Los problemas que conlleva la idea de Dios

El muy combativo ateo Michel Onfray declaró una vez que la creencia en Dios se asemeja a la de pensar que Papá Noel o Santa Claus existen. Aunque estas argumentaciones resulten atractivas y escandalicen en según qué contextos, no soy muy amigo de simplificar así la cuestión. Aunque solo sea por la implicaciones que tiene la idea de Dios, no resulta muy apropiado compararla con otras supersticiones y personajes de ficción. A lo largo de la historia, el asunto de Dios ha preocupado tanto a los filósofos que, al menos, hay que esforzarse un poquito más si consideramos señalar lo absurdo de determinadas creencias. Frente a tanto desvarío en el debate, tanto juicio intimidatorio, tanto exhabrupto y tanto relativismo posmoderno, tal y como pide Fernando Savater en La vida eterna, es bueno acudir a los clásicos de la Ilustración.

Veamos qué dice David Hume, en Historia natural de la religión: «El único punto de la teología en el cual hallaremos un casi universal consenso entre los hombres es el que afirma la existencia de un poder invisible e inteligente en el mundo. Pero respecto de si este poder es supremo o subordinado, de si se limita a un ser o se reparte entre varios, de qué atributos, cualidades, conexiones o principios de acción deben atribuirse a estos seres, respecto de todos estos puntos hay la mayor discrepancia en los sistemas populares de teología». Hume señala una primera condición, que el dios es invisible; la divinidad no sería ninguna de las cosas perceptibles de este mundo, sino su fundamento. Según este punto, tener mentalidad religiosa es sustentar lo que nuestros sentidos perciben en algo inverificable, pero que se considera imprescindible para explicar la realidad; se suele pensar que la divinidad interviene en el mundo, pero no se rige ni está obligada por las leyes naturales. Los ateos solemos ser, obviamente, materialistas, negamos un plano «espiritual», pero hay que ser cauto a la hora de forzar nuestros argumentos con peticiones de que la divinidad imperceptible se materialice de algún modo (estamos hablando, en tal caso, de «espiritismo», que deberíamos considerar igualmente absurdo).

Hume señala una segunda condición y es que el dios invisible es también inteligente. Estamos aquí en un punto clave para la mentalidad religiosa, la existencia de una voluntad y un propósito trascendentes al ser humano, que no es obviamente la concurrencia en el universo de efectos y causas, sino una subjetividad que proyecta y decide: el dios no es algo, sino alguien, es personal como lo somos nosotros. Gracias a Hume, podemos comprender la disposición religiosa de la mente humana, anterior a la comprensión científica: «Existe entre los hombres una tendencia general a concebir a todos los seres según su propia imagen y a atribuir a todos los objetos aquellas cualidades que les son más familiares y de las que tienen más íntima conciencia. Descubrimos caras humanas en la luna, ejércitos en las nubes. Y por una natural inclinación, si ésta no es corregida por la experiencia o la reflexión, atribuimos malicia o bondad a todas las cosas que nos lastiman o nos agradan».

La sicología evolutiva confirma y aclara lo dicho por Hume, la especie humana es depredadora y, para sobrevivir, es preferible atribuir intencionalidad a lo que no la tiene frente a desconocerla donde se produce. Hay que tener esto en cuenta, en los orígenes atribuir designio voluntario a los fenómenos naturales, a las enfermedades o al universo entero no constituía una estúpida superstición, sino una prudente precaución. La mentalidad religiosa considera que la divinidad invisible es, además, inteligente, obra con intención y motivos y ayuda al creyente a comprender mejor el fundamento real; no es una inteligencia animal, como la de las presas que persigue el ser humano o la de los depredadores que le persiguen, sino antropomórfica: al ser la divinidad personal, el creyente puede mantener una relación privilegiada con ella. Jean-Marie Guyau, en La irreligión del porvenir, señaló que el primer beneficio de la religión era la extensión de las pautas sociales, con mayores o menores modificaciones, al universo entero. Se encuentre donde se encuentre el creyente, puede mantener una reciprocidad con la divinidad inteligente, crea un entorno de seguridad sicológica extendiendo así su hogar al mundo entero.

Savater considera que la divinidad, por mucho que no resulte una compañía social fácil de manejar, resulta preferible a los creyentes frente a la hostil e impersonal necesidad de la naturaleza. Tal vez, algo que forma parte de las religiones, además de la propia creencia en un dios que se necesita es, a la vez, creer que ese dios necesita a sus creyentes. Se intenta conseguir de los dioses una respuesta positiva; a pesar de su excepcionalidad, se considera que pertenece a la comunidad humana lo mismo que los humanos pertenecen a la divina. Es la evolución histórica de las religiones la que da lugar a la sofisticación de esa creencia, se renuncia a los métodos coercitivos y se establece un acuerdo ético y legal entre la divinidad y el hombre: el dios se convierte en garante y legislador de la rectitud moral, los creyentes acatan esas normas y esperan el correspondiente premio o sanción conforme con su conducta en el mundo ultraterreno propio de la divinidad. Por supuesto, ese hecho da lugar a uno de los grandes problemas de los que se ha ocupado la teodicea: la responsabilidad de la divinidad ante los males que se producen en el mundo.

Obviamente, hay males para la humanidad que no son más que fenómenos naturales, pero muchos otros son responsabilidad de los hombres ante los que Dios permanece impasible; a estas alturas, no basta con considerar un supuesto castigo para los responsables en el mundo sobrenatural de los creyentes. Uno de los mayores problemas de la religión es la existencia de intermediarios entre la divinidad y los creyentes, los cuales aportan justificaciones absurdas como que Dios no desea estar interviniendo permanentemente con medidas correctoras ante el rumbo que toman las cosas. La creencia en los milagros, los cuales no parecen producirse para solucionar los grandes problemas, conduce ante una de las argucias habituales de los religiosos: la apelación al misterio de la voluntad divina («ese asilo de toda ignorancia», como dijo Spinoza). A pesar de la evolución obvia de estos problemas de la religión, que hay que considerar, sin que nadie se ofenda, algo pueriles; los creyentes en mayor o en menor medida siguen apelando a la intervención divina. Sin embargo, su ideal de bondad y perfección parece actuar de modo muy arbitrario cuando observamos las grandes catástrofes que afectan a multitud de seres humanos, tanto víctimas como verdugos. Hay religiosos que consideran que su dios respeta la libertad humana, mientras que otro apelan a lo inescrutable del designio divino; lo que pedimos desde este texto es un poco de reflexión sobre los absurdos de la religión.

No obstante, el debate sobre la naturaleza y designios de la divinidad ha dado lugar a una entrega muy entusiasta. Savater, en la obra citada, considera tres actitudes básicas ante la cuestión: en primer lugar, la de quienes simplemente desmontan como inverosímil, inconsistente o falsa de cualquier modo la creencia en uno o varios dioses; en segundo lugar, la de los que consideran que la fe en Dios consiste precisamente en creer en un ser invisible totalmente incomparable en cuanto a su esencia a cuanto conocemos o podemos comprender; en tercer y último lugar, la de quienes aceptan la divinidad como el esbozo todavía impregnado de mitología de un concepto supremo que sirve para pensar el conjunto de la realidad, aunque no tenga los rudos rasgos antropomórficos que habitualmente se le otorgan. Por supuesto, no existe una división rígida entre cada una de las tres posiciones, lo mismo que existen subdivisiones e influencias mutuas en ellas dentro de un debate mantenido desde hace siglos. El primero de los tres órdenes es el de los ateos; ya Jenófanes de Colofón (siglo V a.e.c.) señaló que los dioses se parecen sospechosamente a los humanos que los veneran, mientras que Lucrecio (siglo I a.e.c.) estableció que en el principio fue el temor (a lo desconocido, a lo arbitrario o a la muerte) en que dio lugar a la caterva de dioses.

David Hume, a pesar de que nunca hizo profesión de ateísmo tal vez por temor, en su Historia natural de la religión intenta una antropología de la cuestión ofreciendo causas social y sicológicamente plausibles para el paganismo y el monoteísmo, alejándose de justificaciones sobrenaturales oficiales; pero es en su obra Diálogos sobre la religión natural donde refuta, tanto al teísmo como al deísmo, al demostrar que no hay razones para creer que el universo es un reloj que precisa un relojero (ni para fabricarlo ni para garantizar su funcionamiento). Es Feuerbach el que irá más allá de Hume al sostener que la razón sicológica de la creencia en Dios es el conjunto insatisfecho de los deseos humanos; se proyecta hacia el mundo ultraterreno todo lo que se apetece y no alcanza en este mundo, a la vez que sirve de consuelo para los sufrimientos de los seres humanos y se brinda una coartada para no mejorar la situación terrenal.

Con Feuerbach, tan influyente en grandes autores posteriores, el ateísmo pasa de ser una mera negación de las creencias religiosas a una denuncia de las mismas y de su función en la vida de los individuos y las sociedades. La posición en la gran obra de Feuerbach, que constituye uno de los puntos clave para el proyecto de la modernidad, trata de ser combatido por teólogos modernos al desprender a Dios de sus rasgos personales: de nuevo, una apelación a lo incomprensible, que esta vez desprende a la divinidad de sus rasgos humanizadores y trae nuevos problemas que contradicen la tradición religiosa. Dios para de ser alguien a ser algo, lo que está ya a punto de convertirse en ser nada. Savater cuenta una divertida anécdota que hemos vivido en todo debate religioso; aquellas personas que, recelosos ya de reconocer sus creencias, afirman algo así como «hombre, yo creo que hay algo»; la respuesta debe ser «vaya, que hay algo es cosa en la que todos estamos de acuerdo, incluso los más incrédulos. De lo que se trata al mencionar a Dios es si creemos o no que hay alguien».

José Meslier

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