DESOBEDIENCIA CIVIL CAPITALISMO

Desobediencia civil como poder constituyente/desinstituyente: una nueva práctica política anticapitalista

Mediante este trabajo1 pretendemos presentar una nueva lectura de la desobediencia civil, con el objetivo de revelar sus potencialidades de cara a la construcción de una democracia radical anticapitalista. Tras discutir las diferencias entre poder constituyente y poder desinstituyente, afirmando que la desobediencia civil se ejerce en una relación en la cual ambos están activados, el trabajo concluye con la indicación de las características y formas de acción de la desobediencia civil entendida como manifestación del poder constituyente/desinstituyente.

PODER CONSTITUYENTE/DESINSTITUYENTE

Se puede entender el poder desinstituyente como fuga o éxodo de las formas institucionales por las cuales se expresa el poder político-económico contemporáneo, traducido en instituciones como el Estado, los bancos y los mercados globales. Si bien todo acto constituyente implica necesariamente dinámicas desinstituyentes, la naturaleza radical de la crítica que pretendemos imprimir a la totalidad del sistema político-jurídico actual exige que la desinstitución sea pensada de manera independiente, teniendo en cuenta que no se trata de un simple momento lógico necesario para futuras constituciones.

El deseo de libertad se traduce, ya no en la dialéctica entre poder constituyente y poder constituido, sino en la relación horizontal entre poder desinstituyente y poder constituyente permanente. Si bien el proceso histórico de afirmación del derecho occidental se fundó en la violencia apropiadora y jerarquizante, algo que es incontestable, no existe motivo alguno para afirmar que siempre será así y que toda productividad lleva consigo el signo de ese arjé. Afirmar esta tesis, la de la indisolubilidad entre violencia, producción y constitución, significa confundir historia y ontología, bloqueando así las posibilidades concretas de transformación social. No todo lo que fue tiene que continuar siendo, ya que la historia es una obra humana y no una forma que se impone en su mismidad a lo largo del curso de los hombres y sus sociedades.

Toda acción política implica una apuesta que, sin embargo, no precisa ser ciega. La constitución de nuevas estructuras político-jurídicas por el poder constituyente popular, partiendo necesariamente de la desconstitución de las antiguas formas capitalistas, indica la asunción de una nueva visión de mundo por parte de los titulares reales del poder político. El gesto mismo de la negación de lo que está ahí –los dispositivos jerárquicos y apropiadores constituidos con base en el capital– equivale a una creación por la vía inversa, en el sentido de un futuro abierto en el que nada está garantizado, salvo la imposibilidad de continuar viviendo bajo un sistema político-jurídico-económico global que, ya habiéndose mostrado claramente insano, amenaza a la propia existencia física del planeta en el que se desarrolla. En otras palabras: no podemos saber qué surgirá a partir de la potencia constituyente, que es inmensurable y relativamente indeterminada, pero sí podemos afirmar, basándonos en el poder desinstituyente, que este nuevo mundo no será en nada parecido al actual sistema excepcional del capital.

A diferencia del poder constituyente, que bajo el paradigma moderno correspondía a la idea de soberanía, traduciéndose como potencia imprevisible capaz de crear nuevas formas que no pueden ser conocidas de antemano, el poder desinstituyente se presenta como contenido negativo, es decir, posibilidad que se actualiza en la medida que niega las estructuras determinadas y concretas que integran los dispositivos institucionales existentes de hecho. En efecto, aún no sabiendo cómo será un mundo post-capitalista, pensarlo exige necesariamente que abandonemos el proyecto histórico de tomar las estructuras del Estado, centrándonos más bien en un acto de deserción en relación a los poderes que nos pretenden hacer creer que vivimos en «democracias respetables» (Jappe, 2015:121).

Como señaló Furio Jesi acertadamente en su ya legendario estudio sobre la simbología y la mitificación de la revuelta, una de las más temibles conquistas del capitalismo fue el haber hecho de sus estructuras verdaderos patrones y símbolos de fuerza, de modo que todas las organizaciones que lo critican y lo intentan vencer, tales como los partidos y sindicatos de izquierda, se sienten inexorablemente impelidos a reproducir sus formas, como si estas estuvieran fuera de la historia y representasen símbolos no-contingentes de poder (Jesi, 2014:87-88). Sin embargo, como ocurre con toda mitificación no-genuina, aquella del poder capitalista es un mero accidente de época, no suponiendo ningún contenido de verdad extra-histórica. En ese contexto, el poder desinstituyente se muestra como una fuerza que, más que hacerle un hueco a lo nuevo, hace posible la historización del capitalismo y, consecuentemente, su crítica radical y derrocada. Para cumplir este papel el poder desinstituyente necesita ser pensado en su radicalidad ontológica propia y no como mero símil negativo del poder constituyente, en especial cuando este es entendido como afirmación soberana del pueblo o del Estado, tal como hacen los constitucionalistas en general. Se trata de crear un nuevo léxico político en el que el lugar de la palabra y de la experiencia soberanas –principalmente la del mitologema “pueblo soberano”– sea desactivado y hecho impropio, inauténtico, inútil para los fines ligados a alguna forma de dominación y fractura social que se combata bajo la bandera de un poder constituyente que nada tiene que ver con aquel calificado de ese modo por la tradición del constitucionalismo.

Este punto es importante y no debe subestimarse. En realidad nos parece peligroso concebir el poder constituyente de modo formal y vacío según el paradigma constitucionalista moderno de la soberanía, el cual tiene en Carl Schmitt a su último gran teórico. Al ser abierto e indeterminado, el poder constituyente podría originar cualquier tipo de sociedad. Esto demostraría que el poder constituyente no es el remedio para todos los males, dado que su acción incluso podría conducir a los hombres a organizarse bajo formas todavía más autoritarias que aquellas impuestas por el capital. Dicha consecuencia sería inevitable y constituiría propiamente el carácter político del poder constituyente. De hecho, lo político se identifica, no con la definición y la caracterización del enemigo, sino con la tentativa de ordenar la contingencia y la indeterminación propias de las estructuras sociales. De este modo, actuar políticamente significaría apostar. Ese sería el verdadero sentido trágico del poder constituyente.

Sin embargo, como se ha mencionado con anterioridad, no se trata de una apuesta ciega. Si el poder constituyente realmente funciona basado en la indeterminación y en la abertura que pueden dar origen a cualquier configuración social, algunas incluso peores que el capitalismo, es necesario garantizar un grado mínimo de seguridad. Nadie apuesta sin albergar una cierta confianza más o menos intensa res-pecto a la obtención de resultados positivos. De acuerdo con nuestra propuesta, el garante de dicha confiabilidad le viene dado al poder constituyente cuando este es pensado –y practicado– en relación con el poder desinstituyente. Este, a diferencia del poder constituyente, no está abierto ni indeterminado, aunque sí configurado por la realidad a la que niega. El poder desinstituyente se define por medio de las instituciones existentes, presentando siempre contenido negativo. Aquello que el poder desinstituyente desinstituye es el mínimo a partir del cual actuará el poder constituyente que, de hecho, puede constituirlo todo menos aquello que fue negado por el poder desinstituyente, en caso de estar en juego un proyecto político coherente. En una línea de pensamiento similar, Negri afirma que el poder constituyente no debe pensarse hoy como potencia vacía. Al no existir en la posmodernidad un “den-tro” y un “fuera”, toda fuerza política entra en estrecha relación con la historicidad presente, de manera que el poder constituyente siempre tendrá su sentido determinado por las resistencias y singularidades contra las cuales se choca (Negri, 2015:19).

Instituciones como el Estado, el banco, la bolsa de valores, la propiedad privada, la herencia y el contrato, en la medida en que hayan sido desinstituidas, no podrán ser reconfiguradas por el poder constituyente, que encontrará en la orden negada por el poder desinstituyente un límite a su maleabilidad infinita. De este modo se hace posible que se apueste, ya no sin riesgos –esto sería un contrasentido–, sino asumiendo seriamente la pretensión de construir sociedades más dignas, dife-rentes de aquellas que fueron desinstituidas. El poder desinstituyente funciona como una garantía de no retorno al capitalismo, abriendo un inmenso campo de experiencias en el que, a pesar de no haber nada seguro, se excluyen desde el principio algunas alternativas que ya se habían revelado a lo largo de la historia como inaceptables desde un punto de vista ético –de ningún modo puede justificarse la sumisión del 99% de la humanidad al 1% restante compuesto por los individuos y empresas que dominan el poder político-económico– e ineficientes desde un punto de vista productivo –el trabajo libre produce lo común más y mejor de lo que lo hace el capital, hoy en día limitado a una valorización desmesurada del valor, incluso bajo formas financieras, rentistas y virtuales–.

DESOBEDIENCIA CIVIL

José Antonio Estévez Araújo conceptualiza la desobediencia civil como una actuación ilegal, pública, no-violenta y efectuada con el objetivo de transformar una ley o política gubernamental (Estévez Araújo, 1994:22). Según esta definición, parece que la desobediencia civil solo puede ser practicada dentro de los marcos de un sistema jurídico dado, al cual, de manera general, se respeta. En este contexto, la desobediencia civil sería utilizada únicamente con el objetivo de modificar algunos de los aspectos específicos de dicho sistema. Esta es la comprensión respecto a la desobediencia civil que varios autores desarrollan al tratar este tema en el contexto del poder constituido.

No obstante, incluso algunos teóricos que conciben la desobediencia civil como expresión del poder constituido reconocen que esta puede, en situaciones extremas, llevar a cabo la crítica y la tentativa de substitución de la totalidad de un sistema político-jurídico, tal como se puso de manifiesto mediante las acciones de desobediencia capitaneadas por Gandhi, las cuales se iniciaron con la mirada puesta en algunas políticas discriminatorias del gobierno inglés y luego se transformaron en una campaña contra el sistema colonial al que la India estaba sujeta (Arendt, 1972:77 y Estévez Araújo, 1994:28-29).

Esta situación demuestra que la desobediencia civil, más que un mecanismo de autocorrección del derecho constituido, puede funcionar como expresión de un poder constituyente activado por un poder desinstituyente, como hemos visto anteriormente, excediendo así al derecho positivo dado y presentándose como fuente de juridicidad, y no en tanto su resultado o producto. Para que la desobediencia civil cumpla ese papel, es preciso que estén presentes circunstancias específicas y que puedan estar adecuadamente fundamentadas en cierta idea de derecho que, bajo el punto de vista asumido en este trabajo, presenta una naturaleza democrático-radical. La hipótesis se refiere a que hoy en día esas circunstancias existen plenamente bajo la forma de un estado de excepción económico permanente. Más que colonizar, la excepción económica transformó los Estados Democráticos de Derecho. Al parecer, hemos llegado al punto de no retorno, gracias al cual asistimos a la rápida desconstitución de los derechos y garantías liberales que, pese a no haber funcionado plenamente –tal como sucede con cualquier proyecto humano–, cumplieron un importante papel histórico al inserir parcialmente en el debate y en la vivencia política estratos y grupos sociales antes explotados y oprimidos.

Es importante hacer hincapié en que la desobediencia civil no es ni la única así como posiblemente tampoco la más importante estructura del poder constituyente. Existen diversas formas, tanto pasivas –la huelga general revolucionaria, por ejemplo– como activas –insurgencia, resistencia armada, revolución etc.– cuyo objetivo es la transformación total del cuadro político-jurídico-económico de la excepción. Muchas de estas modalidades de poder constituyente recurren a métodos violentos que, no por ello, son ilegítimos en sí mismos.

No podemos olvidar las lecciones de Schmitt y Benjamin sobre la conaturalidad entre derecho y violencia. De hecho, la normatividad que conocemos surgió de actos originarios de toma de tierra (Schmitt, 1974), los cuales pasaron a ser justificados míticamente a través de metáforas moralizantes, a la vez que el sistema jurídico monopolizó para sí el uso de la violencia, tenida como medio absoluto del derecho y que, por lo tanto, no puede compartirse con otras esferas sociales (Ben-jamin, 1999). No obstante, tampoco podemos olvidar el carácter histórico y no ontológico de las tesis de Schmitt y Benjamin, ya que se refieren a una experiencia concreta de derecho –la occidental, surgida en Grecia, y que hoy se presenta como derecho capitalista-apropiador– y no a toda experiencia jurídica posible.

Poder y normatividad –y no ya violencia y jerarquía– son los elementos de cualquier experiencia jurídica. Si hoy en día estas díadas se encuentran totalmente confundidas, es debido a la irreflexiva e inmediata identificación entre lo que es –el derecho capitalista– y lo que puede ser –otras formas de derecho–. Si tomamos en serio la invitación que hace Agamben a la “generación que viene” para pensar en un derecho en el que la violencia esté desactivada, cabe destacar, entre las diversas formas constituyentes de este nuevo derecho, la desobediencia civil, precisamente por su carácter no-violento que, con un lenguaje místico, no acumula karma o, para ser más claro, no mantiene activo el mecanismo del derecho capitalista que siempre exige más violencia para fundamentarse y llevarse a cabo. Desde esta perspectiva, la desobediencia civil puede pensarse como institución jurídica radicalmente argumentativa, aún más de lo que cualquier otra teoría de la argumentación ligada a los poderes constituidos –violentos por naturaleza– puede admitir.

Estévez Araújo sistematiza las concepciones tradicionales sobre la desobediencia civil afirmando que pueden ser entendidas como prueba de constitucionalidad, cuando mediante el acto de desobediencia se cuestiona directamente la validez constitucional de determinada ley, o como el ejercicio directo de un derecho ya reconocido en la Constitución, cuando, por ejemplo, la autoridad niega el derecho a manifestarse y los desobedientes hacen caso omiso a tal prohibición. En el primer caso, consiste en una postura más activa dirigida al Poder Legislativo, mientras que en la segunda hipótesis los desobedientes adoptan posturas de carácter más pasivo y luchan contra las medidas y las decisiones del Poder Judicial o Ejecutivo. Lo que importa, sin embargo, es que en los dos casos los desobedientes cuestionan actos de ponderación de valores y principios efectuados por el poder público –ya sea al crear o aplicar leyes–, tratando de demostrar que ciertas opiniones, circunstancias y puntos de vista no habían sido lo suficientemente bien considerados y sopesados (Estévez Araújo, 1994:144-145). Se nota que tales teorías de la desobediencia civil se encuentran vinculadas a la necesidad de conmover o activar la opinión pública, con el objetivo de modificar decisiones de las tres ramas clásicas del poder soberano. Sin embargo, la naturaleza profundamente antidemocrática de ese poder permanece incuestionable en su esencia.

En un marco en el cual cualquier transformación político-jurídica relevante pasa por la mediación necesaria de los dos poderes del mercado y del Estado-capital, la desinstitución patrocinada por la desobediencia civil resulta fundamental para la reafirmación constante de la perennidad del poder constituyente. La desinstitución aparece como una importante –pese a no ser la única, como ya señalamos con anterioridad– línea de lucha para la constitución de derechos-que-vienen verdaderamente democráticos y no fundados en el nómos propietario y violento que hoy en día marca –de manera explícita o implícita– las experiencias posmodernas de normatividad.

Resulta evidente la ineficacia de las concepciones que limitan la función de la desobediencia civil a escenarios institucionales de normalidad, cuando esta funciona como válvula de escape o, en el mejor de los casos, como mecanismo de autocorrección o incluso de auto-integración del derecho. En estos casos, la acción desobediente se ve forzada a asumir la validez de toda la estructura político-jurídica vigente, cuestionándole aspectos específicos sin, pese a ello, dirigirse a una desinstitución general del sistema.

Sin embargo, la situación en la que los Estados Democráticos de Derecho se encuentran inmersos hoy en día solo puede entenderse desde la perspectiva de la excepción económica permanente, cuando la unión entre Estado, finanzas y mercado se pone sobre la mesa y determina de facto la dirección antipopular de las políticas estatales, la ilimitación del poder privado capitalista y la pérdida de las conquistas históricas de los movimientos de lucha por derechos iniciados en el siglo XVIII y ra-dicalizados por grupos obreros, negros y feministas, entre otros tantos, durante los siglos XIX y XX.

En este contexto, entender la desobediencia civil como dispositivo de ajuste o corrección del poder constituido significa negarle toda potencia realmente transformadora y democrática, viéndola como uno más de los tantos mecanismos técnicos que, controlados y aprobados por el Estado-mercado, únicamente pueden representar un papel retórico, indicando y comprobando la supuesta normalidad de un sistema de derecho que, en realidad, hace mucho que ya está agotado. De hecho, este sistema ahora es inmune a cualquier reforma verdadera que ponga en juego los fundamentos privados, egoístas e individualistas en los que se apoya, tal como demuestra la crisis político-social que asola a Brasil actualmente, y esto solo por poner un ejemplo de situación que nos resulta cercana. Nos parece inadecuado y contradictorio derivar la fundamentación de la desobediencia civil a partir de los principios de un sistema nômico-propietario que a lo largo de su desarrollo histórico ha sido excluyente, jerárquico y violento, características que claramente se oponen a las de la desobediencia civil, la cual es pública, horizontal y pacífica. Hoy nos urge pensar una política contestataria y crítica que no aspire a ser simplemente una violencia diferente de aquella monopolizada por el nómos propietario. Este es el único modo de escapar al sometimiento total generado por el capitalismo tardío, cuando la subjetivación contempladora garantizada por la sociedad del espectáculo se justifica y se mantiene conjuntamente con la violencia legalizada e institucionalizada característica del estado de excepción. En el mundo imperial de la excepción económica permanente la producción y la acción han de ser totales, ininterrumpidas e irreflexivas. Es por eso que cada resistencia violenta impuesta al sistema lo fortalece, ya que lo lleva a activar nuevos mecanismos de control y subjetivación.

De hecho, en realidad el estado de excepción únicamente puede sobrevivir y prosperar si está justificado constantemente por la resistencia que lo cuestiona y, de ese modo, paradójicamente lo exige y lo mantiene. A diferencia de lo que pensaba Foucault, la resistencia no es la otra cara del poder, sino el poder mismo. Resistir al estado de excepción, incluso haciéndolo de modo justificado y con buenos argumentos, se convierte en una manera de activar a los arcanos del poder, que descansan en la acción productora y reproductora de un mundo social escindido. Desde esta perspectiva, “contra la excepción permanente no cabe rebelión, porque el no cesar de rebelarse constituye el primero de todos los mandatos que tal excepción impone” (Valdecantos, 2014:156). Eso resulta claramente perceptible en las luchas sociales sucedidas entre 2011 y 2013 en EUA, América Latina y Europa, cuando la explosión de indignación popular fue considerada en primer lugar como legítima para en seguida servir como justificación para una profundización sin precedentes –al menos en los Estados autodenominados “democráticos”– de la excepción, con la aprobación de varias leyes y medidas administrativas que penalizan la objeción pública del orden capitalista, llegándose incluso al absurdo al vulnerar los principios básicos de presunción de inocencia y del debido proceso legal, así como el derecho a la información, a la privacidad y a manifestarse, como ocurrió en España gracias a la tristemente célebre Ley Mordaza.

En Brasil el proceso se hizo particularmente evidente al haber irrumpido en junio de 2013 de manera sorprendente, cuando una serie de movimientos acéntricos, horizontales y espontáneos tomaron las calles de las principales ciudades brasileñas. Esto dificultó tanto el espectáculo de la Copa Confederaciones como el aumento de las tarifas del transporte público, y es que el poder excepcional puede presentar a dichos movimientos como símbolos de la barbarie y el desorden, construyendo así a posteriori una estructura de contención, intimidación y control raras veces experimentada en el país, asegurando que la Copa del Mundo pudiera transcurrir sin mayores incidentes. Simétricamente, la aparente victoria consistente en la retirada del Estado y de sus socios económicos en lo que se refiere al aumento de las tarifas del transporte público en 2013 se revirtió a toda prisa en 2015, y en esta ocasión ya sin que el espectáculo mediático se incomodase con la extrema violencia policial mediante la cual las protestas en São Paulo, Rio de Janeiro y Belo Horizonte fueron tratadas y, en pocos días, desacreditadas e integradas a la narrativa triunfal que el orden proclama sobre sí mismo. En la vida política como en la Física, toda acción genera reacción, aunque en el escenario de las luchas humanas la reacción no se produzca en la misma dirección y no tenga intensidad proporcional. De ahí la necesidad de valorar las potencialidades desinstituyentes y constituyentes de una inacción como aquella propuesta por la desobediencia civil.

En la interpretación asumida en el presente texto, en el cual el poder constituyente está estrechamente relacionado con el poder desinstituyente, la desobediencia civil, considerada más allá de la interpretación tradicional liberal y reformista, parece ser uno de los mecanismos más adecuados para pensar y actuar desinstitucionalmente, y esto con una ventaja estratégica imprescindible: al quedar desprovista de violencia, la desobediencia civil no está directamente vinculada a las formas de acción del Estado-capital, genéticamente marcadas por la necesidad de monopolización de la violencia.

La no-violencia es un requisito absolutamente central para alcanzar el éxito en las acciones desobedientes opuestas al poder constituido, dado que en muchas ocasiones las prácticas violentas de movimientos sociales movidos por causas justas se utilizan como motivos que justifican las respuestas más implacables del Estado. La estrategia de la no-violencia tiene por objetivo no solo despertar el sentido moral del adversario –como quería Gandhi–, sino también influir en la opinión pública para así redirigirla contra el Estado y a favor de los desobedientes que pretenden la institución de nuevas estructuras político-jurídicas (Estévez Araújo, 1994:26). A esta percepción estratégico-argumentativa viene a sumarse el aspecto institucional según el cual el uso de la violencia por parte de organizaciones de resistencia está terminantemente prohibido en las democracias constitucionales (Ebert, 1988:93). Con la estrategia de la no-violencia se facilita la legitimación de la idea de desobediencia civil en el contexto del poder constituido que esta pretende criticar y superar.

CONCLUSIÓN

Tal como expone Costas Douzinas, el acto de desobediencia hace posible desvincular las acciones, la conducta y el comportamiento de las personas de la matriz económica capitalista centrada en el consumo, en la deuda y en el juicio moral impuesto a las capas populares, llamadas a soportar indefinidamente los efectos nocivos de la crisis económica permanente en la que vivimos. Al cuestionar el supuesto continuum entre ley y justicia, la desobediencia deja de ser un acto individual de tipo moralizante y se presenta como práctica social de carácter colectivo y emancipador, pudiendo constituir nuevas subjetividades al retirar a los sujetos del circuito deseo-consumo-frustración (Douzinas, 2015:175-176).

La acción ontológica del desobediente no necesita estar organizada por ningún partido político, sindicato, ideología o cualquier otra estructura centralizadora; se trata más bien de un movimiento que, tomando como punto de partida la resistencia, lucha por el derecho a tener derechos, siendo así el grado cero de la política gracias al cual van siendo constituidas nuevas subjetividades (Douzinas, 2013). Lo que aquí importa es la creación de formas emancipadas de interpretar la realidad social y estar en el mundo, desconstituyendo las subjetividades propietarias y jerárquicas en la medida en que se desconstituyen las instituciones que las reproducen de modo cotidiano. Para llevar a cabo esta tarea, la desobediencia civil tiene un papel central. Esta necesita encarnarse ya no solo en las ideas abstractas discutidas aquí, sino en acciones concretas: abandono del trabajo, huelga general en los servicios públicos, impago de impuestos y tasas, ocupación permanente y pacífica de las sedes del poder constituido, abstención electoral masiva, fuga del sistema bancario, multiplicación del cooperativismo etc.

Contradiciendo su tesis final, Hannah Arendt indica que la desobediencia civil, como fenómeno extralegal, puede realmente mostrarse como potencia revolucionaria. Tras señalar que todas las sociedades humanas cambian, están en cambio constante y que, no obstante, por eso mismo precisan de alguna estabilidad, Arendt afirma que el derecho puede estabilizar y regular los cambios después de que estos ocurran, pero los cambios mismos resultan siempre de la acción de potencias extralegales (Arendt, 1972:80), es decir, de algo que excede al derecho, tal como sucede con el poder constituyente. He ahí el porqué la autora llega –según parece, de mala gana– a una conclusión muy similar a la que desarrollamos en este trabajo, según la cual la desobediencia civil es una de las respuestas posibles a la crisis de las instituciones político-jurídicas. Hoy en día el estado de excepción económico se ha hecho la regla y la emergencia cotidiana instaurada por el capitalismo del desastre únicamente puede superarse, más que por un nuevo nómos de la tierra (tal como preveía Schmitt), por la desactivación que solo el rechazo radical del desobediente puede constituir.

Andityas Soares de Moura Costa Matos2
Joyce Karine de Sá Souza3
Traducción de Francis García Collado.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Arendt, H. (1972). “On civil disobedience”, Crises of the republic. New York: Harcourt
Brace, pp. 49-102.

Benjamin, W. (1999) “Zur Kritik der Gewalt”, Gesammelte Schriften. Band II.1.
Herausgegeben von R. Tiedemann e H. Schweppenhäuser. Suhrkamp: Frankfurt-am-Main, pp. 179-204 (primera ed. 1921).

Douzinas, C. (2013). Philosophy and resistance in the crisis. London: Polity.
― (2015). “Crisis, resistencia e insurrección: el despertar de la izquierda radical en Grecia”, Posdemocracia, guerra monetaria y resistencia social en la Europa de hoy. Madrid: Errata Naturae, pp. 163- 185.

Ebert, T. (1988). “Die Auswirkungen von Aktionen zivilen Ungehorsams in parlamentarischen Demokratien: eine vergleichende Betrachtung”, Widerstand im Rechtsstaat: 10. Kolloquium der Schweizerischen Akademieder Geisteswis-senschaften. Freiburg: Universitätsverlag, pp. 73-116.

Estévez Araújo, J. (1994). La constitución como proceso y la desobediencia civil. Madrid:
Trotta.

Jappe, A. (2015). “¿Todos contra la banca?”, Posdemocracia, guerra monetaria y resistencia
social en la Europa de ho
y. Madrid: Errata Naturae, pp. 115-126.

Jesi, F. (2014). Spartakus: simbología de la revuelta. Trad. María Teresa D’Meza. Ed.
Andrea Cavalletti. Buenos Aires: Adriana Hidalgo.

Negri, A. (2015). “Prefacio a la nueva edición en español”, El poder constituyente: ensayo sobre las alternativas de la modernidad. Trad. Simona Frabotta y Raúl Sánchez Cedillo. Ed. Montserrat Galcerán Huguet y Carlos Prieto del Cam-po. Madrid: Traficantes de Sueños/Secretaría de Educación Superior, Cien-cia, Tecnología e Innovación, pp. 11-21.

Schmitt, C. (1974 ). Der Nomos der Erde im Völkerrecht des Jus Publicum Europæum.
Berlin: Duncker & Humblot, (primeira edição de 1950).

Valdencantos, A. (2014). La excepción permanente: o la construcción totalitaria del tempo. Madrid: Díaz & Ponz.

Notas sobre los autores y el artículo

  1. Este artículo fue desarrollado en el contexto del Proyecto de Investigación “Desobediencia civil y democracia: la participación ciudadana no violenta como estrategia de lucha por derechos en contextos de excepción económica permanente”, financiado por la FAPEMIG (Minas Gerais. Brasil) y el Proyecto de Investigación “Desobediencia civil como práctica constituyente e interpretación popular de la Constitución: fundamentación jurídico-filosófica para estrategias no violentas de lucha por derechos en contextos de estado de excepción económica”, desarrollado en el Programa de Profesores Residentes del Instituto de Estudios Avanzados Transdisciplinares de la UFMG (IEAT/UFMG ↩︎
  2. Graduado en Derecho, Máster en Filosofía del Derecho y Doctor en Derecho y Justicia por la Facultad de Derecho y Ciencias del Estado de la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG). Doctorando en Filosofía por la Universidad de Coimbra (Portugal). Profesor Adjunto de Filosofía del Derecho y disciplinas afines en la Facultad de Derecho y Ciencias del Estado de la UFMG. Miembro del Cuerpo Permanente del Programa de Posgraduación en Derecho de la Facultad de Derecho y Ciencias del Estado de la UFMG. Investigador colaborador en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Campinas (UNICAMP – 2014/2015). Profesor Visitante en la Facultad de Derecho de la Universitat de Barcelona (Catalunya) entre 2015 y 2016. Profesor Residente en el Instituto de Estudios Avanzados Transdisciplinares – IEAT de la UFMG. Autor de ensayos iusfilosóficos tales como Filosofia do Direito e Justiça na Obra de Hans Kelsen (Belo Horizonte, Del Rey, 2006), O Estoicismo Imperial como Momento da Ideia de Justiça: Universalismo, Liberdade e Igualdade no Discurso da Stoá em Roma (Rio de Janeiro, Lumen Juris, 2009), Kelsen Contra o Estado (In: Contra o Absoluto: Perspectivas Críticas, Políticas e Filosóficas da Obra de Hans Kelsen, Curitiba, Juruá, 2012), Contra Naturam: Hans Kelsen e a Tradição Crítica do Positivismo Jurídico (Curitiba, Juruá, 2013), Power, Law and Violence: Critical Essays on Hans Kelsen and Carl Schmitt (Lambert, Saarbrücken [Alemania], 2013), O Grande Sistema do Mundo: do Pensamento Grego Originário à Mecânica Quântica (Belo Horizonte, Fino Traço, 2014) e Filosofia Radical e Utopias da Inapropriabilidade: Uma Aposta An-árquica na Multidão (Belo Horizonte, Fino Traço, 2015). E-mails: vergiliopublius@hotmail.com e andityas@ufmg.br ↩︎
  3. Máster en Derecho y Justicia (2014) y doctoranda en Derecho por la Universidad Federal de Minas Gerais (Belo Horizonte). Profesora en el curso de Derecho de la Nova Faculdade (Contagem). Su investigación esta orientada a temas como estado de excepción, contrapoderes y resistencias, producción biopolítica de la multitud en la contemporaneidad, democracia y sociedad del espectáculo. E-mail: joykssouza@gmail.com ↩︎

Un comentario sobre “Desobediencia civil como poder constituyente/desinstituyente: una nueva práctica política anticapitalista”

  1. Clandestinidad: sinónimo de no existir.

    Desde luego los sindicatos no son todos del mismo palo y la gente que vale es la gente que se gana su esfuerzo con su sudor.

    ¿Cuentos…? Por ejemplo cuando los pañuelos palestinos se pusieron de moda.

    Nada más.

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