La apelación a la «libertad» en nuestras sociedades modernas (o posmodernas, si se quiere) es constante. Tanto a un nivel político, para el buen funcionamiento de la democracia representativa (ya saben, la dominación más «amable» y autoasumida), como en el plano consumista y en el mercado capitalista, se apela a un sujeto libre, que supuestamente actuaría libremente para elegir una cosa u otra.
No hace falta demasiado recorrido para desmontar dicha falacia, ya que esa libertad de elección se ve estimulada, de forma también continua, precisamente para fomentar unas posibilidades de elección y adquisición preestablecidas. Los distintos dispositivos de poder, en el ámbito que fuere, hayan su legitimidad precisamente en esa aparente libertad ciudadana. Los anarquistas clásicos poco podían imaginar el gran nivel de sofisticación del que se han investido los mecanismos de dominación. Estos, incluso en el plano económico y productivo, acuden constantemente a la libertad del trabajador, y la utilizan en algunos aspectos, para incrementar su rentabilidad y asegurar la sumisión. Toda la sociedad de consumo, de forma obvia, está construida en base a una concepción del individuo supuestamente libre.
Si queremos libertad, debemos comprarla en el mercado, por mucho que nuestro nivel adquisitivo no alcance o, aún peor, paguemos un precio excesivamente alto, que no es precisamente el monetario. Si deseamos una vivienda o un coche de ensueño, tal vez no nos hemos detenido demasiado en el hecho de que para adquirirlo tenemos que emplear mucho tiempo de trabajo, que podríamos usar en aspectos más enriquecedores, en ese empeño. Lo que nos moldea como sujetos, nuestra conciencia e imaginario, está constituido por una serie de dispositivos sociales que haríamos bien en desentrañar. No existe una naturaleza humana determinante, somos producto en gran medida de un determinado contexto ambiental, por lo que nuestra voluntad supuestamente libre merece la pena siempre ser analizada. Las preocupaciones en el anarquismo sobre la libertad y el poder han sido constantes, las ha diferenciado bien de las meras concepciones del liberalismo, según las cuales desaparecida (supuestamente) la dominación, ya podemos hacer lo que deseamos. No es tan sencillo, se obvia aquí todo aquello que nos conduce a ese aparente «deseo», lo que nos convence de que ya somos «libres» y podemos actuar en consecuencia.
El anarquismo no puede entender la libertad simplemente como ausencia de poder, como una exclusión mutua entre ambos conceptos. Del mismo modo, su supuesta vinculación con el liberalismo se viene definitivamente abajo si entendemos que el mismo no preconiza acabar con la dominación, sino que establece un poder amable y sutil que estructura esos espacios aparentemente libres. El liberalismo, a pesar de las apariencias, asegura un nuevo escenario de dominación o, en otras palabras, asume que no existe cuando sencillamente la misma ya ha sido incorporada de forma más o menos invisible. No hace falta insistir en que el anarquismo es uno de los mayores movimientos sociales y políticos, sino el que más, que ha insistido en una concepción amplia de la libertad; consecuentemente, se ha preocupado y ha analizado los diversos dispositivos de dominación. Es por ello que estamos obligados, en una sociedad que cambia a ritmo vertiginoso, y en unos mecanismos de dominación cada vez más sofisticados, a seguir analizando y buscando prácticas de libertad innovadoras. Tal vez, ya no es tan sencillo como observar el poder como una gran losa sobre nuestras cabezas, que una vez desaparecida y gracias a un gran evento revolucionario puede traernos la sociedad deseada. Desgraciadamente, esta concepción clásica, aunque útil en el imaginario libertario en los aspectos de deseo para estimular la voluntad, resulta ya cuestionable a modo práctico en un escenario muy diferente.
La libertad, las «prácticas de libertad» libertarias, no puede ser solo una fuerza activada sin más ante la ausencia de obstáculos. Tal y como sostiene Tomás Ibáñez, con ecos de Foucault, hay que observar la libertad «como algo que se construye dentro de un campo de fuerzas». Desde este punto de vista, las prácticas de libertad edificarían su identidad en base a su contrario: el poder. Igualmente, hay que ver la libertad, no meramente como la consecución de un deseo, sino como una praxis creativa e innovadora, que a medida que se desarrolla abre nuevos campos y posibilidades. El anarquismo, dentro de esa concepción amplia y compleja de la libertad, siempre insistió en que su práctica solo se puede desarrollar en un determinado escenario social, económico y político. Es decir, la libertad no es un valor absoluto (concepción en la que se incurre a menudo en una visión vulgar sobre el anarquismo), sino que está vinculada y condicionada por otra valores, como la igualdad y la justicia. Del mismo modo, la libertad para el anarquismo no es individual, sino que está inscrita en lo social; mi libertad depende de la de los otros debido a que esa libertad es una de las condiciones indispensables para la propia relación social. El anarquismo no busca un espacio sin interferencias para ejercer la libertad, algo que nos remite a un supuesto estado ideal que hemos perdido, sino que se esfuerza en vencer las interferencias para construir un nuevo espacio libertario.
Es esto lo que se quiere decir cuando se afirma que el poder y la libertad se alimentan mutuamente: tal vez somos libres porque tenemos esa capacidad de rebelarnos y rechazar lo que obstaculiza nuestra libertad. Para una concepción clásica del anarquismo, puede resultar desconcertante esta visión sobre que las prácticas de libertad y el poder no existen el uno sin las otras. A pesar de ello, invitamos a la reflexión para buscar nuevas prácticas de liberación. Es más, precisamente es esa concepción de resistencia frente al poder lo que permite fusionar unas prácticas de libertad (no una concepción abstracta de la misma) con las posibilidades de liberación. Hay que observar la libertad como una práctica de resistencia, frente a cualquier mecanismo de dominación, que a su vez da lugar a una nueva realidad en el proceso en un permanente movimiento. Por buscar un nexo con pensadores clásicos, muchos de ellos ya insistieron en que la sociedad ideal nunca se alcanzaría, pero en su persecución es donde hayamos mayores cotas de libertad y liberación. Lo que debemos hacer también, como libertarios, es desenmascarar ese intento actual constante de instrumentalizar la libertad para ejercer nuevos formas de dominación. Tal vez, comprender que la liberación se desarrolla de forma antitética a la dominación, construyendo en el proceso nuevas realidades, pueda ayudar a hacerlo.
Buenas reflexiones. No olvides que la gran aportación de la mayor parte del anarquismo, no de todo el anarquismo, es haber vinculado libertad y solidaridad. Eso nos aleja de la libertad individualista del liberalismo radical y nos acerca al concepto cristiano de libertad y dignidad personal, muy bien defendido en los años sesenta del pasado siglo por la teología de la liberación.