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¿Es actual el anarquismo?

¿Es actual el anarquismo? La pregunta es directa y parece bien sencilla. Es sin duda la respuesta la que debería llevar toda la carga de una eventual complejidad. Pero no hay que fiarse de las apariencias: las preguntas casi nunca son simples, y la complejidad de la respuesta es tan sólo un efecto de la complejidad que ya está encerrada en la pregunta. Esta pregunta, desde luego, está muy lejos de ser sencilla, y la única respuesta que se me ocurre es: «depende». Depende de lo que se entienda por «actual» y depende de lo que se pretenda significar por «anarquismo». Dependiendo de lo que se entienda por «actual», se puede decir, por ejemplo, que el anarquismo no sólo no es actual, sino que nunca, en ningún momento, consiguió ser actual. Dependiendo de lo que se entienda por «anarquismo», se puede decir, con toda la razón, que se trata de una antigualla, totalmente pretérita y desfasada, o, por el contrario, se puede afirmar, con el mismo fundamento, que el anarquismo nunca fue tan rabiosamente actual como lo es en los tiempos presentes.

Pero antes de lidiar con la engañosa simplicidad de la pregunta, me gustaría hacer un pequeño preámbulo. Todos sabemos que el anarquismo nunca ha gozado de buena reputación en las esferas intelectuales. A lo largo del último siglo, muchos compañeros de lucha -que, por cierto, también fueron por momentos temibles adversarios en una lucha que era, supuestamente, común- consideraban a los anarquistas como poco menos que descerebrados teóricos. Difícilmente se podía ser marxista -cuidado, no estoy diciendo «comunista»- si no se había leído y asimilado por lo menos una parte de los escritos de Marx. Sin embargo, un iletrado podía proclamarse anarquista y ser reconocido y aceptado como tal por sus correligionarios. Se decía que, magníficos rebeldes pero ingenuos revolucionarios, los anarquistas hablaban más desde sus tripas y desde sus intuiciones que desde la preciada racionalidad neocortical. Parentela no científica dentro de la gran familia socialista, se reprochaba a los anarquistas el que se refugiaran en unos cuantos eslóganes: «Ni Dios ni amo», «Viva la Anarquía», «Muerte al Estado»… para suplir la falta de armazón teórico, y que recurrieran a la razón práctica y al sentido común como único método de análisis. Los propios anarquistas insistían en que el anarquismo era más una forma de ser que un discurso teórico, que consistía en unas vivencias y en un compromiso existencial y ético más que en una doctrina sabiamente construida.

Hasta aquí el estereotipo y la caricatura. Pero se trata de una caricatura que, como todas las buenas caricaturas, capta y acentúa hasta deformarlos algunos rasgos indudablemente presentes en aquello que se caricaturiza. En mi intervención de hoy voy a rendir cierta pleitesía a esa caricatura. Soy anarquista, anarquista crítico y heterodoxo, ciertamente, pero anarquista al fin y al cabo, desde que siendo apenas adolescente -lo cual representa ya varias décadas- me adentré en el activismo político. He militado, sigo militando, en el ámbito anarquista, he participado con mis escritos en bastantes publicaciones anarquistas, y sin embargo, nunca he leído con detenimiento, es decir, seriamente, a los principales autores anarquistas, ni tampoco alcanzo un buen conocimiento de la historiografía del movimiento libertario. Así que no esperéis de mí, ni erudición libertaria, ni envergadura teórica, ni rigurosos análisis conceptuales. En cierto sentido, al igual que los anarquistas de la caricatura, yo también voy a hablar aquí desde mis tripas y desde mis intuiciones.

Este pequeño preámbulo puede parecer gratuito y constituir un mero artificio retórico, pero, de nuevo, no conviene fiarse de las apariencias. En realidad, nos introduce directamente en materia y comienza a esbozar una respuesta acerca de la eventual actualidad del anarquismo, porque, como intentaré argumentarlo, lo que aún sigue vivo y actual del anarquismo forma parte de lo menos doctrinario, de lo menos formalizado, de lo menos sistematizado, de lo más difuso y de lo más borroso e intuitivo del pensamiento anarquista, de lo más próximo a la caricatura, si se quiere; mientras que lo que está irremediablemente anticuado y muerto forma parte del polo opuesto, es decir, de los esfuerzos que se desplegaron para teorizar el anarquismo y para asentarlo como un corpus doctrinal con rasgos sistémicos.

 

La eventual actualidad del anarquismo

Pero empecemos con la cuestión de la «actualidad». ¿Actual? ¿Desde qué punto de vista? ¿Actual en relación con qué, y en qué sentido? ¿Actual porque nos permite comprender y explicar el momento presente de nuestras formaciones sociales? ¿Actual porque engarza con las luchas sociales de nuestros tiempos? O bien, ¿actual porque entronca con unos problemas sociales cuya vigencia se mide en términos de «larga duración»? Voy a intentar hablar sobre la eventual actualidad del anarquismo desde estos tres posibles sentidos.

Para empezar, en tanto que dispositivo teórico que nos permita analizar y entender el momento presente del mundo y la textura de nuestras sociedades, es obvio que el anarquismo no sólo no es actual, sino que me atrevería a decir que nunca ha sido actual. Nunca ha proporcionado unos principios teóricos suficientemente finos, ni unas herramientas metodológicas suficientemente sensibles para inspirar una sociología que fuese esclarecedora, ni para alentar, pese a los esfuerzos de Proudhon, una teoría económica adecuada. En este sentido, el anarquismo no es actual, en absoluto; pero, insisto, nunca fue actual.

¿Es actual el anarquismo, en el sentido de que sus principales elementos constitutivos son segregados, son producidos desde dentro de los vigentes conflictos sociales? Es decir, ¿es actual porque brota, porque nace, constantemente del tejido social que configura nuestra época en el momento presente? En este sentido la respuesta es que sí, que el anarquismo es plenamente actual, y la respuesta es también que no, que el anarquismo ha dejado ya de ser actual.

Todo depende de cómo se conceptualice el propio anarquismo. Y me voy a permitir trazar una división radical entre dos maneras de hacerlo. Está, por un lado, lo que podríamos llamar la concepción cuasi religiosa del anarquismo, centrada en la vertiente «instituida» del anarquismo; y está, por otro lado, la concepción pragmática del anarquismo, centrada en la dimensión «instituyente» del pensamiento y de las prácticas anarquistas. Esto configura dos anarquismos nítidamente diferenciados. Uno de ellos se autoproclama fervorosamente como tal, haciendo ondear banderas, agitando siglas, remitiendo a los autores consagrados y recordando los hitos históricos de la epopeya anarquista, mientras que el otro se limita simplemente a manifestarse como tal en el seno de los actuales antagonismos sociales.

Desde el primero de estos dos anarquismos se suele pensar que el anarquismo está llamado a ser eternamente actual y a franquear los siglos con la misma alegría con la que las religiones franquean los milenios. Lo que está aconteciendo en la actualidad, y lo que pueda acontecer en el futuro, ya sea en términos de avances del pensamiento, ya sea en términos de nuevas experiencias de lucha, enriquecerá sin duda el anarquismo, le añadirá matices, y le dotará de expresiones distintas, pero a modo de simples añadiduras a un fondo tan inmutable como el que constituye a las religiones. En tanto que corpus históricamente instituido, el anarquismo puede considerarse, por una parte, como una «ideología», en el sentido de un «sistema de ideas y de valores», y por otra parte, como un conjunto de prácticas y como un movimiento socio-político.

Considerado como «ideología», el anarquismo se fragua básicamente en el siglo XIX, al calor de la Revolución Industrial y del asentamiento del capitalismo. Sus textos referenciales, aquellos que definen su cosmogonía, su visión del mundo, sus principios axiomáticos, sus valores y los filamentos de su imaginario, pertenecen plenamente al siglo XIX, sin que se les haya añadido nada realmente sustancial, por muy larga que sea la lista de los pensadores libertarios que vienen después de Goodwin, Proudhon, Bakunin, Kropotkin y, eventualmente, Stirner. Considerado, por otra parte, en tanto que conjunto de prácticas y en tanto que movimiento socio-político, el anarquismo encuentra sus señas de identidad en una serie de experiencias y acontecimientos históricos que se desgranan a finales del siglo XIX y a lo largo del siglo XX, básicamente en la primera mitad del siglo XX. Ese anarquismo tiene banderas, siglas, canciones, prohombres y promujeres, estructuras organizativas, registros de experiencias, memoria colectiva, etc.

Todo eso forma un «bloque». Un bloque multifacético, ciertamente, pero al fin y al cabo un bloque bastante compacto, histórica y sociológicamente instituido e identificable. No cabe ninguna duda de que ese bloque sigue haciendo ondear banderas y es capaz de suscitar algunas adhesiones, pero no tiene ningún futuro en el siglo XXI, y a duras penas presenta aún actualidad alguna. Ya está petrificado, ya está muerto, ya forma parte de los monumentos históricos, por muy entrañables y por muy venerables que éstos puedan ser.

Lo que no alcanzan a ver los anarquistas que se incardinan en la concepción religiosa del anarquismo es que las doctrinas religiosas pueden pervivir durante milenios ignorando olímpicamente los cambios de la sociedad, porque los principios, las creencias y los valores que las constituyen no se han fraguado en el seno del conflicto social, no emergen como respuesta a la violencia ejercida por el orden social, y no están tensados por un anhelo de transformación social. Pero no ocurre lo mismo con ciertas doctrinas como el marxismo o como el anarquismo. No ocurre lo mismo, porque sus principios, sus creencias y sus valores se constituyen directamente como respuesta antagónica frente a determinadas condiciones sociales de existencia, y son inseparables de esas condiciones.

Desde la concepción pragmática del anarquismo, éste se concibe como una determinada expresión del disenso socio-político, como un producto histórica y socialmente situado. El anarquismo se inventó, literalmente, como respuesta frente a un determinado orden social, y se construyó desde dentro de las luchas que pugnaban por subvertirlo. No fue un sistema doctrinal que se proyectase desde fuera, desde el etéreo mundo de las ideas, sobre las luchas, sino que resultó de esas luchas y se conformó directamente en su seno. Su vigencia es, por lo tanto, la misma que la de aquello a lo que se oponía, y se agota cuando se agota la matriz que lo ha conformado.

 

La renovada actualidad del anarquismo

El anarquismo no es una simple estructura formal, no es un formalismo que se pueda trasladar a través de las diversas situaciones socio-históricas; está lleno de contenidos, situados y concretos, que le dan su forma, y por eso el anarquismo ha sido rabiosamente actual durante tantas décadas. Pero son, precisamente, esos mismos contenidos, anclados profundamente en la Historia, los que obstaculizan ahora su encaje en las nuevas realidades socio-históricas. En la medida en que la sociedad del siglo XXI ya no es la sociedad de finales del siglo XIX o de principios del siglo XX, resulta que aquello mismo que hizo la actualidad del anarquismo, es decir, su radical anclaje en la textura de aquella sociedad, hace hoy su debilidad y lo condena a la inoperancia y a la obsolescencia.

La respuesta, por lo menos mi respuesta, en cuanto a la actualidad o no del anarquismo es rotunda y no admite rodeos. Si consideramos la vertiente instituida del anarquismo, debemos concluir que éste dejó de ser actual hace ya bastante tiempo, y que los esfuerzos de algunos por mantenerlo o por resucitarlo son del todo vanos. No ocurre, sin embargo, lo mismo si consideramos ahora el anarquismo desde su otra vertiente y si lo definimos en términos de la efervescencia instituyente que le anima, y del fondo de intuiciones que lo propiciaron. La respuesta tampoco ofrece aquí lugar a duda, pero apunta esta vez hacia la plena actualidad del anarquismo. Desde esta perspectiva, se puede afirmar incluso que el anarquismo es hoy mucho más actual de lo que nunca lo fue.

Esa renovada actualidad del anarquismo no se debe a que los anarquistas hayan desarrollado una actividad propagandística, o pedagógica, que haya conseguido convencer a las gentes. Tampoco se debe a que la presencia de los anarquistas en las luchas haya sido lo suficientemente intensa y acertada como para atraer hacia ellos sectores importantes de la población. Nada de todo esto. Sea cual sea el ámbito que se quiera considerar, la actividad de los anarquistas no traspasa desde hace tiempo la esfera de lo testimonial.

La renovada actualidad del anarquismo no tiene nada que ver con el activismo político de los anarquistas; se debe más bien a la conjunción de una serie de factores que dibujan un nuevo escenario donde algunas de las intuiciones más básicas del anarquismo encajan a la perfección y encuentran nuevas posibilidades de expresión. Estos factores tienen que ver con la propia evolución de nuestras sociedades, y en particular con la nueva economía del poder que las conforma, así como con los desarrollos tecnológicos que se están produciendo en las últimas décadas. Estos factores también tienen que ver con las grandes experiencias históricas que nos ha deparado el siglo XX, y con algunas de las aportaciones más relevantes del pensamiento contemporáneo.

 

Las intuiciones básicas del anarquismo

Intentaré poner en paralelo algunos de los factores que acabo de mencionar y algunas de las intuiciones básicas que caracterizan al anarquismo, y que siempre giran, de una forma o de otra, en torno a la especial importancia que otorga el pensamiento anarquista a la problemática del poder.

El desglose pormenorizado de la nueva economía del poder que se instala en nuestras sociedades requeriría tomos y tomos de laboriosos análisis. Tan sólo aludiré aquí a la sutil combinación y a la fina sinergia entre los ejercicios de poder basados en el control de las poblaciones, y los ejercicios de poder centrados en el control individualizado, así como a la constante extensión de las facetas de la existencia que pasan a constituirse como blanco de las intervenciones del poder. Todo esto, posibilitado en buena medida por el desarrollo de las nuevas tecnologías de la información y también de la comunicación, aproxima de tal forma el ejercicio del poder al día a día de nuestra existencia, que difícilmente se puede evitar en la actualidad acallar el sentimiento de que el ejercicio del poder constituye un fenómeno omnipresente y del cual conviene preocuparse en primerísima instancia, tal y como lo apuntaban las intuiciones anarquistas. Esas intuiciones recelaban también de cualquier planteamiento expresado en términos de centralismo, sea éste democrático o no. Y resulta que las nuevas tecnologías posibilitan hoy el desarrollo de relaciones horizontales muy alejadas de los modelos verticales que se perfilaban hasta hace poco como los únicos susceptibles de proporcionar cierta eficacia organizativa.

Pero, más profundamente, la intuición anarquista según la cual las relaciones de dominación desbordan con mucho las relaciones y los modos de producción, aunque siempre se puede encontrar algún tipo de engarce con estos últimos, ha recibido y está recibiendo amplia confirmación social mediante la emergencia y el auge de nuevos movimientos sociales centrados en unos procesos de exclusión y de discriminación que son transversales respecto de las relaciones de dominación económicas.

Por otra parte, las grandes experiencias históricas que nos ha deparado el siglo XX, especialmente las que afectaron a los llamados «socialismos reales» también han contribuido a situar dramáticamente en un primer plano la importancia, nada superestructural ni secundaria, que reviste el fenómeno del poder. La intuición anarquista de que lo instituido siempre acaba traicionando los anhelos que animan los procesos instituyentes, tanto si nos referimos a la consolidación de las agendas teóricas como a la consolidación de las organizaciones que las implementan, o a la consolidación de las situaciones políticas alumbradas por los procesos revolucionarios, ha quedado visibilizada de forma perentoria.

En el campo del pensamiento contemporáneo son varias las aportaciones que han contribuido a redescubrir y a situar en primer plano la importancia de las relaciones de poder. Michel Foucault y Hanna Arendt, por ejemplo, son buena muestra de ello. Pero más allá de estas aportaciones, me gustaría destacar otro factor que da cuenta, quizá, de la buena sintonía y del encaje que se produce entre algunos aspectos del pensamiento anarquista y algunas de las formulaciones más incisivas y más actuales del pensamiento contemporáneo, aunque tenga que volver para ello a la caricatura del anarquismo que trazaba al comienzo de mi intervención.

La falta de sistematicidad y de sofisticación teórica del anarquismo, su anclaje en la razón práctica y en la intuición más que en la razón científica, han contribuido a que el pensamiento anarquista fuese menos permeable que otras formulaciones, como el marxismo por ejemplo, a las influencias de la ideología de la modernidad, a los supuestos de la Ilustración y a los supuestos cientificistas de la razón científica. Quizá sea por esto por lo que el anarquismo conecta mejor con ciertas formulaciones posmodernas y también con las nuevas concepciones en torno a la naturaleza de la razón científica.

Por fin, lo que ya he mencionado en la caricatura, esa insistencia anarquista en vincular estrechamente las opciones políticas y las opciones de vida, es decir, el anarquismo como forma de ser y vivir, como dispositivo de fusión de lo político y de lo existencial, como convencimiento de que no se puede posponer para después de una eventual revolución la puesta en práctica de los principios de vida socio-antagónicos, y que no se puede supeditar el presente a las promesas ubicadas en el futuro. Todo esto conecta también con las experiencias y con el ethos actual de buena parte de esa juventud que se suele etiquetar de antisistema, y que pugna por crear espacios de vida y formas de ser alternativas.

Por lo demás, basta con mirar atentamente al presente para percibir, aunque sea vagamente, que las formas que está tomando el nuevo imaginario subversivo, que prescinde, naturalmente, y quizá felizmente, del vocablo «anarquismo» para autodefinirse, guarda, sin embargo, un inconfundible «aire de familia» con el pensamiento anarquista y con sus intuiciones básicas.

Aprovecho este momento, después de haber mencionado tantas veces la palabra «intuición», para abrir un paréntesis y para aclarar que cuando me refiero a «intuición» o a «intuiciones», no me estoy refiriendo, por supuesto, a nada que se asemeje a una inefable inspiración caída del cielo o del platónico mundo de las ideas. Las intuiciones básicas del anarquismo están enraizadas en un denso fondo de experiencias multiseculares y de saberes más o menos soterrados, que constituyen el legado depositado por infinitas luchas contra la dominación y contra la explotación.

 

La nueva disidencia

La nueva expresión del antagonismo social que ya está naciendo apresurada y caóticamente bajo nuestros propios ojos, se está inventando sobre la marcha, en las mismas condiciones de efervescencia instituyente que presidieron la invención del viejo anarquismo, y con el mismo radical escepticismo frente a todos los esquemas heredados, incluido el anarquismo, en tanto que se ha convertido, él mismo, en un esquema heredado.

Ya no se aceptan hoy en día los idearios y las agendas totalizadores que pretenden contemplarlo todo bajo un punto de vista estable y omnicomprensivo. No se tiene ningún reparo en robar y mezclar fragmentos pertenecientes a diversas tradiciones ideológicas y construir con estos fragmentos, y con nuevos fragmentos extraídos de las corrientes de pensamiento más contemporáneas, unas configuraciones ideológico-políticas caleidoscópicas y fluidas, en constante recomposición.

Los referentes identitarios y las posiciones de lucha ya no buscan la estabilidad, la permanencia y la fijación que ofrecían tanto las ideologías como las organizaciones del pasado. La guerra de movimiento sustituye a la guerra de trincheras, tanto en el plano ideológico como en el plano del activismo socio-político.
Las fijaciones que cristalizan puntualmente para posibilitar los enfrentamientos son posiciones deliberadamente precarias y provisionales. Se disuelven y se recomponen constantemente en busca de nuevos escenarios de conflicto.

La articulación, flexible y cambiante, sustituye en el actual imaginario antagonista a la vieja imagen de «la organización» como estructura estable, asentada en el espacio y en el tiempo. La nueva disidencia ya no habita entre las paredes sólidas de una organización pensada como un «edificio» («nuestra casa», solían decir, por ejemplo, los viejos anarquistas para referirse a la CNT); su lugar se dibuja en forma de redes que nacen, cristalizan, se transforman y se desvanecen sin ninguna nostalgia por su posible solidificación.

Quienes están forjando actualmente el nuevo disenso socio-político carecen de cartas de navegación, las tienen que ir dibujando poco a poco, al igual que lo hicieron antaño quienes fueron creando el anarquismo por medio de sus textos, de sus debates y de sus luchas. Sus múltiples operaciones de resistencia conducen a resignificar lo político, a desestabilizar los antiguos significados, y a forjar un nuevo ethos subversivo. Pero no como fruto de una pura teorización, ni tampoco como mero resultado de un examen crítico de los esquemas heredados. Las nuevas formas de pensar, de ser y de vivir el antagonismo social se conforman, al igual que lo hizo el viejo anarquismo, desde dentro y como efecto de las luchas que suscita el nuevo orden social. Por eso, los nuevos movimientos sociales conectan tan rabiosamente con las nuevas condiciones sociales de existencia.

Al insistir reiteradamente sobre «el aire de familia» que une al anarquismo con el actual antagonismo social, no quisiera dar a entender que todo el antagonismo social radical congenie con postulados afines al anarquismo. Está claro que frente a la desigualdad, a la discriminación, a la explotación, a la dominación y a la injusticia social, son muchas y muy diversas las respuestas antagónicas que se pueden articular. El anarquismo, o algo que se le parezca, es tan sólo una de esas respuestas, y otras opciones son posibles y plenamente legítimas.

Si algunas de las nuevas respuestas socioantagónicas mantienen cierto «aire de familia» con el viejo anarquismo, es porque conectan con el rasgo más específico y más distintivo del anarquismo. Me estoy refiriendo a su hipersensibilidad frente a la autoridad, a su rechazo frontal de todas las manifestaciones de poder, o mejor dicho, del ejercicio de poder; y me estoy refiriendo a su intuición de que no hay ningún ejercicio de poder que no deba ser vehementemente cuestionado como radicalmente contradictorio con cualquier finalidad libertadora, como letal, a corto, medio o largo plazo, para cualquier finalidad emancipadora.
Más vale equivocarse, pero tomando las decisiones desde abajo, que acertar siguiendo directrices, vengan de donde vengan. En esto radica precisamente el «aire de familia» entre el nuevo anarquismo, que ya no se llamará anarquismo, y el viejo anarquismo.

 

El cuestionamiento de las relaciones de poder

Lo que acabo de decir nos lleva hacia la tercera de las diversas acepciones de la palabra «actual» que me proponía comentar. En efecto, si es cierto que el anarquismo es básicamente crítica, enfrentamiento y voluntad de subversión de las relaciones de poder, y si también es cierto que las relaciones de poder, contrariamente a lo que pretenden las utopías anarquistas, son intrínsecas a lo social, entonces algo de lo que inspira al anarquismo tiene garantizada una actualidad que perdurará mientras existan sociedades. No me estoy refiriendo, claro está, al anarquismo como producto socio-histórico ya conformado e instituido, sino a aquello que, con otras denominaciones y con otras conformaciones, seguirá haciendo del cuestionamiento de las relaciones de poder su principal cometido, sean cual sean las modalidades que adopten estos efectos. En este sentido, y sólo en este sentido, las proclividades anarcoides del pensamiento crítico y de las luchas sociales presentan una actualidad que desborda las épocas y entronca, no ya con las «largas duraciones» descritas por algunos historiadores, sino con larguísimas duraciones.

Permitidme ahora que concluya en clave interiorista, quiero decir, mirando hacia dentro del movimiento anarquista y dirigiéndome a quienes se ubican en la esfera de influencia del anarquismo.
Quienes aún nos identificamos con la tradición anarquista podemos entorpecer el desarrollo de ese nuevo antagonismo social que entronca con las difusas intuiciones anarquistas, o podemos ayudar a ese desarrollo.
Lo entorpeceremos, sin duda, si no entendemos que lo que está naciendo en estos momentos sólo puede ser radicalmente innovador, subversivo y actual, desde la diferencia con nuestros propios esquemas, desde su transgresión y desde su profunda transformación.

Lo ayudaremos si comprendemos que los «nuevos anarquistas» sólo pueden ser «anarquistas» desde la más irreverencial falta de respeto por el anarquismo instituido.
Y aún lo ayudaremos más si renunciamos a querer apresar dentro de la propia etiqueta de «anarquismo», aunque sea «nuevo», lo que hoy se está creando.
Abandonar las viejas cartas de navegación y no ofrecer resistencia a las mutaciones. Ahí está el reto, en el momento presente, para todas aquellas personas que se identifican con el talante instituyente del anarquismo y que no tienen el menor reparo en admitir que el anarquismo deja de ser anarquismo tan pronto como se hereda, porque esto significa que ya forma parte de aquello mismo que ya ha traicionado a sus intuiciones básicas.

Tomás Ibáñez

Publicado en Página Abierta, nº 123, febrero de 2002.

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