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Las perspectivas de la pesadilla
 del capitalismo actual

La particularidad de la utopía negativa, o distopía, del capitalismo moderno es que no es soñada ni imaginaria sino que existe en acto, o sea, en efectivo desenvolvimiento en prácticamente todos los rincones del globo. En el origen de la formación de esta distopía están la naturaleza, los fines y las modalidades de funcionamiento de las instituciones fundamentales del sistema socioeconómico capitalista y el hecho de que se ha asumido progresivamente una posición de absoluto dominio, con el control poco menos que total del planeta a partir de mediados del siglo XVIII.
Por las características que distinguen a tal sistema, las clases financieras, expresión y sujeto agente, a diferencia de cualquier otra época del pasado son plenamente libres y garantizadas en su acción en el proceso de acumulación y concentración de la riqueza y del poder, que constituye el modo fundamental de ser y de operar. Lo que sucede y transforma en pesadilla la aspiración a magníficas y progresivas suertes, precisamente por la manera de ser y de funcionar del móvil del beneficio y de la lógica de empresa, a largo plazo -en realidad en pocos cientos de años- es que el proceso de acumulación y concentración solo ha podido realizarse con menoscabo de los otros componentes de las colectividades humanas.

Los abanderados del sistema económico imperante tienden a subrayar los aspectos que a ellos les parecen positivos y que ensalzan mucho hablando de progreso, modernización y salida de la pobreza de centenares o miles de millones de seres humanos.
Sin embargo, es de observar cómo, en general y no por un consenso episódico, estos pretendidos aspectos positivos, fruto real o ficticio de la distribución creadora típica del modo de ser y de actuar del capitalismo moderno, no son ni generales ni definitivos ni privados de incógnitas, ambigüedades, riesgos y costes. Los adalides del capitalismo triunfante tienden irresistiblemente a minusvalorar, negar o ignorar los aspectos negativos, cuyo conjunto puede superar de lejos los efectos considerados como positivos.
Parecería oportuno, sobre todo porque se habla de destrucción creadora por parte de quien está familiarizado con balances y contabilidad, hacer una cuenta lo más completa y exacta posible del valor de lo que se crea y de lo que se destruye, y efectuar las oportunas comparaciones. Se debe subrayar, por un lado, que la progresiva afirmación y expansión del capitalismo moderno ha demostrado no poseer y no preocuparse en modo alguno de medidas idóneas para evitar o limitar la tendencia indiscutible a la acumulación y concentración de la riqueza y al progresivo acentuarse y agravarse de los niveles de desigualdad en las naciones y los diversos componentes sociales.

Por otro lado, hay que subrayar que la afirmación y expansión han comportado un derroche formidable de recursos ya que, con la lógica de maximización de los beneficios que siguen por todo el mundo a las normativas más favorables y a la acumulación de riqueza, se ha creado una capacidad productiva compleja enormemente sobredimensionada con respecto a la demanda global de bienes y servicios efectivamente producidos. Si no hubiera necesidad, todo esto confirma que la lógica del beneficio y de su maximización es una cosa diferente y ajena a la mejor y más completa satisfacción de las necesidades de los seres humanos, y solo de modo casual y episódico se pueden encontrar con tales exigencias.
La única regla del capitalismo en toda época es, sin duda, obtener el máximo a cambio del mínimo posible, no facilitar bienes y servicios o satisfacer necesidades o dar empleo a trabajadores o resolver problemas de la colectividad, salvo que no se tenga más remedio. En cualquier caso, como innegablemente ha sucedido y no solamente en el siglo XXI, una cantidad imponente de recursos, además de emplearse en la mejora de las condiciones de vida y de trabajo de la gente común, se ha empleado en beneficio de las clases financieras.

Por otro lado, está claro que frecuentemente se han derrochado, destruido o empleado de manera aparentemente loca o irracional ingentes recursos, siempre que se ha considerado útil o necesario para crear y multiplicar las ocasiones en que incrementar los beneficios y réditos.
No es insignificante otro lado de la cuestión, la pesadilla, constituida por la permanencia de conflictos armados y la fabricación y venta de armas, que tiene como resultado un doble o triple proceso de derroche y destrucción de recursos, ya en el acto de producirlos y también después en su uso y en los efectos directos e indirectos que provocan. Obviamente, la culpa de las muertes y de las destrucciones siempre se atribuye a alguien o a algo, y no a la lógica del beneficio y a los intereses de las clases financieras. Pero es bastante difícil creer que habría producción y comercio de armas, y guerras, si de todo ello las clases hegemónicas, en vez de ganancias, sufrieran pérdidas.

Otro aspecto de la pesadilla reside en la dinámica de la población mundial, de cuyo extraordinario incremento previsto para las décadas venideras las instituciones del capitalismo triunfante no tienen previsiones ni intenciones de afrontar. Podemos deducir que tal desinterés o descuido hacia algo que parece el mayor problema de la humanidad, puede explicarse por el hecho de que su solución requeriría un uso racional, o como poco no destructivo o derrochador de los recursos disponibles. Otro aspecto, estrechamente conectado a la transformación en pesadilla del sueño de progreso en la civilización capitalista, está constituido por la cuestión medioambiental, o sea, por el problema de la combinación del crecimiento demográfico y del incremento de los niveles de consumo de cada vez más amplios estratos de la población mundial. Los conflictos surgen cada vez más graves y complejos entre las exigencias contrapuestas de producir alimentos y bienes de consumo para las masas y las exigencias crecientes de la población mundial, y la escasez, la contaminación, la destrucción irreversible de recursos irreproducibles, atribuible, aunque no en exclusiva pero sí en amplia y preponderante medida, a la lógica de la maximización de los beneficios y a los efectos, perversos pero inevitables, de las modalidades operativas y de los intereses de las clases financieras.

Límites, peligros y desastres de la avidez


Los partidarios y adalides de lo que habitualmente se define como sistema capitalista, opinan que muchos de sus innegables defectos no sirven para devaluar sus ventajas, evidentemente juzgadas como superiores y, de hecho, como muy superiores. Y todavía esta opinión sigue sin abonar con datos concretos.
Como mínimo, podemos afirmar o, mejor, constatar que el hombre común y los trabajadores han utilizado al mínimo, en términos de mejora de la calidad de vida y de las condiciones de trabajo, el formidable progreso científico y tecnológico registrado en el arco de vida del capitalismo moderno. Lo que no ha implicado solo la calidad, la cantidad y el precio de los bienes y servicios producidos sino también las condiciones de trabajo. En otras palabras, lo que podría traducirse en menor esfuerzo, duración, peligrosidad, insalubridad y monotonía en el desarrollo de la actividad laboral, se ha concretado fundamentalmente en una reducción del número de trabajadores y, por ello, de los costes, con el consiguiente incremento de los niveles de beneficio, y no precisamente de manera temporal.

Esto ha sucedido por el mero hecho de que el sistema jurídico e institucional vigente consiente a las empresas y a los hombres de negocios que las gestionan, apoderarse de la totalidad de los frutos de tales progresos y distribuir solo las migajas entre las clases bajas cuando las circunstancias lo hacen inevitable.
Por otro lado, nadie tiene la posibilidad de conocer cuáles y cuántas ocasiones de progreso en los diferentes campos del conocimiento humano se han perdido para siempre por causa de la inicua distribución de oportunidad consustancial al modo de ser y de actuar del sistema socioeconómico capitalista.

Es indudable esa responsabilidad en la génesis de los grandes problemas de la época actual, cuya solución no tratan de buscar las clases financieras hegemónicas. Entre ellos, incluimos la contaminación de tierras, mares y aguas interiores, los problemas de carencia y calidad de los recursos alimentarios, energéticos e hídricos, las consecuencias de los cambios climáticos en términos de desertificación y catástrofes naturales, las grandes migraciones debidas a causas y efectos económicos, naturales y bélicos, la permanencia e intensificación de conflictos, en parte por los factores mencionados pero también por los intereses de los fabricantes y traficantes de armas y de las grandes empresas financieras. Al menos a partir de los años setenta del siglo pasado y cada vez de forma más acentuada, se observa que las clases financieras se han ido liberando de todo tipo de frenos que, de alguna manera aunque inadecuada y nada eficaz, limitaban los daños de un ejercicio demasiado libre de sus actividades. Esto ha dado lugar a una actuación progresiva de las actividades financieras en ausencia casi total de dirección, de reglas ni de control.

Se ha llegado a teorizar el valor positivo de la avidez y de la acumulación y concentración desenfrenada de riqueza, ignorando un aspecto, consistente en el hecho, de común observación, de que el móvil de la avidez y del enriquecimiento en sí mismo no tiene ninguna relación con el bienestar de la sociedad humana ni con la satisfacción de sus necesidades o la solución de sus problemas. Para que esto pueda suceder, son necesarios controles, reglas, direcciones, límites y frenos, que la ideología ultra o turbo capitalista y los políticos a quienes los intereses creados financian la carrera y las campañas electorales, han suprimido, creando las condiciones para el desastre de 2008, para los sucesivos y para otros que están todavía por llegar. Por otro lado, la utopía negativa (o distopía) últimamente se revela más peligrosa y sustancialmente fuera de control, y cada vez más independiente de voluntades, ideologías o complicidades de los empresarios y directivos en el desarrollo de la actividad financiera.

De hecho, la creación desproporcionada y disparatada de valores monetarios, crediticios y financieros en amplia y preponderante medida se produce por la lógica de funcionamiento del propio sistema, aunque se ve, obviamente, multiplicada y exaltada por la ausencia y la eliminación de las reglas.
En la forma misma de funcionar del sistema capitalista está implícito -y no se puede eliminar- un elemento de azar, consistente en la multiplicación de los valores monetarios y crediticios de todo género imaginable. En ausencia de reglas y frenos, esta creación de la nada, con el inevitable azar y la pesadilla en que a la larga puede derivar, no tiene otro límite que el infinito.

En tiempos considerados normales, o sea de expectativas positivas y optimistas sobre el desarrollo y expansión de las actividades financieras, la cantidad y los valores de los productos monetarios, crediticios y financieros tienden irresistiblemente a expandirse, y con ellos los precios de bienes y servicios, tanto de consumo como de inversión o de carácter especulativo, tanto si son tangibles como si son de tipo intangible o financieros. Está totalmente fuera de duda que precisamente esta última categoría de bienes y productos tiende a expandirse y que en realidad se expande en medida inconmensurablemente superior a las otras. Esto implica que quien puede, tiene la posibilidad de aprovecharse de tal proceso de proliferación y multiplicación de bienes y valores financieros enriqueciéndose en detrimento de los demás componentes sociales. Por otro lado, no son pocos los economistas y las escuelas de pensamiento social que consideran evidente que la inflación, o sea el aumento de precios, especialmente con tasas elevadas y no pocas veces causado por la política monetaria de los gobiernos, contribuye en medida muy relevante a la desigualdad en la distribución de la riqueza o del rédito. Es banal y obvio que cualquiera que viva del beneficio tiene la posibilidad de adquirir los factores productivos a precios más bajos para luego vender el producto acabado a precios aumentados y enriquecerse en perjuicio de los asalariados y rentistas a renta fija y ahorradores, agravando así los niveles de desigualdad.

En otros términos, un proceso de desarrollo implica en sí mismo una transferencia de riqueza a favor de los perceptores de beneficios y rentas financieras, y por ello niveles crecientes de desigualdad e injusticia, acentuados por factores de orden financiero y especulativo, como expansiones crediticias y devaluaciones monetarias, más que por la dinámica propia de los procesos productivos.

Francesco Mancini

Publicado en Tierra y libertad núm.352 (diciembre de 2017)

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