Revolución rusa Comunismo

El mito moderno de la Revolución

“Hay que ir de la vida a la idea”
Bakunin

Hace ahora cuarenta años la revista Historia Libertaria (HL) publicaba un artículo del mismo título que nuestra cabecera. Cuatro décadas por medio durante la que ha sido la última apuesta revolucionaria, la más invocada por proyectarse desde el ideal socialista, consumió su periplo por inanición. La caída del Muro de Berlín en 1989 y el colapso de la URSS en 1991 han confirmado lo que en el plano de la teoría se exponía en ese intempestivo y amateur trabajo. Que el pathos del estallido revolucionario, por totalitario y despótico, entraña una concepción místico-teológica de la política transformadora sin referente en la vida real de las personas.

Proudhon pretendía que la revelación precede a la revolución, pero lo cierto es que revolución y revelación representan formas alternativas y asimétricas del pensamiento mágico. El golpe de gracia de una vanguardia que cambia la base de la sociedad y posibilita el advenimiento del reino de la libertad, la justicia y la fraternidad, así en la tierra como en el cielo. Porque al “acontecimiento” revolución sigue de manera inapelable una estructura jerárquica, vertical y burocrática. Quizás por eso Max Stirner veía más entidad emancipadora en la rebelión que en la revolución. La revolución, dice en El único y su propiedad, lleva a otro Estado, mientras que la rebelión lleva a «instituirnos a nosotros mismos y no poner en las instituciones grandes esperanzas». Menos tomar Bastillas y más cambiar la vida, como deseaba el poeta maldito Arthur Rimbaud.

El impulso revolucionario, en su gen totalitario, establece una dialéctica irreconciliable amigo-enemigo como activo político, según tesis sugerida por el ideólogo del nacionalsocialismo Carl Schmitt, que exige el exterminio del contrario-adversario para la propia afirmación. Como han demostrado las desastrosas experiencias históricas del nazismo, el estalinismo y el maoísmo durante el siglo XX, estas dos últimas como formas pervertidas y criminales de la lucha de clases. Y eso, a su vez, implica la destrucción de cualquier hálito democrático por leve que sea.

A continuación se transcribe “El mito moderno de la revolución” firmado por quien suscribe esta breve introducción.

«No soy revolucionario porque soy agnóstico. La Revolución es la religión del hombre moderno.
Como adiós, a la revolución al otorgamos atributos excelsos e inefables vedados al ser humano: bondad absoluta, infalibilidad, y ser principio y fin de todas las cosas.
Como la Religión, la revolución también tiene su Anunciación, su Profeta, su Dogma, sus Misterios, su Liturgia, su Iglesias, sus Concilios, su Vaticano, su Mística, sus Órdenes, sus Herejes, sus Fieles, sus Creyentes y hasta su Guerra Santa, donde todo está permitido por el bien de la causa.

La Revolución es, pues, la salvación y la vida, y como en la Teología tradicional esta escatología crea a su vez un principado antípoda absolutamente indispensable para afirmar su santidad urbi et orbe: el genio del bien (Dios)=revolución propiamente dicha (en realidad la llamada revolución de izquierdas) y el señor de la tinieblas (Lucifer)=contrarrevolución (en realidad revolución de derechas). Asimismo, cada una de estas dos realidades extremas en el camino de la verdadera liberación, habitan en dominios que elocuentemente les ejemplariza y sirve igualmente de fértil promesa: el reino del Todo (Paraíso) y el de la Nada (Infierno), homologables en el espacio político al Capitalismo y al Comunismo. No obstante, entre ambas opciones existen otras alternativas temporales: tránsitos (Purgatorio=Socialismo) y etapa de inocencia (Limbo=Prehistoria según la teoría marxista), en la que los hombres, sin haber alcanzado la gracia, tienen futuro ante sí porque aún no han tomado conciencia de su alienación; la sombra del pecado no ha mancillado a las criaturas. También se dan periodos en que reina el mal, en una permuta de escarmiento para los hombres, y un hedor de opresión y de muerte asola la tierra. Pero estos momentos solo son signos, por exclusión, de lo que ha de venir. Tras las etapas de expiación, se vuelve con redoblado convencimiento al recto camino.

Pero para que la religión impere soberanamente tiene que ponerse en el centro mismo de la existencia, impregnándola, en una palabra, ser la medida oficial de todas las cosas habidas y por haber. Es lo innombrable, el paso a lo sobrenatural, a la fe: de un costillar se aventa un ideal, y no solamente se le instituye como par de todas las cosas —existentes— sino también de las que pudieran venir —posibles—, con lo que queda admitida la imposibilidad del más allá hasta entonces pregonado por la escolástica al uso. Quiere esto decir que por más recalcitrante Teología de la Liberación que aparezca en los epígonos, con acendrado altruismo animando el presupuesto religioso, nunca se entregará hasta el límite de desmentirse ante los propios hechos contantes y sonantes, solo los explicará acomodándose a ellos, deviniendo en última instancia en Totalitarismo, sin ética ni conciencia.

Este iluminismo del movimiento reflejo universal que le acredita —serla medida de todas las cosas— produce inevitablemente el aniquilamiento, la manumisión, de sus contrincantes. No son por sí mismos, sino contra él. Y no tiene más identidad ni personalidad que la que por reacción les devuelve el Ente Soberano. Así se instala un mundo dual: derecha e izquierda; blanco y negro; religión y hastío; revolución y reacción, en donde solo una de las dos mitades tiene vida propia, sentido, fines y medios. Afuera, enfrente, nada. La contra es, cuanto más, zurda.

Vemos, por tanto, que la función crea necesariamente el órgano y lo deseado se toma por realidad. La quimera se ha instalado no ya en el pensamiento de los hombres sino en su voluntad ensoberbecida, y un término —Dios=Revolución— nos da la satisfacción suficiente para seguir viviendo y no tener que ser diariamente y para siempre verdaderamente dioses y revolucionarios, o lo que estas expresiones deberían significar en el quehacer humano.

Hoy la revolución es el opio de los pueblos».

Texto aparecido en Historia Libertaria, número 5, correspondiente a Mayo-Junio de 1979. Actualmente ni siquiera el limbo existe para los últimos creyentes. Como la teodicea de la Revolución de las autodenominadas “democracias populares” (vulgo socialismo científico), se ha convertido en una hipótesis sacramental que no necesita demostración. Porque infieles y herejes solo pueden redimirse mediante la práctica de una “confesión” (Arthur London) que se presenta como autocrítica. El advenimiento, pues, del comunismo después de muerto, en la órbita de lo profetizado por algunos catecúmenos recalcitrantes como Alain Badiou o Slavoj Zizek.

Rafael Cid

Publicado originalmente en el periódico Rojo y Negro # 337, Madrid, septiembre 2019. Númerocompleto accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20337%20septiembre.pdf

Un pensamiento sobre “El mito moderno de la Revolución”

  1. Es verdad que el fracaso de este iluminismo revolucionario ha instalado, en el pensamiento y en la voluntad ensoberbecida de los hombres, la quimera y el hastío, como decía y sigue diciendo Rafa; pero si entonces era aún el término, Dios=Revolución, el que les daba «la satisfacción suficiente para seguir viviendo y no tener que ser diariamente y para siempre verdaderamente dioses y revolucionarios, o lo que estas expresiones deberían significar en el quehacer humano», hoy no es ese término el que les da la satisfacción suficiente para seguir viviendo sino el haberse (habernos) convertido todos en simples consumidores.

    Hoy el consumismo es el opio del pueblo y la revolución vuelve a ser la necesidad de poner fin al sistema que engendra la pasión consumista (el Capitalismo) y a la institución (el Estado) que salvaguarda este sistema.

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