.
Presentado, por invitación, en el marco de ese seminario el texto que sigue confronta algunas de las coincidencias y divergencias entre estos dos entrañables e inolvidables compañeros.

Pensando en cómo dar cuenta de algunas de las concordancias y discrepancias entre Amedeo y Eduardo, mi primer impulso fue el de dejar las discrepancias como simples notas a pie de página, privilegiando el relato de las múltiples coincidencias y similitudes que se manifestaban, como es lógico, entre dos compañeros que eran, ambos, tan intensa y genuinamente anarquistas como estaban orgullosos de serlo. De hecho, los dos ilustraban perfectamente esa combinación de entereza, de compromiso, de compañerismo, de coherencia entre la vida y “la idea”, que ha caracterizado históricamente a la mejor militancia anarquista.

Entre esas similitudes, cabe destacar que Amedeo y Eduardo manifestaban parecido rigor en el ejercicio del pensamiento, tanto en lo que atañe a la trabazón lógica del razonamiento, como a la claridad y a la precisión de los conceptos. Además, ambos hacían acopio de un impresionante bagaje de conocimientos. Pero la voluntad de saber que nutría su placer de pensar no reflejaba un deseo de conocer por conocer, sino que manifestaba la voluntad de conocer para poder hacer y también para crear comunidad de acción y de pensamiento mediante el debate, el trabajo colectivo y la puesta en común. En suma, el conocimiento como una vertiente, una más, de la práctica política libertaria.

Los contenidos sustantivos de su pensamiento también presentaban múltiples coincidencias. Por ejemplo, ambos otorgaban una extraordinaria importancia al imaginario y a lo simbólico como fundamento de cualquier sociedad y como el “locus” donde se instituye el poder político, a la vez que la posibilidad de subvertirlo. Por citar otro ejemplo, también cabe señalar la importancia que otorgaban a la función utópica y a la voluntad como palancas del cambio social radical.
Y tampoco podemos olvidar que, desde su común voluntad de luchar contra la dominación, ambos estaban empeñados en descifrar el fenómeno del poder y su conversión en dominación, aportando valiosos elementos para ese esclarecimiento.

Son tantas las coincidencias que no es extraño que mi primer impulso fuese el de hablar principalmente de ellas. Sin embargo, al pensarlo mejor, me pareció que lo que Amedeo y Eduardo hubiesen deseado, lo que más les hubiese ilusionado es que, en lugar de comentar sus coincidencias, este encuentro sirviese para dar continuidad a su propio esfuerzo por enriquecer y renovar el anarquismo, intentando avanzar en algunas de las cuestiones en las que no habían alcanzado un acuerdo.
Es por eso por lo que he optado finalmente por hablar principalmente de sus divergencias, pensando que éstas indican el carácter problemático de unas cuestiones en las que conviene profundizar.
Entre esas divergencias destacaré la relativa al binomio Revolución-insurrección, y la que gira en torno a la cuestión del Estado.

En cuanto a la primera, la postura de Eduardo era taxativa y la defendió con extraordinaria constancia a lo largo del tiempo, desde su vibrante reivindicación de la revolución en el inolvidable encuentro de Venecia en 1984, hasta su contundente y muy reciente afirmación, en 2016, según la cual, lo cito, “Un anarquismo no revolucionario es un oxímoron”.
Sin duda, Eduardo contemplaba con cierta añoranza el tiempo en el que, para la mayor parte de la militancia, la razón de ser del anarquismo era la transformación revolucionaria de la sociedad considerada en su totalidad, lo cual exigía una insurrección popular capaz de neutralizar el poder instituido y, sobre todo, de quebrar el imaginario social establecido.
Para Eduardo, el anarquismo no podía separarse ni de la lucha por la ruptura revolucionaria ni del momento insurreccional, porque este último constituye un paso obligado para que emerja un nuevo imaginario y un nuevo proceso instituyente impulsado por el ejercicio de la autonomía. Eso implica que el anarquismo no puede limitarse a luchar contra la dominación actualmente existente, sino que el proyecto de un cambio global debe acompañarlo en permanencia.

A diferencia de Eduardo, Amedeo pensaba, que la actividad revolucionaria no tenía por qué presuponer necesariamente un momento de vuelco total, y menos aún un episodio insurreccional. Estaba convencido de que, sin abandonar nunca el impulso subversivo de la utopía, y sin caer en las incongruencias del reformismo, se puede provocar una mutación cultural de signo libertario mediante unas prácticas orientadas a modificar elementos del presente y a transformar de forma gradual el imaginario social instituido.
Por lo tanto, el anarquismo seguía estando plenamente justificado aunque la insurrección revolucionaria no figurase en su agenda, y es por eso por lo que, contra el todo o nada y contra la apuesta por lo totalmente otro que subyacen en el paradigma revolucionario clásico, Amadeo propugnaba la apertura al “casi anarquismo” y a “la anarquía posible”.

En efecto, conforme a esa metáfora del alcohol que expuso en la entrevista realizada por Mimmo Pucciarelli, Amedeo consideraba que la “anarquía en estado puro” era demasiado fuerte, y que había que presentarla en dosis de menor graduación capaces de producir efectos libertarios sin provocar un rechazo radical. La estrategia de extender en la sociedad modalidades y espacios de funcionamientos libertarios, se inscribía en una línea bastante próxima a la que explicaba Francesco Codello al dar cuenta del anarquismo pragmático de Colin Ward. Recordemos que para Colin Ward se trataba de mostrar, en la práctica, que se puede funcionar desde unos principios no jerárquicos, desprovistos de relaciones de dominación, ofreciendo soluciones libertarias a los problemas cotidianos, como una prueba irrefutable de que la anarquía funciona efectiva y positivamente en el presente, rompiendo de esa forma algunos de los esquemas asociados negativamente al anarquismo en el imaginario dominante.

Aunque aún resuenan en muchas de nuestras manifestaciones los gritos de: “¡¡una única solución: la Revolución!!”, parece que una parte del anarquismo da por resuelto el tema, alejándose cada vez más del imaginario revolucionario tradicional. Sin embargo, la divergencia entre Eduardo y Amedeo apunte a uno de los asuntos en los que se dirime actualmente una posible mutación del propio anarquismo. Por lo tanto, esa cuestión requiere ser pensada hasta sus últimas consecuencias, como lo hace por cierto Nico Berti en el extraordinario ensayo titulado “ Libertà senze Revoluzione”.
Con menor intensidad, otra de las divergencias concernía la cuestión del Estado. Desde el anarquismo nadie duda de que es preciso luchar contra el Estado, ahí no estaba la divergencia, esta consistía en saber si la oposición al Estado forma parte o no del núcleo central del anarquismo. En contra de la opinión de Eduardo, Amedeo pensaba que no, porque el Estado tan sólo representa una de las formas históricas de la dominación política. Finalmente, en el intercambio que mantuvieron en 2006, Eduardo admitió que no es el rechazo del Estado lo que figura en el núcleo central del anarquismo, sino el rechazo de “cualquier forma constituida de dominio político”.

Se trataba de una formulación más satisfactoria, porque está claro que de nada nos sirve la desaparición del Estado si pervive la dominación política. Sin embargo, ulteriormente, Eduardo volvió a situar la lucha contra el Estado como un elemento central del anarquismo, en perfecta coherencia con su reiterado y bien trabado argumento de que es el principio de Estado el que legitima en el actual imaginario social la sumisión al poder político y la aceptación de la jerarquía. Sin duda, Eduardo se mantuvo fiel, hasta el final, a lo que ya escribía en 1980, lo cito, “el Estado es el nudo gordiano que hay que cortar”.
El hecho es que, desde los tiempos de Proudhon y de Bakunin, el pensamiento anarquista ha elaborado en torno al Estado un entramado teórico que sitúa finalmente la lucha por la destrucción del Estado como una de las señas de identidad más distintivas del anarquismo. No es casual que se oiga en nuestras manifestaciones: “¡¡Muerte al Estado y viva la anarquía!!”, lanzado como el grito de guerra del anarquismo.

Ahora bien, quizás el anarquismo no debería limitarse a abandonar no su lucha contra el Estado sino su obsesión por él, y proceder a una profunda reconsideración de sus características desde, por ejemplo, los análisis de Foucault sobre la gobernamentalidad, entre otras aportaciones relevantes.
Sin duda, las divergencias en torno a la Revolución y al Estado señalan unos aspectos sobre los que conviene profundizar. Sin embargo, esas divergencias no llegan al corazón, al núcleo central, de la discrepancia entre Amedeo y Eduardo.
Intentaré explicarme. La necesidad de enriquecer el anarquismo es algo que ambos consideraban necesario y a lo cual ambos contribuyeron efectivamente. Ahora bien, aunque enriquecer también constituye una forma indirecta de renovar, la cuestión de la renovación plantea una serie de interrogantes específicos. Por ejemplo, ¿hasta qué punto es imprescindible, o es tan sólo importante renovar? ¿hasta dónde se puede llevar esa renovación sin que el anarquismo “pierda su alma”, como decía Eduardo?

Es en las respuestas a esos interrogantes donde radica el núcleo central de la divergencia entre Amedeo y Eduardo, y esa divergencia afecta al propio concepto de anarquismo.
Para dirimir las diferencias acerca de la amplitud y de los límites del “agiornamento” del anarquismo se puede partir a la búsqueda de aquellos elementos básicos que conforman su núcleo central y que, a diferencia de otros elementos que pueden ser modificados o eliminados sin alterar su identidad, deben conservarse para que un determinado constructo socio-histórico denominado “anarquismo” pueda seguir siendo identificado como tal, en lugar de pasar a ser otra cosa, sufriendo un proceso de pseudomórfosis, en palabras de Eduardo.
En definitiva: ¿Qué es lo que resulta inalienable y que es lo que tan sólo es prescindible? ¿Qué es lo que resulta ser “sine qua non” y que es lo que tan sólo es accesorio?… Esa es la cuestión…

Emulando la búsqueda de las partículas elementales de la materia se pueden buscar los componentes últimos del anarquismo para caracterizar su singularidad —término que prefiero, de lejos, al de identidad. Sin embargo, también se puede articular una aproximación menos corpuscular, más holística, más flexible, más compleja, más difusa, pero también más rica, menos preocupada por los elementos que por las relaciones entre ellos.
En efecto, cabe preguntarse si son, efectivamente, unos pocos elementos básicos los que definen la identidad del anarquismo o si esa singularidad no se configura más bien en forma de un conjunto relativamente borroso compósito y flexible, que agrupa una serie de dimensiones variadas y heterogéneas.
Cabe preguntarse si en lugar de hacer descansar su identidad sobre un núcleo central, el anarquismo no basa más bien su singularidad en una configuración más cercana a la de un síndrome. Un síndrome que, en su acepción no médica, se puede definir como un “conjunto de elementos que concurren unos con otros, — unos con otros, insisto en esto—, para conformar una determinada realidad”. Y en el caso del anarquismo resulta que esos elementos se distribuyen además sobre distintas dimensiones que pertenecen a diferentes tipos categoriales.

Frente al modelo del núcleo central esa concepción del anarquismo facilita la incorporación de nuevos elementos y también permite diversificar las configuraciones de los componentes del conjunto, atribuyendo, por ejemplo, un mayor peso a algunos de ellos y minimizando el peso de otros o privilegiando determinadas dimensiones en lugar de otras. Lo cual concuerda bastante bien con la constatación puramente empírica de que existen desde siempre varias corrientes que combinan diversamente los distintos componentes del anarquismo. Y esas diferentes combinaciones también resultan más acordes, en el plano teórico, con la diversidad que tanto aprecia y celebra el anarquismo como un principio básico de la anarquía y de la propia vida.
Por otra parte, esa concepción se acercaría un poco a la que parecía sugerir Amedeo cuando distinguía entre logos, praxis, ethos y pathos y asignaba diferentes componentes del anarquismo a cada una de esas categorías. El anarquismo se asemejaría así a esa polifacética y extensa, muy extensa, área libertaria, externa al movimiento anarquista propiamente dicho, que Rossella Di Leo caracterizaba como una estructura compuesta de elementos diversos, no homogénea y fluida.

Creo que la metáfora del árbol a la que recurrió Amedeo en 1980 puede ayudar a entender cuál era la divergencia fundamental entre nuestros dos compañeros. Amedeo hablaba entonces de renovar el anarquismo podando su tronco para que lo que se ha marchitado no impida que puedan brotar nuevas ramas e injertando nuevos elementos en ese tronco. Sin embargo, frente a lo que denominó “el modelo de la poda y del injerto”, favorecido por Amedeo, se contrapone lo que podríamos llamar “el modelo del abono y de la contraofensiva”, que tenía las preferencias de Eduardo. En efecto, Eduardo estaba más preocupado por abonar las raíces del árbol para que recobrase el vigor perdido y por protegerlo activamente de unos leñadores que pretendían cortarlo, así como de unas plagas neoliberales que lo carcomían y que le restaban vitalidad.
Es cierto que ambos coincidían en que el anarquismo estaba en declive. Eduardo escribía, por ejemplo, “A principios de los sesenta el anarquismo perdía su base obrera y revolucionaria”. Amedeo señalaba que en los años 50 y 60 sólo existía un simulacro de movimiento y en 1983 precisaba “ahora estamos en desmoronamiento y el edificio amenaza ruina.” Ahora bien, esa coincidencia no les impedía discrepar sobre diversos aspectos.

— En primer lugar, sobre la magnitud de la “crisis del anarquismo” que Amedeo percibía como mucho más intensa escribiendo en 1980 que “el capital teórico” del anarquismo, lo cito, “está obsoleto -no en sus grandes principios sino en sus instrumentos operativos y sus articulaciones”; y precisaba más tarde que la crisis del anarquismo, lo cito otra vez, “no es coyuntural sino estructural”, preguntando, “¿Estamos ante el fin del anarquismo?, y él mismo contestaba, ”Del anarquismo puede que no. Pero de cierto anarquismo históricamente determinado, probablemente sí”.

— En segundo lugar, también discrepaban acerca de las causas de esa situación. Ambos atribuían esas causas a determinados factores externos al anarquismo, tales como la pérdida de centralidad del proletariado y del movimiento obrero. Pero, además, Eduardo veía en la ideología neoliberal otra de las causas, también externa, que se sumaba a la obsesión de una parte de la “intelligentsia” progresista por criticar “la ilustración” y desmantelar su legado.

En efecto, Eduardo hacía caballo de batalla de los efectos nocivos que, según él, tiene el postmodernismo sobre el anarquismo, argumentando que la influencia de la tendencia liberal-cultural, lo cito, “intenta extirpar el alma del anarquismo haciendo olvidar la cuestión social y alejándose de los pobres y de los proletarios para crear un anarquismo dandy típico de los intelectuales bien alimentados de la sociedad industrial”. Para él, el anarquismo pierde su alma si se diluye la cuestión social en la critica cultural y si se renuncia al binomio revolución-insurrección.

Por su parte, menos reacio que Eduardo hacia el post-estructuralismo, Amedeo era más autocrítico y atribuía parte de las causas a factores internos al propio anarquismo. Consideraba que algunos de sus planteamientos habían quedado desfasados por la propia evolución de la sociedad, y que no había sabido renovarse con la suficiente profundidad ni con la necesaria agilidad, encerrándose en una autoreferencialidad que le impedía incorporar valiosas aportaciones del pensamiento contemporáneo.

— Por fin, en tercer lugar, también diferían, como es lógico, en cuanto al remedio para revertir el declive del anarquismo. Este consistía para Eduardo en luchar contra las influencias nefastas del neoliberalismo tanto sobre el imaginario social como sobre las concepciones de los propios anarquistas, mientras que para Amedeo se trataba de dejar de lado la fascinación por la cuestión social, la revolución y la insurrección, y trabajar para hacer crecer la “anarquía posible” y para abrir el anarquismo a los tiempos actuales.

La divergencia entre ambos no remitía a su común reconocimiento del carácter evolutivo del anarquismo. “Toda teoría viva es una teoría en devenir” escribía Amedeo, y Eduardo afirmaba lo cito, “las ideas anarquistas están bien vivas porque se mueven, se modifican, evolucionan”. La divergencia remitía a la magnitud y a la forma del necesario “agiornamento” y lo que subyacía en esa divergencia era una diferente concepción de la singularidad del anarquismo.

Si para Eduardo un anarquismo no revolucionario era un auténtico oxímoron, Amedeo consideraba por su parte que aún quedaba mucha vida anarquista más allá de la revolución y de la cuestión social, y que había que explorar ese espacio y adentrarse en él a sabiendas de que, como lo escribía Louis Mercier Vega, lo cito, “el militante anarquista debe aprender a vivir y a actuar en medio de una selva de signos de interrogación”. Ahora bien, zarpar hacia nuevos horizontes exige partir ligeros de equipaje dejando en puerto buena parte de nuestro bagaje histórico, y también exige atreverse a navegar a vista, aunque eso suponga, como escribía Amedeo, “seguir siendo anarquista pero de otra forma”. Sin embargo, para Eduardo, quien reivindicaba “una identidad firme en un terreno cambiante”, no había otra forma de ser anarquista que la que resulta de la fidelidad al bagaje histórico heredado de las luchas sociales y de la voluntad revolucionaria.

Para concluir, quisiera volver sobre la diversidad como un elemento básico del anarquismo, y comentar una peculiaridad que forma parte de su singularidad.
El hecho de que una persona sea reconocida como anarquista por sus compañeros y compañeras va más allá de que acepte los principios explícitos que conforman el anarquismo. Hay personas, autoproclamadas anarquistas, de las cuales sentimos que no acaban de formar parte de nuestra comunidad de pensamiento y de acción, aunque no mantengamos ninguna discrepancia formal con ellas. Sin embargo, hay otras personas, igualmente anarquistas, con quienes podemos mantener grandes discrepancias sin que dudemos, ni por un solo instante, de que son profundamente anarquistas.
¿De qué depende? Pues de ese “aire de familia” imposible de formalizar, que remite a cosas tan cualitativas como, por ejemplo, a las actitudes más o menos autoritarias en la vida cotidiana, o bien a la mayor o menor coherencia entre el hacer y el decir. En suma, a unos elementos que remiten a ese anarquismo al que antes me he referido como un síndrome, heterogéneo y parcialmente borroso, más que a un claro y compacto núcleo central.

Quizás sea por eso por lo que decimos a veces que una persona es visceralmente anarquista aunque ni siquiera haya oído pronunciar esa palabra. Y quizás sea también por eso por lo que, parodiando a Christian Ferrer, cabe decir que el anarquismo no se aprende en libros y en cursillos, sino que se contagia por el contacto con las conductas, con las formas de ser y de luchar de los y de las anarquistas.
En cualquier caso, todo eso indica que la inclusión o no en el espacio común de la sensibilidad
anarquista no es reducible al acuerdo sobre los contenidos del logos y que el margen de discrepancia, es decir finalmente, la diversidad respecto de esos contenidos puede ser extraordinariamente amplia sin que se quiebre por ello el vínculo político libertario, porque es la totalidad heterogénea del conjunto la que avala ese vínculo.
Amedeo y Eduardo discrepaban en temas importantes, pero ambos sabían perfectamente que eso no podía alterar su mutuo reconocimiento como compañeros fuertemente unidos en lo esencial, es decir, finalmente, su mutuo, su recíproco, reconocimiento como “anarquistas orgullosos de serlo”.

Tomás Ibáñez

Publicado en Libre Pensamiento, nº 96 Otoño 2018

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