Desde que el anarquismo comenzó a ser el pensamiento político y social más coherente y consecuente de los pensamientos emancipadores del siglo XIX, los anarquistas no han cesado de denunciar y de combatir la dominación bajo todas las formas en que ella se manifiesta. No sólo la ejercida por el Estado y sus funcionarios sino también la que ejercen los patronos, los curas y cuantos, en nombre de una pretendida «unicidad o de un universal santificado», decretan «lo verdadero y lo falso» para imponer su autoridad a los demás.
En principio, el anarquismo debería ser el ideal de todos los que odian la dominación y quieren liberarse de ella para siempre. Pero, en la realidad, es frecuente llegar a odiarla y querer liberarse de ella sin necesidad de pensar y teorizar ese deseo de libertad …
Efectivamente, frente a la realidad (opresiva y represiva) de la dominación ejercida por el poder (sea en la escuela, en la iglesia, en la fábrica o simplemente en la calle) es suficiente con verlo en la mirada de los que lo poseen para odiarlo y quererse liberar de él y su dominación. La realidad nos muestra pues que no es necesario haber leído lo que dicen del poder los libros anarquistas o lo que Maquiavelo decía de él para ser conscientes de lo que hay «en las entrañas de las gentes de poder» y de lo que se puede esperar de ellas. De ahí que tampoco sea necesario haberlos leído para rebelarse y que la rebelión contra el poder ‐por medios pacíficos o violentos‐ no haya cesado nunca en el curso de la historia.
Eso es lo que la realidad nos muestra… Pero también nos muestra que esta toma de conciencia, de lo que el poder es, no se produce siempre y que, en consecuencia, la rebeliones tampoco. Y ello porque, en muchos casos, el deseo instintivo de libertad es neutralizado por la predisposición humana a la «servidumbre voluntaria».(1) Esa consciencia cultural que les impide decidirse a no aceptar más la sumisión y a rebelarse. De ahí que, para provocar la rebelión los dominados, haya sido necesario ‐tan frecuentemente en el curso de la historia instalar el potencial subversivo del pensamiento emancipador en esta consciencia cultural. Y de ahí también que haya sido en función de este potencial subversivo que esas rebeliones hayan podido ir más o menos lejos en la subversión del orden establecido.
Es indiscutible que, desde la mitad del siglo XIX, el anarquismo ha sido uno de esos pensamientos. Y eso a pesar de que la «servidumbre voluntaria» y la propaganda falaz del poder hayan conseguido que el anarquismo sea, para un gran número de los dominados, sólo fuente de desorden, de desgracias o por lo menos de incertidumbre. Pero esto no ha podido impedir que el anarquismo ‐ como forma de vida en común sin relaciones jerárquicas‐ sea considerado hoy por la mayoría de la gente como un «bello» ideal político y filosófico ‐ aunque algunos lo consideren «demasiado bello, demasiado elevado» y sólo válido «para una sociedad compuesta sólo por hombres de élite».
Sea lo que sea, el hecho es que este pensamiento ha dado ‐durante casi dos siglos y pese su supuesto utopismo‐ un sentido concreto emancipador a las principales luchas de los trabajadores, y que él ha sido, además, el primero en alertar sobre el socialismo totalitario. Ese socialismo de alambradas, de campos de concentración, de policía política, de militarización de la sociedad, que, pretendiéndose anticapitalista y antiimperialista, ha terminado por restaurar el capitalismo.
¿Cómo negar que el anarquismo era y es aún la alternativa más coherente y consecuente a la explotación y a la dominación capitalista, como a todas las demás formas de la dominación del hombre por el hombre? Además, ¿cómo no reconocer que ha inspirado la experiencia revolucionaria más avanzada ‐en el sentido de la emancipación social‐ de todos los tiempos? Esa revolución que los trabajadores anarquistas españoles pusieron en marcha en 1936. Y eso pese a las dificultades de la guerra contra los militares sublevados con el apoyo del fascismo internacional. Una revolución que tenía por objetivo el «comunismo libertario» y que posibilitó la aplicación de la regla «a cada uno según sus fuerzas, a cada uno según sus necesidades» en casi la mitad de España. Una experiencia revolucionaria que duró casi tres años y que, pese a ser aplastada por los ejércitos fascistas, mostró la viabilidad de la autogestión social propiciada por el anarquismo y el anarcosindicalismo.
Es verdad que, pese a la derrota del fascismo por los ejércitos de las «potencias occidentales» y de la URSS en 1945, los conflictos políticos y sociales que siguieron ‐ sobre todo desde la desaparición de la URSS‐ no han cesado de consolidar la supremacía del sistema capitalista de mercado al nivel mundial. Una supremacía que no es sólo económica y militar sino también ideológica. Al punto de que no hay, en el siglo XIX, otro horizonte histórico para la humanidad que el del desarrollo capitalista. Y eso pese a lo que ya es ese desarrollo irracional y el futuro espantoso que nos anuncia.
Ante una tal perspectiva, ¿cómo no inquietarse y reconocer la impotencia de las ideologías revolucionarias emancipadoras (marxismo y anarquismo) para poner fin al capitalismo y su absurda y terrible racionalidad? ¿Cómo pues no preguntarse por qué es posible que ese sistema siga siendo aceptado mayoritariamente pese a ser tan injusto hoy como lo era ayer, y más peligroso que nunca lo ha sido para el equilibrio ecológico del planeta y para todos nosotros?
He aquí porque este terrible balance y la inquietud que el produce han llevado a tantos militantes marxistas y anarquistas a poner en causa ‐más que antes‐ las certidumbres rutinarias y el optimismo a toda prueba de los «mañanas que cantan».
Los «nuevos pensamientos críticos»: el postmarxismo
La cuestión de la superación o no de las estructuras económicas y políticas del capitalismo, por un modo de producción y gestión verdaderamente socialista, comienza ya a plantearse seriamente para los marxistas desde los años setenta. No sólo por lo que ya era realmente el «socialismo real» como también por el fracaso histórico de los partidos comunistas occidentales (particularmente el italiano y el francés) de llegar al poder por la vía electoral. Fracaso que agravó la desazón de los marxistas que persistían a decir que aún lo eran; pero que no se reconocían ya más en el «marxismo» del Este. Una desazón que había puesto en crisis ‐ ya en esa época‐ la mayoría de los partidos marxistas, y que era la responsable de que ya entonces se hablara de la «crisis del marxismo». Crisis que se fue agudizando con fracasos aún más notorios y significativos confirmando la dominación del capitalismo neoliberal en el mundo: el derrumbe de la URSS y de todos los gobiernos de la órbita soviética, y la China comunista convirtiéndose en una superpotencia capitalista.
Así pues, ante una historia que no cesaba de refutar la teoría marxista y sus pronósticos revolucionarios, es normal que se hayan producido numerosas tentativas de revisarla. No sólo porque el marxismo mostraba ser incapaz de «cambiar el mundo» sino incluso de «interpretarlo». Y eso pese a que, desde el comienzo, el marxismo ha pretendido siempre no ser únicamente el producto de la teoría sino de la combinación de «teoría y práctica». Pero la verdad es que, sea «por su naturaleza autocrítica» o por la realidad que lo pone en cuestión, el marxismo no ha dejado de estar en crisis nunca, aunque haya habido periodos en que lo estaba más. Sobre todo cuando las tentativas de adaptar la realidad a la teoría no funcionan y no queda más remedio que revisar la teoría para adaptarla a la realidad.
No debe extrañar pues que, a parte las tentativas de revisión y de adecuación hechas al final del siglo XIX (las de Kautsky, Bernstein, Rosa Luxembourg, Labriola, etc.), las últimas hayan sido hechas esencialmente por universitarios e investigadores ; pues, al pretender ser el marxismo «un análisis científico de la realidad histórica y social», es lógico que finalmente hayan sido los «teóricos marxistas» (apoyándose en el sicoanálisis, el existencialismo y el estructuralismo) los que hayan tomado en mano esta ingrata tarea de revisión y de renovación. Sobre todo después de que los acontecimientos de Mayo 68 y la revueltas populares en casi todos los países de la órbita soviética les obligaran a plantear la cuestión de la «superación del marxismo» para responder a las ansias de libertad de los individuos y de los pueblos.
Una cuestión que adquirió más fuerza aún tras el derrumbe de la URSS y el fracaso de todos los proyectos de transformación social‐demócrata en los países desarrollados como en los subdesarrollados. Pues no sólo era necesario comprender las razones de todos esos fracasos sino también de continuar a hacer frente al capitalismo que se estaba volviendo hegemónico en el mundo.
Fue así como, continuando la tarea de «revisión» y de «superación» del marxismo iniciada por los Althusser, Habermas, Marcuse y otros miembros de la Escuela de Fráncfort el campo de las ciencias sociales de las universidades occidentales, los Perry Anderson, Alain Badiou, Jacques Rancière, Slavoj Zizek, etc., ha podido, desde el final del siglo XX y comienzo del XXI, continuar a enriquecer ese trabajo de reflexión intelectual sobre el porvenir del marxismo. Un trabajo teórico que, tanto como crítica de la ideología que del humanismo ideológico, puede ser considerado como haciendo parte de este pensamiento crítico que se ha designado muy frecuentemente con el término de «postmarxismo». Y eso a pesar de que todos los pensadores que han contribuido a producirlo no forman una corriente homogénea con la pretensión de ser una alternativa al marxismo.(2)
Sin embargo, es difícil de saber si este trabajo de «revisión» y de «superación» ‐teóricamente productivo pero política y socialmente impotenteserá útil un día para poder «pensar de manera total el mundo contemporáneo», para «remeterlo radicalmente en causa y reflexionar sobre las condiciones de posibilidad de otro mundo», como algunos de estos postmarxistas parecen creerlo.(3) Y aún menos para saber si esas contribuciones, que paree necesarias para la producción de una teoría crítica a la altura del desafió que constituyen el fracaso del comunismo estatal y la hegemonía planetaria del capitalismo mundializado, permitirán liberar al marxismo de la voluntad de ortodoxia gracias a una crítica nutrida por su confrontación con la posmodernidad.
El neoanarquismo y el postanarquismo
Para los anarquistas, la confrontación de la teoría con la realidad no se planteó en los mismos términos que se planteó a los marxistas. Y ello porque, aunque el fracaso del «socialismo real» y el éxito del capitalismo a la escala del planeta también les desestabilizaron y obligaron a interrogarse sobre algunas de sus «certidumbres», sobre todo en relación con la idea de la inevitabilidad de la anarquía, la verdad es que esos acontecimientos históricos no les obligaron a meter en causa su teoría, puesto que el anarquismo no es una teoría. Al contrario, pues esos acontecimientos les daban la razón. Por lo menos en el sentido de lo que siempre habían dicho: que no se cambia el mundo desde el poder y que el «socialismo» de Estado no era otra cosa que capitalismo de Estado.
Pero esto no quiere decir que no debían sentirse tan concernidos como los marxistas por las derrotas del movimiento obrero y la continuidad de la explotación y dominación capitalistas en el mundo. Y, en consecuencia, que también debían asumir la responsabilidad de encontrarnos en esta situación; pues, el hecho es que tanto los unos como los otros habían pretendido orientar las luchas obreras hacia la revolución y la emancipación.
Ante tales derrotas, ¿cómo los anarquistas no deberían haberse planteado cuestiones y quedarse parados en las ideas que habían comenzado a estructurar su pensamiento emancipador desde los tiempos de la «máquina a vapor» y del comienzo de la industrialización? Y eso a pesar de que ese pensamiento sólo fue convirtiéndose en «corpus ideológico» a lo largo de las luchas y sin jamás convertirse en una teoría o doctrina compartida por todos los anarquistas. No sólo porque ese «corpus ideológico» estaba compuesto por una galaxia de pensamientos antiautoritarios sino también porque, aun siendo todos esos pensamientos libertarios, eran suficientemente antinómicos la mayoría de las veces para poder ser acoplados y constituir una síntesis, una teoría o una doctrina. Y aún menos ¡única!
Efectivamente, aún expurgándola de todo lo que puede ser considerado más bien anecdótico o ligado únicamente a acontecimientos históricos precisos, esta galaxia de pensamientos debe ser situada en el campo de lo múltiple, de lo singular y en ocasiones hasta de lo dispar, como también de la discontinuidad y de la repetición de los diferente inédito. Todo en una relación de complementariedad heteróclita en la que cada una de sus manifestaciones incluye, anuncia y reproduce todas las otras a través de numerosos y frecuentes desarrollos originales para su época. Desarrollos que pueden ir de la acción sindical revolucionaria a la recuperación individual, de la autogestión social al cooperativismo, de la acción directa y la Revolución a la no violencia, la educación racionalista, el esperanto, el naturismo, el amor libre, etc. Y es así porque en esta galaxia ‐a la diferencia del marxismo‐ ninguna de sus manifestaciones o ninguno de sus autores puede pretender ser el maestro o el teórico de los otros. Pues ella se ha compuesto a partir de lo que esos autores/actores vivían en las luchas de su época, y, en consecuencia, sus aportes «teóricos» están fechados, como lo está el anarquismo.
Es pues así como se pueden comprender más las razones de las tentativas de renovación intentadas, al final del siglo XIX y las de después de la Segunda Guerra mundial, para «darle de nuevo sentido y potencia» al anarquismo.
Y todavía más para aquella que comenzó poco antes de Mayo 68, cuando las teorías a pretensión revolucionaria estaban dominadas aún por la ideología marxista pontificada por los Althuser, con su marxismo estructuralista, y los devotos de Pekín, con su marxismoleninismo antirevisionista, que estaban reemplazando a los de Moscú. Puesto que esta tentativa de renovación del anarquismo tenía lugar al mismo tiempo que la comenzada, en el campo marxista, por un gran número de teóricos críticos: desde Deleuze et Scherer a Foucault et Derrida, pasando por Castoriadis, Klossowski, Blanchot y algunos más… Las dos tentativas buscando lo mismo: meter en causa todo lo que parecía haber envejecido en el corpus teórico del movimiento revolucionario y salir de las rutinas militantes teleológicas para encontrar, añadir o crear nuevas aproximaciones al pensamiento emancipador. Tanto para fundarlas sobre la realidad de hoy que para que ellas puedan desembocar en verdaderas y reales posibilidades de emancipación.
En lo que concierne al movimiento anarquista, esta crítica cogió varios caminos. Según el lugar donde se hacía era más moral o más teórica. La que fue hecha en el seno de los grupos anarquistas, que militaban en los movimientos sociales y las luchas de liberación de esa época, caminó al ritmo de esas luchas y de las controversias que ellas provocaban en función de los «resultados…». Aunque raramente desembocaba en una verdadera crítica teórica. Se trataba más bien de una actualización de la vieja polémica entre la fidelidad a los principios y la autenticidad del compromiso en lo cotidiano. Sobre todo después que los acontecimientos de mayo del 68 pusieron en evidencia el decalaje existente entre los discursos y la praxis del anarquismo tradicional institucionalizado en organizaciones casi todas testimoniales.
Es así que la cuestión, de dejar al anarquismo vegetar en esas organizaciones testimoniales y de empolvarse en las bibliotecas o de confrontarse con la realidad de la lucha social a través de un protagonismo real, se volvió central para los jóvenes anarquistas de esa época,(4) y que, en consecuencia, se hayan investido de más en más en los movimientos sociales. Sobre todo en los que luchaban, bajo bases identitarias, contra todas las formas de de la discriminación social existentes, así como en las experiencias alternativas al capitalismo.
Es pues esta manera de concebir y de vivir el anarquismo en el presente, sin esperar a mañana, de no concebirlo teleológicamente, de actuar «extramuros» de los medios anarquistas, que Tomás Ibáñez llama «neoanarquismo» en un libro reciente.(5) Es decir: una manera de ser anarquista dando la prioridad de la acción sobre la de la identidad anarquista. Puesto que es evidente que en el siglo XXI no son los anarquistas los únicos en rechazar el poder y a defender los principios antijerárquicos, la autogestión, la horizontalidad y en una sola palabra: la libertad.
Efectivamente, es más que una evidencia que ellos no son los únicos en manifestar el deseo y en hacer el esfuerzo «de arrancar espacios al sistema en los que poder desarrollar otros modos de vida». Es decir: de «no querer esperar a la Revolución para transformar el presente y transformarse cada uno». Lo curioso es que, se le designe o no con la palabra «neoanarquismo», esa renovación del anarquismo se ha producido y desarrollado casi al mismo tiempo que, en diferentes países, varios universitarios ‐sensibilizados por los acontecimientos de mayo del 68 y los discursos postestructuralistas y postmodernistas‐ habían comenzado una reflexión y una obra crítica del anarquismo «clásico». Aunque, comenzada en los años noventa,(6) ésta obra no haya comenzado a ser conocida verdaderamente bajo el término «postnarquismo» que al comienzo del siglo XXI.
Efectivamente, no fue hasta 2001, después de la publicación de un libro(7) de Saul Newman, que se comienza à hablar de «postanarquismo»; pues es en ese libro que el teórico australiano propone avanzar hacia «una política postanarquista» con la inclusión de ciertos elementos conceptuales del postestructuralismo en el anarquismo.(8) Después, en 2002, el universitario americano Lewis Call publica Postmoder Anarchism en la misma línea y propone dar el nombre de «postanarquismo» a este pensamiento crítico. Aunque no fue hasta 2003, con la creación de la web Post Anarchism, por Jason Adams, y la serie de artículos y de libros que siguieron ‐en los que se hacia la crítica o el elogio del «postanarquismo»‐ que este término se popularizó y que el pensamiento crítico que le es asociado adquirió una relativa notoriedad intelectual e ideológica.
Sea lo que sea e independientemente de su notoriedad, la verdad es que el «postanarquismo» es de más en más percibido como un anarquismo «pensado a la luz del postestructuralismo» y centrado en las problemáticas de la liberación del sujeto por la deconstrucción del discurso, la desnaturalización del cuerpo y de la sexualidad, la deconstrucción del orden binario del pensamiento occidental y de los estatutos fundados en base a la diferencia de géneros, etc. De ahí que se pueda decir que su objetivo es ‐como lo ha escrito Sal Newman‐ de ser una reflexión crítica «en los límites de la conceptualización anarquista para radicalizarla, revisarla y renovarla».
En este sentido, me parece que es con Michel Onfray que el «postanarquismo» es presentado claramente como una reflexión de «revisión» y de «renovación» ‐quizás más militante‐ del corpus teórico de la galaxia anarquista. Pues esta reflexión, «inscrita de manera dialéctica en la historia», pretende conservar «un cierto número de ideales del anarquismo clásico» para sobrepasarlos «en provecho de la construcción de un pensamiento extremadamente rico en potencialidades libertarias contemporáneas».
Es por ello que se debe tomar el libro de Michel Onfray, Le postanarchisme expliqué à ma grandmère – Le principe de Gulliver(9), como un manifiesto postanarquista; puesto que él reconoce que lo ha escrito y publicado para hacer «el esbozo de una proposición libertaria» para hoy. Pues, aunque algunas de sus proposiciones puedan ser cuestionadas, es indiscutible que tienen el mérito de responder a una preocupación, de realismo y de rechazo de la ortodoxia, que ha caracterizado siempre al anarquismo. Además de ser evidente que «el mundo no obedece a los razonamientos y a la dialéctica, a las retóricas y a las demostraciones, aunque ella sea anarquistas». Y de ahí pues «el rechazo de hacer primar la Idea, el Concepto sobre lo real», que el pensamiento se nutra de la acción y viceversa; puesto que ellas , el pensamiento y la acción, «no constituyen dos mundos separados, impermeables, heterogéneos, sino dos universos que se nutren mutuamente». Igual como el socialismo libertario encuentra su sentido «en esta recusación radical de la tesis criminal según la cual el mercado hace la ley» y en que él es la recusación decidida del «liberalismo y el comunismo, es ecir: el capitalismo liberal y el capitalismo de los Soviets».
¡Cómo no estar de acuerdo con él para decir y redecir que no se puede «suscribir a los dogmas cuando uno se dice enemigo de todos los dogmas»! Pero no se puede suscribir de manera unívoca sus argumentos contra algunos de los dogmas en los que creen ‐según él‐ los anarquistas; pues es demasiado simplista reducir la posición de los anarquistas a esto: en relación al Estado, como «el mal absoluto», a las elecciones como «trampas para estúpidos», y al modo de producción capitalista, como algo que «es necesario abolir». Además de que es esta manera de proceder, demasiado rápida y somera, lo que lleva a algunos a dudar de su objetividad para extraer del corpus anarquista ‐por heteróclito que él sea‐ «de que construir una teoría política capaz de actuar concretamente y de durar en los años inaugurales del nuevo milenario». Porque interpretan esas simplezas como una excusa de Onfray para desacreditar la crítica y el combate de los anarquistas contra el Estado, como poder de dominación, contra las lecciones, en la parodia de democracia , y contra el capitalismo, por ser el modo de apropiación por los capitalistas de las plus valía producida por los trabajadores ‐esta «expoliación de la fuerza del trabajo por los propietarios» que él dice «desaparecerá definitivamente» con el «socialismo libertario».
Que haya habido y haya aún anarquistas incapaces de ver la diferencia y que continúen aún en el rechazo caracterial de ciertas palabras, considerándolas cargadas de connotación negativa, es cierto. Pero Onfray no debería olvidar que hay otros anarquistas que si hacen tal diferencia, y que, incluso antes que él y con la misma convicción, han puesto en evidencia tales burradas y combatido los catecismo militantes para intentar «construir la anarquía en los hechos». Como también sería una burrada creer que es suficiente con anunciar el final de la «macropolítica» y el advenimiento de la «micropolítica», lo que sería «la verdad del postanarquismo», para que «la utopía concreta» se actualice y consiga convencer ‐siguiendo los consejos de La Boétie‐ a los liliputienses de «devenir libres», y de ponerse en marcha para «parar, obstaculizar y después inmovilizar» al gigante Gulliver. Pues, como lo reconoce el mismo, al final de ese libro, «el trabajo no falta»…
Debemos pues concluir que el postanarquismo ‐incluso concebido como «una teoría contemporánea»‐ sólo es un pensamiento que trata de conservar un cierto número de los ideales del anarquismo clásico para construir la anarquía en los hechos y permitirle de actualizar todas sus potencialidades emancipadoras. Lo que, como hemos visto, también es el objetivo del «neoanarquismo» actualmente en movimiento… y del cual nos habla Tomás Ibáñez en su último libro.
Así pues, que se actúe en nombre del anarquismo, del neoanarquismo o del postanarquismo, el hecho es que en este siglo XXI, que no llega aún a ofrecernos verdaderas razones de esperanza, «el trabajo no falta» a cuantos quieran obrar por un mundo sin explotación ni dominación, y, además, sostenible. Y ello no sólo porque el capitalismo no parece dispuesto a parar su obra depredadora ni el Estado a dejar de servirle sino también porque las multitudes no parecen aún dispuestas a rebelarse y a decidir por ellas mismas.
De ahí la importancia del trabajo de reflexión y de experimentación que se está haciendo en todos los frentes culturales e ideológicos contra la domesticación del pensamiento y el discurso del Orden; pues es de este trabajo de incitación a la conciencia crítica que puede emerger en los humanos el deseo/decisión de no obedecer ni mandar, de actuar contra todas las formas de la dominación y de experimentar otros modos de vida para inventar una convivencia auto‐eco‐sostenible (para todos) que pueda dar por fin un sentido verdaderamente humano a nuestras vidas y a la historia.
He aquí la revolución que se debe hacer en este siglo XXI si no queremos que la historia continúe a caminar de la manera tan absurda y estúpida como ha caminado hasta hoy.
Octavio Alberola
Tomado de: http://starm1919.blogspot.com.es/2016/06/las-nuevas-corrientes-del-pensamiento_18.html
Notas
1.- Ver el Discurso de la servidumbre voluntaria, de Etienne de La Boétie (1549).
2.- Y en el que se debe inscribir los Claude Lefort y Cornelius Castoriadis del grupo «Socialismo o barbarie», que se pretendía en la disidencia en relación a la concepción del Estado.
3.- Las crisis del marxismo, de Alain Lipietz, en el Coloquio Fin du communisme? Actualité du communisme. editado por Bidet&Texier, PUF, París, 1991.
4.- Como lo había sido para los jóvenes libertarios españoles desde que recomenzaron la lucha activa contra el franquismo al comienzo de la década de los años sesenta.
5.- L’anarchisme est mouvement, editado por Éditions Nada, en 2014.
6.- Al menos en el título de un libro: Post-Anarchism Anarchy, de Peter Lamborn Wilson, con el seudónimo Hakim Bey, en 1987.
7.- From Bakunin to Lacan. Anti-authoritarianism and the dislocation of power.
8.- Lo que habían ya hecho en 1987 los universitarios americanos Hakim Bey y Todd May.
9.- Editado en 2012 Francia por Édition Galilée.