Decir que son malos tiempos para la libertad de expresión no es ninguna originalidad, lo que sí resulta ya sorprendente es cómo se relacionan los acontecimientos. Así, esta semana se ha ratificado la condena a la revista satírica Mongolia a indemnizar a exmatarife José Ortega Cano nada menos que con 40.000 euros por vulneración del derecho a su honor en un cartel humorístico. Para los que no conozcan el caso, esta sentencia, producida en marzo del pasado año, se produjo por considerar que el fotomontaje satírico, que se hizo con motivo de una representación musical de la mencionada publicación, “es una verdadera ofensa gráfica producida a partir de la imagen real del rostro del Sr. Ortega Cano y las expresiones que forman parte del cartel un juicio crítico respecto de dicha persona que deben ser calificadas de desafortunadas”. Echen ustedes un vistazo al cartel de marras en el que aparece Ortega Cano, ser humano cuya idiosincrasia resulta imposible de caricaturizar por ser en sí misma un homenaje a la tradición esperpéntica española, con un cuerpo de una especie de marciano exclamando una de sus frases favoritas.
Los más de cuarenta años que llevamos de eso que denominan «democracia», y que no fue más que una mejora formal respecto a un régimen explicitamente autoritario, se han querido vender como una época en la que estaba garantizada la libertad de expresión. Como resulta obvio, algo lejos de la verdad, ya que por ejemplo la crítica o sátira a la monarquía, precisamente la institución que mejor representa a eso que describen como «democracia», ha estado más que vetada. Todos recordamos el caso más obvio, aquella portada de otra revista satírica, El jueves, donde se representaba a los entonces Príncipes de Asturias follando. El humor de la viñeta residía en el anuncio por el gobierno de Zapatero de ayudas de 2.500 euros a la maternidad, por lo que el principe fornicador anunciaba a su pareja algo así como que aquello iba a ser lo más parecido a trabajar que iban a hacer en su vida. Humor realista, vamos. Aquel número de El jueves fue prohibido por injurias a la corona y la policía se esforzó en retirar los ejemplares de los quioscos. No fue el único caso de censura en esta publicación, por poner otro ejemplo notable, en 2014 no pudimos disfrutar de otra portada en la que aparecía el monarca anterior colocando con un pinza en la nariza una corona llena de moscas al nuevo y flamante rey. Son muchos los casos de censura o explícita represión a la libertad de expresión, campo que debería ser especialmente amplio en el caso del humor, por lo que no sé si podemos hablar de buenos tiempos previos a la situación actual.
No debería ser necesario decir que el desarrollo de una sociedad se produce con una salud mínimamente razonable mientras exista, al menos la posibilidad, de la crítica, una de cuyas formas mejores y más incisivas es la sátira en el terreno del humor. La aclamada y reverenciada Constitución española, ese libro sagrado, reconoce en su artículo 20 la libertad de “expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones” y de “comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”, sin “censura previa”, con el solo límite del Código Penal. Al menos, esta frase final nos da una pista de dónde están, efectivamente, los límites. Lo de comunicar «información veraz» en esta sociedad, donde fluyen los intereses a través de los nuevas tecnologías, lo dejaremos para otro momento, por no hablar del control, más o menos explícito o sutil, de la distintas administraciones de los medios de comunicación. Esas máximas constitucionales, libro que se define como la ley de leyes, entra en colisión no solo con la realidad, también con preocupantes leyes mordaza aprobadas en los últimos tiempos por los gobiernos más explicitamente represivos (todos lo son, pero justo es decir que hay grados). Volvamos con el humor y recordemos el caso de Dani Mateo, y su sana actividad de sonarse los mocos con una bandera en un gag televisivo. Solo el revuelo ocasionado, y que un juez admitiese la querella por parte de una asociación judicial (lo cual convirtió el caso en una especie de figura, tan retórica como esperpéntica, a modo de pleonasmo), nos da una idea de la sociedad en que vivimos. Una en la que uno no puede cagarse en una abstracción metafísica sin que alguien considere vulnerados sus sentimientos religiosos. Quizá todo sean exageraciones progres y, efectivamente, vivamos unos tiempos aceptables para el humor y la libertad de expresión. Al fin y al cabo, unos payasos reaccionarios han fletado en Madrid un autobús expresando libremente ideas, tan disparatadas como divertidas, y nada menos que con la imagen de uno de los genios humorísticos más grandes: Adolfo Hitler. Que me perdonen los que se sientan ofendidos, era un pobre intento de sarcasmo.