No creemos equivocarnos si decimos que la abrumadora mayoría de la gente considera el fenómeno ONG como el movimiento que mejor representa la solidaridad en nuestros días. Desde los años 80 hasta hoy, podemos decir que este fenómeno no circula de forma paralela a los movimientos sociales y populares, sino que compiten de tal manera que la mayor fortaleza del mundo de las ONG implica una mayor debilidad de esos movimientos sociales y populares de los que hablamos.
Durante los tiempos en los que la Iglesia reivindicaba la caridad y el movimiento obrero, la solidaridad, las cosas eran más sencillas. Había dos sistemas de valores en oposición y cada uno implicaba una clara visión del mundo. Buena parte de las ONG se han instalado en el ámbito nacional e internacional con el discurso de los cambios sociales, pero con las prácticas ancestrales de la caridad. Eso sí, se han apropiado de la palabra “solidaridad” provocando todo tipo de interferencias tan comunes en la sociedad actual. Esto ha acabado provocando su casi absoluto vaciamiento, lo cual le ha hecho perder casi todo el contenido político revolucionario que tuvo durante décadas.
La posmodernización de la solidaridad
Los cambios en la producción de imagen han supuesto un terremoto en la representación de la realidad. Primero fue la pintura, después la fotografía, más tarde llegó el cine y la televisión y, hoy en día, vivimos en el mundo de las redes sociales como Youtube e Instagram. Estos cambios han supuesto una multiplicación de la imagen hasta niveles verdaderamente asfixiantes. Alguien dijo con acierto que vivimos en la época de la tiranía de la imagen.
En nuestro ámbito de análisis debemos reconocer que no se oculta demasiado que los medios de comunicación aman a las ONG y las ONG aman a los medios de comunicación. Su relación simbiótica se basa en favorecer un mismo sistema de valores: la política comunicacional de las ONG durante años ha favorecido un modelo de solidaridad basado en el impacto emocional, una solidaridad de vísceras, sacada de las entrañas a golpe de catástrofe y de niños huérfanos y depauperados del África subsahariana. Cuando un medio de comunicación occidental se adentra, por ejemplo, en ese África subsahariana aparece una ONG cumpliendo el papel de héroe que refuerza el papel neocolonial de Occidente como eterno salvador frente un mundo africano o latinoamericano permanentemente postrado. Es la imagen eternamente reproducida de Occidente como un eterno suministrador de recursos (e incluso de civilización) y un mundo no occidental como un eterno agujero que absorbe todo lo que generosamente da Occidente. Nada más lejos de la realidad, los estudios más serios nos muestran cómo los flujos de recursos que los países neocoloniales aportan a los territorios empobrecidos tienen unas contrapartidas en los que salen más que beneficiados los primeros. Estados Unidos nos ofrece un ejemplo como otro cualquiera: por cada dólar aportado a la ayuda internacional recibe un reflujo de 2,15 dólares.
La posmodernización de la solidaridad es, como queríamos apuntar, una estética antes que una ética. Este es uno de los elementos que diferencia esa solidaridad que antaño reivindicaba la clase obrera consciente frente al modelo de solidaridad neoliberal de las ONG. Aquel formaba parte de un sistema de valores personales que pretendía ser coherente haciendo de la solidaridad un principio personal como la consciencia, la determinación, la constancia, etc. La solidaridad de las ONG es tan vacía como la palabra democracia. Se puede hacer un donativo a una organización humanitaria para la hambruna en el Sahel o para una escuela en Bombay y ser un perfecto miserable. Son iniciativas apenas relevantes en la vida de las personas. El ejemplo del voluntariado es clarificador: el egoísmo del voluntario se manifiesta, por ejemplo, en el intercambio de trabajo por felicidad o por realización personal, ligando su actividad a algún tipo de beneficio personal. La militancia, al contrario, no tiene por qué estar vinculada a la felicidad. De hecho, la moral militante tiene cierta carga de obligaciones que está ausente de la moral posmoderna del voluntario, que se mueve esencialmente por el deseo de actuar. Este deseo es movido por un buenismo egocéntrico que parte de la idea de hacer el bien de forma independiente del alcance de sus acciones. Por otra parte, debemos hacer notar que el voluntariado ha supuesto la privatización del compromiso y la tendencia a un asociacionismo afectivo. También nos habla del surgimiento de la lógica de lo urgente, que está relacionado con el énfasis en hacer cosas pero sin ningún fundamento a medio o largo plazo. Al fin y al cabo se colabora por un poco de buena conciencia (cuando no se hace para poder escribir algo en el currículum todavía algo escaso de algún joven universitario o recién titulado), premio que conlleva una evidente inquietud que no va más allá del aquí y el ahora.
La supuesta fragmentación que caracteriza al hombre y la mujer posmodernos hace posible estas aparentes paradojas que, en el fondo, sólo son una fórmula renovada de la ancestral caridad.
La imposible despolitización de la ayuda
A estas alturas hay que pasar mucho tiempo delante de una pantalla para creer que pueda haber acciones humanas ajenas a lo político. Todo acto es político porque toda acción humana se inserta de alguna manera en las relaciones de poder. Pero la mayoría de las ONG, no obstante, han abanderado el discurso de la ayuda ajena a cualquier ideología. Esta confusión entre apartidismo y apoliticismo se muestra acorde con el discurso de la profesionalización. El mundo de las ONG se ha erigido en una inmensa industria de la pobreza, una pobreza que supuestamente puede arreglarse con los medios técnicos, humanos y económicos oportunos. Así las instituciones han creado la figura del profesional del tercer sector (nombre que recibe la industria de la ayuda) que lleva décadas arrancando la solidaridad del espacio de lo común. Echar la vista un siglo atrás nos sirve para ver cómo la solidaridad circulaba dentro de una determinada comunidad creando unos vínculos que fortalecían dicha comunidad. La profesionalización supone una cotidiana apropiación de la solidaridad, destruyendo los vínculos y haciendo desaprender a las comunidades sus relaciones de reciprocidad. Durante parte del siglo XIX y XX, buena parte de los desposeídos/as consiguieron dotar de contenido revolucionario a algunas formas de apoyo que eran ancestrales en Europa y otras partes del mundo. El Estado del Bienestar construyó un gigante aparato de ayuda que poco a poco separó la solidaridad del espacio de lo cotidiano generando una dinámica altamente nociva: la mayoría de las personas ha interiorizado que son las instituciones quienes deben velar por la gente que lo necesite. Los vínculos de reciprocidad se debilitan y se fortalece la atomización social porque las relaciones serían de las personas con las instituciones y de las instituciones con las personas pero, en menor medida, entre las personas, que ya ni siquiera saben cómo ayudar. Con el paso de las décadas y la conversión del Estado de Bienestar en Estado neoliberal, las políticas de ayuda se dejan en manos de las ONG que nos lanzan un mensaje claro: tú quieres ayudar pero no sabes, otros necesitan ayuda y no saben ni dónde ni cómo buscarla. Nosotras, las ONG unimos tu deseo de ayudar con la necesidad de otra persona de ser ayudada.
Muchas ONG, durante bastante tiempo, abanderaron el discurso de los movimientos sociales y se consideraron herederas de la rebeldía de Mayo del 68. Nada más lejos de la realidad: las ONG rara vez denuncian las relaciones de poder que sostienen las desigualdades y que son las causantes de la pobreza. O si lo hacen lo harán de manera tibia y descafeinada. Como se puede ver en su publicidad, la solución es más dinero para obtener más recursos. Unos recursos que en nada están paliando las diferencias entre clases sociales o entre el norte neocolonial y el sur neocolonizado. El foco de las ONG siempre se pone en el pobre y rara vez en el poderoso, lo cual conlleva un grave error: el proceso de acumulación del cual depende la superviviencia del capitalismo depende de un permanente expolio sin el cual el capitalismo se hundiría, de hecho el surgimiento del capitalismo no hubiera sido posible sin el expolio americano.
Por tanto las ONG nada tienen de rebeldía como nada tienen de popular puesto que, por un lado, su dependencia gubernamental es absoluta, y, por otro, su estructura es, en la abrumadora mayoría de casos, exactamente igual que la de una empresa. Así no solo hay una diferencia estructural que separa y jerarquiza a quienes dan ayuda y a quienes la reciben, sino que también se puede observar que, en dichas organizaciones, se producen todos los males que la jerarquía empresarial propicia: competitividad, explotación, etc.
A todo esto se une que las ONG, como transmisoras conscientes o no de la cultura neoliberal, apelan de forma constante a la acción individual. Lo colectivo no entra dentro de los valores de este mundo neocaritativo, dado que la solidaridad se entiende como un acto de consumo que no se diferencia gran cosa de la compra de cualquier otra mercancía. Eso sí, hay diferente tipos de mercancías como todas sabemos, por lo que la particularidad de estas organizaciones es que tras el amplio mercado de productos “solidarios” (cuotas fijas para niños apadrinados en Perú, SMS de un euro para la hambruna en el Sahel, compra de productos de comercio justo de niños huérfanos de la India, por la compra de un kilo de arroz dicha empresa dona otro a tal o cual ONG) se oculta la compra de buena conciencia.
¿Solidaridad mercantilizada?
Esa solidaridad de claro contenido anticapitalista, el apoyo mutuo, circulaba por el espacio de la gratuidad, pero no del desinterés. El apoyo mutuo construía comunidad a través de unos vínculos que se contraponen a la neocaridad, puesto que esta ayuda va dirigida a una humanidad sin rostro y siempre, además, tomando el dinero como elemento imprescindible.
Los años setenta del pasado siglo vieron el desplome del “capitalismo dorado” y la crisis del petróleo no pareció un buen augurio para quienes creían en el crecimiento económico infinito. La situación se saldó, puntualmente, con una nueva fase del capitalismo que vive instalado en la megaburbuja financiera y, al mismo tiempo, se apostó por una mercantilización de cualquier aspecto de la vida humana. Hoy en día el modelo de mercantilización extrema de la vida conlleva que haya gente que pague a una empresa para que le consiga pareja, le pasee el perro, le cuide a tus mayores, le decore la casa, etc.
La mercantilización de la solidaridad de los 70 a los 90 supuso dejar en manos de fundaciones y asociaciones varias buena parte de esa ayuda que el Estado gestionaba en muchos países occidentales. La vuelta de tuerca neoliberal nos muestra cómo las empresas comienzan a introducirse en ese tercer sector desde hace, aproximadamente, quince años. La buena imagen de la neocaridad se sostenía sobre todo en su supuesto desinterés. No había detrás de esta actividad ningún tipo de interés económico. Se ayudaba, en teoría, por ayudar. Una vez vaciado el concepto de solidaridad de su contenido político transformador no puede resultar extraño el desembarco de las empresas a través de externalizaciones en lo que queda de servicios sociales gubernamentales. Quien quiera más detalles solo tiene que pasearse por la página web de la multinacional Clece.
Gracias al abrumador despliegue publicitario nos ofrecen ser “solidarios” en el resguardo de la tarjeta de crédito tras cualquier compra, o en el anuncio de una revista de moda o en la marquesina de una parada de un autobús, etc. Toda esa solidaridad neoliberal toma forma en una amplia gama de productos para satisfacer a todos los potenciales consumidores. Probablemente, una de las consecuencias envenenadas de dicha solidaridad neoliberal es que si el consumo se puede convertir en un acto de solidaridad, también la solidaridad puede legitimar cualquier acto de consumo. No faltan quienes, incluso, consideran esta tendencia positiva, pues el consumo es considerado un acto de libertad que bajo los valores hegemónicos actuales representa la máxima expresión del ser humano.
La solidaridad neocolonial
Hay que reconocer que la globalización ha modernizado el viejo modelo colonial adaptando viejos hábitos imperialistas al contexto internacional actual. Durante el siglo XIX los grandes imperios coloniales se atribuían una misión “civilizadora” pues los habitantes “incivilizados” de países no occidentales estaban necesitados de médicos para la salud de su cuerpo, maestros para la salud de su mente y sacerdotes para la salud de su alma. El cambio de paradigma ha traído un exitoso concepto: el desarrollo. Ahora estos habitantes necesitan gestores para sus gobiernos, ingenieros para sus infraestructuras, conservacionistas para sus bosques, etc. El nuevo modelo ya no posibilita la identificación de unos colonos opresores y unos colonizados oprimidos: el desarrollo se convierte en un modelo supuestamente universal, por lo tanto, quienes no se desarrollen bajo los parámetros que Occidente ha elevado a la categoría de sagrados carga con la total responsabilidad del fracaso. Existe un paralelismo entre el modelo neoliberal que en términos microeconómicos culpa al pobre de su pobreza ocultando los elementos estructurales de desigualdad construidos por el capitalismo y el modelo de desarrollo internacional que oculta las herramientas geopolíticas y macroeconómicas usadas por los países neocolonialistas que trabajan a diario en el expolio de los recursos materiales de esos países empobrecidos.
Unas ONG lo hacen de forma más evidente, otras de un modo menos explícito… Pero todas trabajan para ese desarrollo que pretende uniformar todas las sociedades del planeta bajo las premisas de la globalización capitalista. Y es que Occidente es incapaz de entenderlas bajo un prisma que no sea poniéndose a sí mismo como centro de absolutamente todo: por eso las etiqueta como comunidades que parten de algo así como el neolítico y que se encuentran en fases como el feudalismo europeo o el primer capitalismo industrial europeo. Se niega así a cualquier sociedad no occidental a tener su propia historia.
No hay que olvidar un aspecto central, cuando se usa la palabra desarrollo, en realidad, debería emplearse el término desarrollo capitalista. Y es que la modernidad llevó a cabo una sacralización de la razón, más en concreto de una forma de razón, aquella que pretendía ver la racionalidad tecnoproductiva como central al proceso de desarrollo y progreso. Esta idea es central entre quienes reflexionan sobre alternativas al modelo desarrollista-capitalista. Cuando las ONG, las instituciones internacionales o los gobiernos discuten sobre la modernización, el desarrollo y el progreso se destaca que, en realidad, el proyecto social implícito o explícito conlleva una reducción de la existencia a determinadas formas, que suponen una especie de colonización económica de todos los ámbitos de la vida. En ese sentido, cualquier forma de cultura acaba siendo una variante residual subordinada a los intereses de la economía.
Por todo esto, no se puede pensar en la neutralidad de la acción “solidaria” de las organizaciones gubernamentales o no gubernamentales de cooperación internacional. En nombre de un idealizado desarrollo, que tiende a asociarse con riqueza, industrialización, bienestar, se han puesto en marcha todo tipo de planes para modificar sociedades consideradas anómalas con respecto a lo que Occidente considera que debe ser el resto del planeta. Y es que al considerar el subdesarrollo como una patología, se buscan soluciones que exigen el cumplimiento de unas prescripciones que proceden de forma exclusiva de la cultura occidental.
La necesidad del apoyo mutuo
El modelo de relaciones laborales en Occidente, el modelo de consumo, la industria de la comunicación de masas y su sistema cultural, el modelo urbanístico y de ordenación territorial, la automatización de la vida, el modelo de administración social burocrática, el sistema de delegación y representación política, las instituciones de poder escuela-familia, etc., se erigen en permanentes barreras que dificultan y entorpecen las relaciones de apoyo mutuo. Por lo que una vindicación del apoyo mutuo solo puede ser creíble desde una concepción revolucionaria y libertaria que impugne todos esos elementos de la sociedad y de la vida.
En ese sentido, recordamos que terminaron los tiempos de ingenuidad que permitieron pensar en una nueva sociedad basada en un modelo de desarrollo que nunca fue sino el modelo de la burguesía. El posdesarrollo, el decrecimiento, el antidesarrollismo o como lo queramos llamar, no son sino la firme constatación del divorcio de eso que se suele llamar progreso material y el progreso humano. La reconsideración del concepto de necesidad, la reconstrucción de las relaciones con la naturaleza para romper con un modelo destructor, son solo algunos ejemplos para reconducir el camino de la historia que transitamos paso a paso sobre la devastación del ser humano hacia la devastación total del planeta.
Artículo extraído de Ekintza Zuzena #45