Es una opinión generalmente aceptada creer que el progreso constituye la base de la evolución humana, en el que se representa el pasado como una progresión inevitable hacia cada vez más libertad y más ilustración. Un progreso que comienza en la Prehistoria y continúa su imparable avance hasta nuestros días. Esta idea surgió durante la Ilustración francesa: la expresó primero Gibbon en Historia de la decadencia y caída del Imperio romano (1781) y más tarde Condorcert en su obra Bosquejo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano (1795). El filósofo Kant poco después afirmó que “El género humano siempre ha estado progresando hacia lo mejor y así seguirá en lo sucesivo”. Y desde entonces, la creencia en el progreso se convirtió en la visión dominante de la historia de la humanidad.
De la piedra tallada a la era de internet, el progreso tecnológico parece incuestionable, admirable y portentoso. No tanto así el progreso ético y moral, cuando continúa existiendo guerra, pobreza, opresión y esclavitud para millones de personas en todo el planeta; cuando las naciones más ricas, cultas e influyentes de la Tierra han desencadenado multitud de guerras –entre ellas, dos mundiales– con el único propósito de incrementar su riqueza –poseída por una minoría–, y consolidar su poder sobre otros pueblos más pobres e indefensos.
Somos muchos los que nos sentimos implicados en la lucha contra las opresiones y las injusticias, donde quiera que se den. El combate es siempre desigual, y hay que estar dispuesto a sufrir las consecuencias. Pero la fuerza de nuestras convicciones, la resistencia en nuestro compromiso hará que la humanidad avance hacia un mundo mejor.
Alvah Bessi
Esta explicación era cierta hasta cierto punto, pero no contaba toda la verdad. Para empezar, no decía que el progreso, entendido como el bienestar colectivo, fuera consecuencia de las luchas populares, de concesiones otorgadas por las clases dirigentes, a cambio de evitar una revolución que transformase por completo la sociedad entera. No explicaba que los derechos y libertades, además de inherentes a todo ser humano, tuvieron que ser duramente conquistados.
Y tampoco se ocupaba de analizar si este tipo de progreso suponía realmente una vida mejor para todos, o, por el contrario, condenaba al mundo a la miseria, la injusticia y la violencia. Un progreso que parece haber olvidado por completo cualquier consideración hacia los seres humanos y que no ve en la naturaleza de este planeta único más que una fuente de riqueza por explotar.
No obstante, resulta innegable que si examinamos la historia, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, por primera vez hubo una época en la que mejoró considerablemente la suerte de una parte considerable de la humanidad. Con el establecimiento del Estado del bienestar, en ciertas zonas del mundo –el conjunto de los países desarrollados– se produjo un indudable progreso material, seguido de importantes avances en cuestiones de educación, sanidad y trabajo. Gracias a los impuestos progresivos, a los servicios sociales y a las garantías contra la indigencia, las democracias modernas evitaban los extremos de riqueza y pobreza.
No sólo debes pensar en tu familia –aunque ganarse la vida es duro y criar una familia no es fácil–, pero tienes que recordar que está tu vecindario, y tu ciudad, y tu país, ¡que hay un mundo! Que nacimos internacionalistas y que ser consciente de lo que pase en el mundo y hacer algo para cambiarlo da un nuevo significado a tu vida. Y que aquellos que luchan por la justicia no ganan muchas batallas, pero la lucha misma vale la pena.
Moses “Moe” Fishman
En este periodo, los salarios subieron y con ellos creció la demanda de bienes de consumo por parte de los asalariados, lo que ocasionó un incremento de la producción. Era el acuerdo tácito por el que “los patronos pagaban a sus trabajadores lo suficiente para que éstos comprasen lo que sus patronos vendían”. En la “democracia capitalista” se garantizaba un mínimo reparto de la riqueza y existía un relativo grado de libertad personal, sin que por ello se vieran afectadas las estructuras sociales basadas en la clase y la riqueza. En definitiva, daban lo suficiente para mantener a la población tranquila y dócil, haciéndoles creer además que participaban en el juego democrático. No fue un gesto altruista de las clases dirigentes, por el contrario, el bienestar conseguido tuvo que ser duramente conquistado mediante numerosas protestas, huelgas y revueltas.
Las clases altas han vivido siempre con temor a un enemigo revolucionario. No en vano, fueron los movimientos revolucionarios de los siglos pasados los que les arrebataron muchos de sus privilegios a la par que impulsaron los avances sociales: primero la Revolución Francesa, seguida de las revoluciones liberales del siglo XIX, hasta llegar a las revoluciones anarquistas y comunistas del siglo XX. De hecho, el siglo XX estuvo marcado por el miedo al comunismo. Con el objeto de impedir que pudieran subvertir el orden social establecido, los gobiernos y empresarios accedieron a conceder mejoras a los trabajadores: desde el salario mínimo, la jornada de ocho horas, las pensiones o las mejoras en educación y sanidad, que beneficiaron además al resto de la sociedad, pero todas se debieron a la lucha sindical y popular.
Ni las libertades políticas ni las mejoras económicas se consiguieron por una concesión de los grupos dominantes, sino que se obtuvieron a costa de revueltas y revoluciones. Buena parte de las concesiones sociales se lograron por el miedo de los grupos dominantes a que un descontento popular masivo provocara una amenaza revolucionaria que derribase al sistema.
Joseph Fontana
Sin embargo, el miedo a la clase trabajadora comenzó a revertirse en los años setenta del siglo XX, tras el golpe de Estado militar en Chile y después de la crisis del petróleo, que dejó a millones de personas sin empleo, para quedar prácticamente liquidado con el fin de la Guerra Fría y la posterior caída del bloque comunista, al tiempo que se iniciaba una intensa campaña para incrementar y consolidar el poder del capitalismo en todo el mundo.
La ideología neoliberal del economista Milton Friedman ha ejercido una gran influencia en la política mundial, con efectos ruinosos para muchos países. La globalización en la que ha culminado el capitalismo neoliberal continúa siendo presentada como una revolución –económica, social y cultural– que dará un renovado impulso al progreso humano. Pero los resultados parecen contradecir los supuestos avances del proceso globalizador. En esta nueva fase ha vuelto a crecer la desigualdad social, pues, por más que insistan en las bondades de la libertad del mercado y las ventajas de la privatización, el capitalismo no persigue el bienestar general sino el beneficio privado.
Fue a partir de entonces cuando los empresarios decidieron que no necesitaban seguir haciendo concesiones. Es más, pasaron a intervenir en la política de forma determinante para conseguir una transformación permanente de la vida económica del país. Para conseguir sus objetivos, iniciaron una lucha para acabar con los sindicatos, comprándolos con ayudas si era preciso; acometieron el desmantelamiento progresivo del Estado del bienestar, al tiempo que expoliaban los bienes nacionales mediante provechosas privatizaciones; y, por último pero no menos importante, consiguieron la liberalización total de la actividad empresarial para poder actuar con total impunidad y sin restricciones legales de ningún tipo. De este modo, gracias a la connivencia política, los empresarios pudieron consolidar su poder.
Los acuerdos de libre comercio permitieron deslocalizar la producción a otros países, pobres y oprimidos, donde resultaba más fácil explotar a la gente, con lo que los empresarios obtuvieron mayores beneficios al disminuir sus costes de producción, a la vez que debilitaban la capacidad de los trabajadores de su país para luchar por sus condiciones laborales. Como consecuencia de todo ello, los salarios reales bajaron y ya no volvieron a subir. Así se inició el proceso por el cual se produjo un enriquecimiento de los más ricos y el empobrecimiento de todos los demás.
Ya sabemos que siempre han existido ricos y pobres. Pero ahora vivimos en un mundo todavía más desigual. La riqueza de unos cuantos es más evidente hoy que nunca. Sin embargo, la pobreza no solo no ha desaparecido en la actualidad, sino que se agrava y afecta cada vez a mayor número de personas. Se produce más que nunca, pero mucha gente en la Tierra carece de lo más básico para sobrevivir. Pese a la abundancia de comestibles, el mundo sigue hambriento. Cientos de miles de seres humanos, en especial niños, siguen muriendo de hambre cada año.
La desigualdad en los ingresos exacerba los problemas sociales y personales. Las posibilidades de tener una vida larga y saludable está estrechamente relacionada con los ingresos: los ricos pueden esperar vivir más y mejor. La desigualdad, entonces, merma la esperanza de vida. Los pobres son más propensos a caer en la delincuencia, las enfermedades físicas como mentales, el alcoholismo y la adicción a las drogas, el endeudamiento personal, etc.
Esta situación de desigualdad social no es algo natural como pretenden hacernos creer, sino una acción deliberada, cuyo origen es claramente político. Para encubrir la realidad y guardar las apariencias del sistema democrático se ha llevado a cabo una gran labor de propaganda, a la vez que se aumentó la participación empresarial en las campañas electorales. La cuestión era no solo influir sino dominar el poder político. Para ello, las grandes empresas se encargan de hacer grandes donaciones en metálico, además de ofrecer puestos directivos como forma de recompensar a los políticos los servicios prestados cuando dejan el cargo.
En 1971, Lewis F. Powell, miembro del Tribunal Supremo de Estados Unidos, advertía en un Memorando confidencial. Ataque al sistema americano de libre empresa, considerado el primer programa del nuevo sistema neoliberal: “No se debe menospreciar la acción política, mientras esperamos el cambio gradual de la opinión pública que ha de conseguirse a través de la educación y la información. El mundo de los negocios debe aprender la lección que hace tiempo aprendieron los sindicatos y otros grupos de intereses. La lección de que el poder político es necesario; que este poder debe cultivarse asiduamente y que, cuando convenga, hay que usarlo agresivamente y con determinación”.
Se trata de un texto fundamental para entender la política posterior en todo el mundo. Tras décadas de conquistas sociales y sindicales, señalaba la necesidad de organizar una potente contraofensiva económica, política y cultural que restableciera el dominio de clase e impusiera el capitalismo neoliberal como sistema hegemónico mundial. Para conseguirlo debían controlar la educación pública y los medios de comunicación, en especial la televisión como gran formadora del pensamiento de la gente. La campaña empresarial emprendida no pretendía solamente ventajas temporales, sino que aspiraba a obtener el control permanente del sistema político.
La influencia política de los empresarios explica los rescates millonarios a los bancos por parte del gobierno cuando se ha producido la crisis, cuando no ha hecho apenas nada para remediar la situación de los que pierden sus hogares al ser incapaces de pagar la hipoteca.
La desregulación de las leyes que controlan la actividad empresarial ha conducido directamente a la crisis de 2008. Sin freno alguno por parte del poder político, más bien contando con su decidido apoyo, las entidades financieras se dedicaron a estimular el consumismo y animar a la gente a comprar casas con créditos hipotecarios. Pero las hipotecas basura no causaron la crisis por sí solas. Las causas profundas fueron la desigualdad creciente provocada por una economía esencialmente financiera, dedicada a especular sin restricciones con productos de alto riesgo pero que arrojaban ganancias fabulosas. La crisis no fue un accidente, sino la consecuencia lógica de una política destinada a favorecer exclusivamente los intereses de los ricos.
Por otra parte, para justificar los sacrificios impuestos a la mayoría, se difundió la mentira de que la crisis económica se debía al excesivo coste de los gastos sociales del Estado, y que la solución era aplicar una brutal política de austeridad hasta acabar con el déficit del presupuesto. Pero lo cierto es que el endeudamiento público es consecuencia directa del pago de la deuda bancaria. Esta política de austeridad en realidad beneficia a los responsables mismos del desastre y favorece la continuidad de su enriquecimiento.
La crisis no ha sido igual para todos, sino que ha contribuido a aumentar las diferencias en la sociedad. Cuando unos pierden, otros ganan. Para los directivos de las grandes empresas todo ha ido a mejor, aumentando considerablemente su riqueza personal. Sin embargo, para la mayoría de la gente las cosas se han puesto mucho más difíciles. Las medidas de austeridad impuestas por la Unión Europa y el Fondo Monetario Internacional están teniendo durísimas consecuencias sociales: la pobreza, los suicidios y el crimen aumentan, los jóvenes no encuentran trabajo o tienen que emigrar, mientras que las personas de mediana edad han perdido el suyo, sin que se produzca una evidente mejora para la mayoría de la sociedad. Para muchos, se plantea una ausencia total de futuro.
La respuesta del gobierno español ha sido la esperada. Considera prioritario sanear los bancos y reducir el gasto público, antes que ocuparse de los hospitales o las escuelas. En esta nueva era de desigualdad, el poder económico se confabula con gobiernos encubridores para someter a la población.
Este es el mundo que ha creado el capitalismo. Ha conseguido dominar a la clase trabajadora hasta hacerla inofensiva. En España, como en muchos otros países, se ha perpetrado un verdadero asalto contra los derechos laborales. Los políticos han vendido a los trabajadores al capital, que no otra cosa han supuesto las sucesivas reformas en materia de empleo. Y apenas nadie ha murmurado una protesta. Ni los trabajadores que la sufren se han echado en masa a la calle.
Pero no está perdida toda la esperanza. Se están produciendo nuevas contestaciones que comparten su rechazo por el sistema establecido, movimientos que nacen de la resistencia popular. La población del mundo está agitándose políticamente en muchos lugares. Los indignados europeos en España y en Gran Bretaña, los estudiantes chilenos en defensa de la enseñanza pública, las revueltas de la Primavera Árabe, los movimientos insurreccionales en África. Todos ellos tienen algo en común: no se resignan al futuro de pobreza a que les condena el nuevo orden triunfante, y además expresan sus protestas al margen de los partidos, sindicatos e iglesias tradicionales, a los que consideran inútiles cuando no cómplices de la situación. Han entendido que las protestas deben dirigirse contra los dirigentes políticos, en primer lugar, como culpables junto con la elite empresarial en crear las condiciones de la tiranía económica mundial.
No se trata de una mera crisis económica más, como las que se suceden regularmente en el capitalismo. Lo que se está produciendo es una verdadera transformación social, de alcance incalculable. Y lo más probable es que de continuar por el camino capitalista, con su criminal y ciega codicia consumista, nos aboque a la ruina y a la catástrofe total antes que a un porvenir lleno de esperanza, libertad y justicia.
¿Qué podemos hacer, entonces? ¿Qué opciones nos quedan? El historiador Fontana ha escrito que “a nosotros nos corresponde decidir si luchamos por recuperar nuestros derechos o nos resignamos mansamente a seguir sufriendo bajo un capitalismo depredador y salvaje como el que se nos está imponiendo, renunciando a una gran parte de las conquistas que se consiguieron en dos siglos de luchas sociales”.
Hemos aprendido que las conquistas sociales no estaban seguras. También debemos saber que ningún avance se logra sin lucha. Pero más importante aún es tomar conciencia de que no es lícito resignarse a la injusticia, algo que depende en gran medida de la comprensión de la realidad en que vivimos, y que aquella no acabará mientras no hagamos nada para evitarlo. Estoy convencido de que un mundo mejor es posible, y eso es lo único que importa. Pero el futuro depende de nosotros: lo que tengamos será lo que habremos merecido.
J. Caro
Publicado en Tierra y libertad núm.358 (mayo de 2018)