El anarquismo, aunque tenga una extensa prehistoria, nace en la primera mitad del siglo XIX; por lo tanto, al igual que el marxismo, es consecuencia de la Revolución francesa, del triunfo de la burguesía, de la formación de la clase obrera y del desarrollo del capitalismo industrial. Por muchos precedentes que podamos señalar, no podemos hablar de anarquismo explícito antes de Proudhon; dejaremos para más adelante, la primera y significativa controversia que tuvo este autor con Marx.
Como primer hecho diferencial, evidente, con las ideas de Marx, hay que hablar de una concepción materialista y evolucionista de la historia y del universo mucho menos rígidas en el caso del anarquismo. Aunque los primeros anarquistas, como Bakunin y Kropotkin, sí poseen esa visión materialista y la vinculan con las ideas ácratas, importantes figuras posteriores vendrán a matizar la cuestión y negarán especialmente cualquier forma de determinismo en la historia y en la posible construcción de una sociedad libertaria. Es más, el acusado cientifismo que se da en las ideas marxistas, como fuente de conocimientos incontrovertibles, un paradigma que puede extenderse a la civilización occidental en el siglo XIX, es también objeto de crítica, especialmente en el anarquismo desarrollado en el siglo XX; podemos mencionar a dos figuras importantes, como ejemplo de dicha crítica, como son Malatesta y Landauer.
El sujeto revolucionario dentro del marxismo es el obrero industrial, aquellos que han abrazado las ideas de Marx se encontraron entre las capas medias y altas de la clase trabajadora. Marx y sus seguidores se esforzaron a menudo en presentar al anarquismo como una ideología pequeño-burguesa; otros marxistas más lúcidos, y con miras más amplias, acabaron reconociendo que el anarquismo es una poderosa alternativa para las ideologías obreristas. Por mucho que se trate de desvirtuar la historia, allá donde se ha desarrollado el anarquismo ha encontrado simpatías, especialmente, entre los obreros y los campesinos. Es más, como es sabido, es en Barcelona donde mayor arraigo encontraron la ideas anarquistas y la clase obrera industrial las adopta firmemente como una gran alternativa revolucionaria. En otras ocasiones, han sido los campesinos los que han utilizado el anarquismo como arma socialmente transformadora, mientras que en algunas circunstancias también lo han hecho los desclasados; los que en la terminología marxista se denominan peyorativamente como lumpemproletariado, aquellos que se encuentran por debajo o al margen del proletariado. Con esto se quiere evidenciar el carácter no dogmático del anarquismo, su falta de rigidez en la visión social e histórica; el sujeto revolucionario puede ser en la visión ácrata cualquier clase oprimida, tal y como han reconocido algunos marxistas como Marcuse.
La gran diferencia política entre marxistas y anarquistas se encuentra en la concepción de la sociedad, del Estado y de la revolución. Todos los pensadores anarquistas, como ya hemos insistido muy a menudo, distinguieron entre Estado y sociedad; la sociedad es una realidad natural, mientras que el Estado vendría a ser una degradación de aquella; el Estado, para el anarquismo, es una realidad jerárquica y coercitiva, una permanente división entre gobernantes y gobernados, que se ha relacionado con la propia separación de clases y con el nacimiento de la propiedad privada. Aunque los marxistas pueden estar en gran medida de acuerdo con esto último, ellos consideran que es la propiedad privada y la división de clases la que da lugar al poder político y al Estado; por lo tanto, para los marxistas, el Estado es un instrumento con el que la clase dominante asegura sus privilegios y sus propiedades. Desde este punto de vista, existe una relación lineal y unidireccional entre el poder político y su consecuencia, el poder económico. Los anarquistas poseen en cambio una visión circular y, podemos decir, dialéctica; pueden estar de acuerdo, en algunos momentos originarios, en que el poder político genera el económico, lo mismo que puede considerarse lo contrario en muchos otros. Estamos en la raíz de las grandes diferencias entre el marxismo y el anarquismo.
Los anarquistas han considerado desde sus orígenes que cualquier revolución que no acabe con el poder político, al mismo tiempo que con el poder económico, se encuentra condenada a fortalecer el Estado, atribuyéndole consecuentemente todos los derechos, y a generar una nueva clase dominante. Esta polémica, presente ya en Marx y en Bakunin, resultó tristemente profética; la praxis marxista demostró que los anarquistas tenían razón y algunos marxistas, lúcidos y heterodoxos, acabaron reconociendo que los llamados países socialistas cambiaron el capitalismo liberal por capitalismo de Estado, que una nueva clase técnica y burocrática sustituyó a la burguesía, y que las llamadas «democracias populares», no solo no superaron a la democracia representativa, sino que agravaron al máximo sus defectos y limitaciones; la gran ironía es que de los soviets, auténticos órganos de autogestión obrera en 1918, solo quedaría el nombre en el monstruo totalitario conocido como Estado «socialista». Un heredero de Marx, como Cornelius Castoriadis, del que hablaremos más adelante, de posiciones heterodoxas y que luego se acercaría al socialismo libertario, reconoció la deriva burocrática de la praxis marxista y la necesidad de la autonomía de la clase trabajadora.
Proudhon frente a Marx
El primer encuentro entre los dos autores se produjo en París en 1844, el alemán tenía 25 años y el francés 35 y, a partir de entonces, parece ser que las reuniones entre ambos fueron frecuentes durante al menos un año. Marx declararía en alguna ocasión, con cierta suficiencia, que si Proudhon conoció el hegelianismo fue gracias a él y, aunque ello sea cierto, poco importa para conocer lo valioso del pensamiento de uno o de otro. Tanto Marx, como posteriores intérpretes de su doctrina, tal vez algo adoradores ciegos de la fortaleza teórica del alemán, hablarán con desdén de los intentos de Proudhon por partir de la dialéctica para elaborar un discurso filosófico propio; a nuestro modo de ver las cosas, lo consiguió más que de sobra. No hay que hacer, en primer lugar y para recuperar de manera limpia y honesta el pensamiento de determinados autores, excesivo caso a unas críticas marxistas que parecen muy parciales, reiterativas y, además, a las que la historia parece ir colocando en su sitio. Parece ser que Proudhon, en la línea de la labor que haría posteriormente Bakunin, había advertido a Marx sobre la intolerancia de sus postulados. Además, Proudhon elaboraría una obra, Filosofía de la miseria (1846), en la que tal vez se puede notar la influencia de Hegel y de Marx, pero con una asimilación libre de su pensamiento y estableciendo un discurso propio.
Era tal vez demasiada independencia para el alemán, que no tardaría en escribir su respuesta, La miseria de la filosofía (1847), a la que también puede denominarse sin ambages el antiproudhon, en la que trata de demostrar que poco había entendido o quedado de la dialéctica en el pensamiento del francés. Insistiremos, las críticas de Marx, por muy brillante que fuera este autor, pierden fuelle ante su partidismo y dogmatismo; así lo dejan ver calificaciones totalmente inapropiadas a Proudhon de «utopista» o de «pequeño burgués», algo por otra parte habitual en Marx y en algunos marxistas, etiquetar a todo el que ose contradecirles. Cuando Proudhon se encuentra con Marx, no es ya un joven, habrá tenido múltiples influencias, como la del socialista utópico Fourier (es una pena, es cierto, que no le influyera más en cuestiones de moral sexual), gran amante de la dialéctica; es posible asegurar que poseía el autor de ¿Qué es la propiedad? ya sus propias ideas, su propia concepción de la dialéctica. Partiendo de la lógica de Hegel, al que puede decirse que se opondrá posteriormente, elabora lo que se atreverá a denominar, como un filósofo con personalidad propia, teoría o dialéctica serial; esta visión dialéctica, que observa el pluralismo en la naturaleza y en la sociedad, se extiende al ámbito económico y político, y por supuesto al principio federativo proudhoniano, parte primordial de la propuesta política y filosófica ácrata. Proudhon apuesta por un equilibrio de fuerzas antagónicas, sin que haya ningún principio superior que las sintetice, y se niega a aceptar el «absolutismo» de ningún elemento, insistimos, también en el terreno social. El acercamiento a la verdad se produciría gracias al equilibrio, a una permanente tensión y contradicción.
Para Marx, igual que para Hegel, el movimiento dialéctico se caracteriza por el enfrentamiento de dos elementos contradictorios (tesis y antítesis) hasta su fusión en una categoría nueva (síntesis). En la propuesta de Proudhon, no existen tres elementos, sino únicamente dos, que se mantienen uno junto a otro de principio a fin. No hay un final sintetizador, sino equilibrio, una especie de antinomia persistente. Numerosos marxistas acusarán a Proudhon de renuncia o impotencia para resolver los antagonismos sociales. Nada más lejos de la realidad. El autor de Sistema de contradicciones económicas desconfía de la perfección, pero no renuncia en absoluto al progreso, su dialéctica no es estéril ni inmovilista. Es más, el auténtico progreso (o ascenso) se encontraría en un constante flujo y reflujo. La guerra o polémica sería una de las principales categorías de la razón humana, tanto especulativa como práctica, y de la dinámica social. La paz se establece en la permanencia del antagonismo, no en la destrucción recíproca, sino en la conciliación ordenadora y en el perfeccionamiento sin fin. Los términos derivados de esta conciliación son justicia, igualdad, equilibrio o armonía y en todos ellos están unidos lo real y lo ideal. Proudhon propone un equilibrio en la diversidad, continuamente inestable, susceptible de ser perfeccionado.
En lo social, los elementos que en estado puro serían nocivos, gracias a la unión con su contrario, y a la corrección consecuente, mantienen el movimiento de la vida; el equilibrio recibirá el nombre de justicia. Sin embargo, la justicia no será solo el resultado del equilibrio, sino también el principio que asegura su realización (algo, tal vez, oscuro en la obra de Proudhon y que remite de alguna manera a cierto principio trascendente). Donde se aparta también de Hegel y de Marx es en la elaboración de toda una teoría de la libertad, como fuerza de la colectividad soberana, y de la justicia, como ley; se niega a aceptar, en definitiva, un pseudoprogreso que no es más que un proceso determinista y apuesta firmemente por la libertad humana. Frente a una síntesis que mecaniza el proceso y que inhibe la iniciativa humana, Proudhon apuesta por el acto creador. Diego Abad de Santillán escribiría que el filósofo francés deseaba la «revolución permanente» (concepto que irá más allá de su significado marxista y trotskista), en ese afán por un progreso constante y por una justicia siempre presente. Por supuesto, no todo está diáfano en la teoría de Proudhon, su propuesta conciliadora parece tender a la síntesis en algunas lecturas y hacia la dificultad en otras, no resulta fácil resolver los conflictos sin suprimir la tensión entre opuestos, y su negación de toda trascendencia en su movimiento dialéctico no casa del todo bien con la asignación al proceso de una norma y de un fin. No obstante, las fisuras que puede haber en todo gran pensador no debe conducirnos al desdén, máxime cuando se trata en el caso de Proudhon de alguien que apostó por el progreso sin caer en la ilusión del devenir ni en ningún tipo de determinismo.
En el ámbito económico, donde coinciden Marx y Proudhon es en considerar que es únicamente el trabajo lo que crea valor. Sin embargo, en la concepción de la sociedad socialista, encontramos ya la gran divergencia entre anarquistas y marxistas; si Marx parece conformarse con considerar que en una sociedad sin alienación las decisiones colectivas solo pueden ser correctas, Proudhon teme que un poder central destruya la libertad individual y la espontaneidad de los trabajadores. Es en La capacidad política de la clase obrera donde Proudhon insta a los trabajadores a sacudirse toda tutela y a que se conduzcan hacia la autogestión. En algunos momentos de su obra, Proudhon predica a favor de la cooperación entre clases, pero su pensamiento evoluciona hacia una mayor confianza en las posibilidades revolucionarias de los trabajadores; a partir de 1852, si hablamos de una concepto marxista como es la lucha de clases, Proudhon adopta ya un camino recto hacia la sociedad autogestionada con una clase obrera emancipada. En el pensamiento anarquista posterior, resultará inadmisible la sociedad de clases; tal y como Rocker deja bien claro en Anarcosindicalismo. Teoría y práctica; si se renuncia a acabar con la división entre clases, solo puede aceptarse la génesis de una nueva clase dominante. No obstante, la complejidad proudhoniana no reduce la revolución a un simple antagonismo entre clases; Proudhon considera que una conciencia superior debe ser el resultado de la fusión entre clases, por lo que conminó no pocas veces a las capas medias a acercarse a la causa de los trabajadores. No obstante, quedémonos también con su firme apuesta por la capacidad plenamente revolucionaria de de la clase obrera. Algo que se confirmará posteriormente con Bakunin, la Primera Internacional y la apuesta decidida para que la emancipación de los trabajadores sea realizada por ellos mismos (parafraseando la frase, paradójicamente, atribuida al propio Marx).
Bakunin frente a Marx
Un segundo momento del enfrentamiento entre la concepción marxista y la ácrata se vive con la disputa entre estos dos titanes: Marx y Bakunin. No sería conveniente aludir únicamente al terreno personal, aunque va a ser inevitable hablar de algunas tácticas inadmisibles para desprestigiar y defenestrar al contrario (acusaciones a Bakunin de ser agente del zar y de Prusia, o de ser un estafador; algo infundado por supuesto, pero que algunos herederos de Marx se han esforzado en mantener, por no hablar de un desprecio intelectual fundado en el doctrinarismo más papanatas). Isaiah Berlin, alguien nada sospechoso de simpatías hacia el ruso o el anarquismo, cuenta en su biografía de Marx la afiliación de la mayor parte de los militantes ácratas a la Internacional (eso sí, hace gala de poco conocimiento de las ideas libertarias cuando matiza que «desafiando sus propios principios», ya que esa organización se dedicaba a la «acción política»). Marx deseaba llevar a cabo una política internacional muy concreta, con una disciplina rigurosa que garantizara una adhesión inquebrantable; el descontento ante semejante empresa dictatorial solo podía sembrar el descontento y, en torno a Bakunin y su propuesta de una federación de organizaciones con un alto grado de autonomía, se acabó creando la Alianza para la Democracia Socialista (afiliada a la Internacional, pero opuesta al centralismo y al autoritarismo). Se trata de la imposible conciliación entre dos visiones opuestas, ya que Marx deseaba firmemente un organismo central de autoridad indiscutida, el cual condujera a una revolución adecuadamente concertada y organizada para empezar en un determinado momento en la situación histórica precisa. No hay ninguna duda sobre su desprecio hacia la concepción revolucionaria de Bakunin, tal vez enérgico, noble y romántico, pero inútil según la concepción marxista; así, se lanza abiertamente al ataque contra Bakunin y sus seguidores.
E. H. Carr, en su biografía de Bakunin (y vuelvo a citar a alguien que parece profesar pocas simpatías hacia el anarquismo), cuenta que el ruso tenía razón en observar que la abolición del Estado no constituía un punto fundamental de la doctrina marxista. La política de Marx confiaba en hacer la revolución desde arriba, desde el Estado se lograría la liberación según este punto de vista; muy al contrario, Bakunin sostenía que la verdadera emancipación solo podía realizarse «desde abajo», a través del individuo (lo cual no puede hacer caer, como se ha querido ver a veces por parte de sus enemigos, a las ideas de Bakunin en un extremismo individualista; estamos ante una visión netamente socialista). La ruptura final en el seno de la Internacional no puede verse, de manera simplista, como el enfrentamiento entre dos teorías revolucionarias diferentes; con seguridad, hay que ir más allá y apreciar dos visiones sobre el ser humano abiertamente contrarias: una, la de Marx, observaba a la humanidad (tal vez, deberíamos decir «la masa») desde el punto de vista del estadista y del administrador (orden, método y autoridad), mientras que Bakunin contempla al individuo concreto y su máxima preocupación es la ética. Se tengan las simpatías que se tengan, creo que no puede negarse la brillantez teórica de Marx, por supuesto, pero tampoco que Bakunin representa en la historia una de las máximas concepciones del ideal de la libertad (y, tal vez, irrealizable en algunos aspectos, pero una permanente aspiración).
La concepción anarquista considera que los medios deben adecuarse a las finalidades, un punto fundamental donde hay que situar las grandes divergencias con Marx y sus seguidores. Por lo tanto, la gran disputa que nos ocupa no se sitúa solo en la diferencia de teorías, una de las cuales se lanzaría a toda clase de medios para lograr la victoria; la excesiva abstracción en las ideas y la adopción de cualquier clase de método hace olvidar quién debe ser el punto de partida y la finalidad de toda acción revolucionaria: el individuo concreto. Bakunin realiza una crítica visceral a todo defensor del Estado, incluidos los socialistas que él llama «doctrinarios», ya que si se enfrentan a regímenes autoritarios es para tomar el poder y construir su propio sistema despótico. Incluso, aunque adoptemos un punto de vista no necesariamente anarquista, sino simplemente partidario del progreso social, ¿se la puede quitar la razón al ruso visto el desarrollo de todo socialismo de Estado? Cada paso dado en cualquiera de esos regímenes ha sido para reforzar la burocracia y el privilegio de Estado y, por lo tanto, bloquear, tanto el control de la industria por parte de los trabajadores, como la libre asociación política y económica. La creencia ciega en el dogma, basado en el poder centralizado y en el control de unos pocos sobre la mayoría, ha anulado la posibilidad de toda revolución socialista.
Bakunin critica a los socialistas doctrinarios, con Marx a la cabeza, que son capaces de defender al Estado por encima de la propia revolución social. El Estado burgués era el enemigo para todos los socialistas, autoritarios y antiautoritarios, pero la creencia en la conquista del Estado por parte del «proletariado», por medios violentos o pacíficos, para asegurar una igualdad real, ha demostrado ser una triste falacia en la praxis. Una falacia, totalitaria por un lado, sucumbida ante el sistema capitalista por otro, que ha condicionado toda visión progresista en el último siglo. Bakunin quería ver en el concepto de Estado popular, propio de los partidarios de Marx, una contradicción en los términos, ya que el participio convertido en sustantivo solo implica dominación y explotación. Se reclama una nueva concepción de la política, que no la identifique exclusivamente con la forma de Estado. La visión del ruso es radical, solo observa aspectos negativos en el Estado, consecuencia seguramente de que él fue testigo de la evolución del Antiguo Régimen en las supuestas revoluciones burguesas. Se negaba a aceptar un nuevo poder político que, simplemente, privilegiaba a una nueva clase y mantenía a la mayoría en la ignorancia y en la ilusión, incluso, de progreso social.
Los marxistas aseguraban que su concepto de «dictadura del proletariado» suponía únicamente la dominación de la inmensa mayoría sobre una pequeña minoría burguesa. Desgraciadamente, y como es lógico, la realidad no ha sido así, ninguna forma de Estado ha asegurado ninguna igualdad ni ha acabado con la división de clases; todo lo contrario, se han creado nuevas clases dirigentes, con la dominación garantizada, en gran parte, por la creencia popular en un «ideal» inalcanzable. Bakunin pensaba lúcidamente que cualquier trabajador en el poder, iba a dejar de serlo inmediatamente, y convertirse en un privilegiado. Esta crítica se convirtió desde el principio en una seña de identidad de todo movimiento libertario, que ha tratado de reproducir en sus formas organizativas la futura sociedad. Esta lucha contra el privilegio en beneficio de la cooperación y de la solidaridad, no solo en el aspecto político y económico, también en cualquier ámbito de la vida, convirtió al anarquismo tal vez en la filosofía sociopolítica con un concepto de la lucha de clases más rico. La lucha de clases es un concepto general casi asumido por la humanidad (en la práctica, las fuerzas reaccionarias impiden el progreso), pero solo en un contexto de auténtica libertad se puede asegurar esa igualdad de raíz. La idolatría hacia el Estado, y los ulteriores horrores en la praxis marxista, es algo que supieron observar Bakunin y los anarquistas, y agrada mucho ver que lo reconocen autores influidos por Marx. A este gran autor, por otra parte, no hay que leerlo condicionado únicamente por las revoluciones llevadas a cabo en su nombre. En muchos textos políticos de Marx, estaba seguramente el germen del totalitarismo, pero la crítica antiautoritaria puede ser la premisa fundamental para encontrar ideas valiosas en el pensamiento de cualquier autor.
El socialismo autoritario
Ya Rudolf Rocker, en 1925, denunciaba esa distinción entre socialismo utópico, supuestamente todo el anterior a Marx, y socialismo científico, resultado de las ideas de Marx y Engels. Después de la consolidación del totalitarismo, fascista y comunista, Rocker no podía por menos de realizar una enorme crítica al socialismo autoritario con el título de «La influencia de las ideas absolutistas en el socialismo». La supuesta «misión histórica del proletariado» solo podía ser ya puesta en entredicho; a una clase social, además de ser imposible establecer los límites para dicho concepto, no pueden atribuírsele ciertas tareas históricas ni convertirla en representante de determinadas corrientes ideológicas. Como es lógico, pertenecer a un determinado estrato social no garantiza el pensamiento y la acción de los individuos. Se insiste así desde el anarquismo en la crítica al determinismo económico e histórico, cualquier tipo de proceso natural que se desarrolle al margen de la voluntad humana. Rocker se atreve incluso a acusar al marxismo de absolutista y de hacer un daño irreparable al socialismo al confiar en un desarrollo mecánico y prescindir de las premisas éticas. No puede más que reivindicar a Proudhon, entre los antiguos socialistas, ya que fue el que más insistió en negar una panacea universal que solucionara todos los problemas sociales; encontramos en el francés, aunque existan como es lógico aspectos de sus propuestas que hayan sido superados con el tiempo, una crítica feroz a cualquier tendencia absolutista y a todo sistema cerrado. Es un legado incuestionable para el anarquismo, la negación de todo dogmatismo y sectarismo, y la confianza plena en la pluralidad social.
Como no podía ser de otra manera, y como ya hemos apuntado anteriormente, Marx y sus partidarios calificaron a Proudhon también de «utópico». El desarrollo del capitalismo, con sus poderosos monopolios, junto al fortalecimiento del Estado quería verse como una negación de las propuestas de Proudhon. Precisamente, el llamado primer anarquista supo prever ese desarrollo y advertir en consecuencia. La llegada del fascismo en el siglo XX, junto a los graves problemas de burocratización y negación del derecho y la libertad personal en el socialismo de Estado, no pueden sino dar la razón moral a las advertencias anarquistas. Proudhon fue tal vez el primero, tal como señala Rocker, en predecir que la unión entre el socialismo y el absolutismo supondría una tiranía sin precedentes. La influencia del autoritarismo en el movimiento socialista se remonta a su primera fase, con la Gran Revolución y el largo periodo de las guerras napoleónicas. Después de aquella convulsa época, se produjo una etapa de resignación y desesperanza, caldo de cultivo para la reacción y el autoritarismo.
Los llamados «socialistas utópicos», Saint-Simon, Fourier y Owen, fueron testigos de aquel agitado tiempo; así, Rocker reivindica juzgar sus ideas y actos en relación con la época que vivieron, sin recurrir a esa clasificación arbitraria e insignificante de «socialismo utópico» para después llegar al «socialismo científico». Por supuesto, incluso estos precursores del socialismo, por muy adelantados que estuvieran, no pudieron sustraerse a las influencias autoritarias de la época. Rocker recuerda que el absolutismo napoleónico había relegado la tradición liberal a un segundo plano; se produjo una nueva fe en la omnipotencia de la autoridad. En los socialistas de la vieja escuela se produce, por tanto, cierto coqueteo con las concepciones absolutistas y una hostilidad hacia las aspiraciones liberales. Rocker denuncia esta influencia nefasta, la de la tradición jacobina y autoritaria; sin embargo, se produjo un contrapeso notable con el pensamiento de Saint-Simon, con el asociacionismo federalista de Fourier y, especialmente, con la filosofía ya anarquista de Proudhon. No obstante, la situación en Alemania sería muy diferente, ya no existía tradición revolucionaria y el liberalismo era una débil copia del inglés; hasta el final de la Primera Guerra Mundial, el alemán era un Estado semiabsolutista. El socialismo de un Ferdinand Lassalle, más que el de Marx y Engels, y su confianza férrea en un Estado todopoderoso, ejercieron una gran influencia en el movimiento obrero alemán.
Para Rocker, la influencia de Marx en la clase trabajadora alemana fue de naturaleza muy diferente. Marx también recogió influencias absolutistas, ya que subordinaba todo desarrollo social a necesidades forzosas fundadas en las condiciones económicas; su supuesto descubrimiento de las leyes del movimiento social eran para él «puras y absolutas». Se trata de una concepción mecanicista y fatalista de los hechos históricos que se presenta, no pocas veces en la obra de Marx, como una verdad absoluta. No obstante, Rocker considera que Marx tuvo también la influencia de Proudhon, por lo que su objetivo último era también la eliminación del Estado en la vida social. No obstante, como ya hemos insistido muy a menudo, donde se difiere es en la forma de alcanzar esa meta; Bakunin y los anarquistas insistirán en el fin previo del Estado, junto a las instituciones de explotación económica, para posibilitar el libre desarrollo de la vida social. Las concepciones centralistas y autoritarias de Lasalle y Marx predominarán finalmente sobre el socialismo libertario, lo que llevó en las décadas siguientes a una concepción socialista rígida y dogmática, con la pretensión inclusive de tener una base científica. Se trata de una tradición fatalista, y con una fe ciega en el Estado, que se convertiría en el poderoso guía del movimiento socialista internacional; Rocker, con triste ironía y recogiendo las palabras de su amigo Erich Mühsam, recordaba que esa influencia sería tan nefasta como la política de Bismark y solo podía tener un nombre: bismarxismo. Era el campo abonado para las dictaduras: el socialismo solo puede ser libre o no existirá.
El sujeto revolucionario y la transformación social
Dos de las grandes diferencias ente marxismo y anarquismo las establecen las diferencias en torno al sujeto revolucionario y a la vía de transformación social. Un interesante analista, Rudolf de Jong, desgraciadamente con escasa obra traducida al castellano, nos introduce en esas divergencias en función de las relaciones centro-periferia. Las calumnias, equívocos y distorsiones en torno al anarquismo, como ya hemos contado, se remontan a los propios orígenes de la Primera Internacional; todavía hoy, por parte de personas con una (supuesta) cultura política, puede escucharse que el anarquismo es antiorganizativo, demasiado individualista y, en el mejor de los casos (y de manera significativa), demasiado amante de la libertad. Por más que haya transcurrido siglo y medio, con multitud de experiencias libertarias organizativas y de todo tipo, desde aquellas primeras injurias, es necesario aclarar una y otra vez lo lamentable de ciertas visiones sobre el anarquismo.
Como es obvio, la cuestión no es estar a favor o en contra de la organización, sino saber el para qué de la misma, qué forma ha de tener y cuál es su base y fundamento. Los anarquistas no solo han propiciado, por lo general, sus propias organizaciones específicas, sino que procuran que las personas se organicen para gestionar sus propios asuntos en todos los ámbitos de su vida. En un contexto estatal y capitalista, la organización se hace de arriba abajo, dirigidas las personas por propietarios, jefes, burócratas o políticos. Lo que se propicia desde el anarquismo, lo diremos una y mil veces, es que las personas se organicen por sí mismas; por ejemplo, en el ámbito laboral, que los trabajadores gestionen ellos mismos la producción, eso es lo que podemos denominar la conquista de la libertad y del socialismo. El anarquismo, por mucho que esté pleno de ideas y convicciones, recuerda siempre que la base organizativa es la realidad social; frente a otras concepciones, que priman la idea y los principios en el modelo organizativo, y que acaban por no ver más allá de la conquista del poder para poder realizar sus propuestas.
En cualquier caso, el anarquismo da por supuesto importancia a la forma organizativa, pero estableciendo siempre una estrecha relación con la base. Lo que se procura, algo que dota de una innegable actualidad a las propuestas libertarias, es que las formas organizativas no actúen de manera alienante con el individuo, que no afecte a la persona ni a circunstancias concretas: es por eso que se insiste en el pensamiento y la acción individuales, en la acción desde la base, en la autonomía, en la descentralización, el federalismo… Para obtener una coordinación óptima, y conseguir acuerdos y afinidad, no se logra con mejores resultados desde la dirección y la coerción, sino desde la cooperación y la solidaridad práctica. Llegamos así a otro concepto anarquista, la acción directa, que no es más que aceptar la responsabilidad con todas sus consecuencias sin cargársela a un tercero; frente al infantilismo que supone en el ser humano la dejación de la responsabilidades, delegándolas en otros, se pide la madurez que supone el hacer y pensar por cuenta y riesgo propios. Acción directa es actuar por un mismo, pero no de manera aislada, sino como participante consciente en la comunidad.
Por lo tanto, frente a las inacabables calumnias al respecto, ya hemos apuntado algunas propuestas organizativas anarquistas. Ejemplos existen a lo largo de la historia, organizaciones sin aparatos centrales ni burocracia. Otro asunto es que el marxismo, y creo que puede generalizarse, haya propiciado todo lo contrario; la toma del poder en base a una dirección, con la necesidad de la centralización y de la disciplina desde arriba, así como de una jerarquización organizativa. Lenin fue el que llevó esta fórmula organizativa hasta sus extremos y consecuencias, de tal manera que solo sobrevive finalmente la dirección suprema. Cierto folleto comunista de hace tiempo ilustra muy bien, no solo las diferentes concepciones organizativas entre anarquismo y marxismo, sino la imposibilidad de aceptar una tesis contraria a las propias por parte de ciertas visiones rígidas; el texto del folleto rezaba así: «Centralización: dirigir desde un punto (…); Descentralización: lo contrario de centralización, luego dirigir desde varios puntos». Vemos que algunos son incapaces de pensar, siquiera, en la posibilidad de que la descentralización suponga la gestión propia, la autoorganización.
No es difícil de entender que a los partidarios de la jerarquización organizativa les cueste comprender y aceptar las propuestas anarquistas; lo que es inaceptable es que se siga vinculando anarquismo con desorden e indisciplina. Los anarquistas poseen sus propios principios organizativos y luego es la realidad la que aparece cargada de matices, de confusión o de abandono a la improvisación y espontaneidad de las personas. Recordemos esos principios y convicciones anarquistas, ya que hablamos también de una ideología, aunque recordando la importancia de la realidad y de los hechos (de ahí que tantos hayan hablado del anarquismo como «algo más» que una ideología).
En general, la forma libertaria contempla las relaciones de dominio desde el centro a la periferia. La teoría y la práctica anarquistas concibe la transformación social como la búsqueda del fin de las relaciones centro-periferia; así, se produce una reflexión crítica sobre el Estado, el partido, el ejército y sobre cualquier posición de dirección o de vanguardia. Es esta concepción lo que hace diverger a anarquistas y marxistas, al menos a la gran mayoría de estos últimos.
Veamos las palabras de Rudolf de Jong:
«Los revolucionarios marxistas, los reformistas sociales y, en general, la mayoría de los militantes de izquierda quieren siempre utilizar el centro como un instrumento –y en la práctica como el instrumento– para la emancipación de la humanidad. Su modelo es siempre un centro: Estado, partido o ejército. Para ellos la revolución significa, en primer lugar, la toma del centro y de su estructura de poder, o la creación de un nuevo centro, para utilizarlo como un instrumento para la construcción de una nueva sociedad. Los anarquistas no desean tomar el centro; desean su destrucción inmediata. Es su opinión que, después de la revolución, difícilmente habrá lugar para un centro en la nueva sociedad. La lucha contra el centro es su modelo revolucionario y, en su estrategia, los anarquistas intentan evitar la creación de un nuevo centro».
Otra gran diferencia estriba en la discusión, que se remonta también a los tiempos de la Primera Internacional, sobre quién sería el sujeto revolucionario, aquel sector de la población encargada de llevar a cabo la transformación social. Marx, como ya hemos dicho y es muy conocido, según su análisis histórico e identificación de la lucha de clases entre la burguesía y el proletariado, colocaba su confianza en este último, una clase trabajadora industrial y urbana que proliferaba en las regiones más desarrolladas económicamente. El autor de El Capital consideraba que, antes de la dictadura del proletariado y del socialismo, debía producirse la revolución burguesa; ésta, consolidaría el capitalismo de manera plena, desarrollaría las fuerzas productivas y daría lugar al proletariado industrial: sería el sujeto revolucionario, en la visión marxista, que llevaría a la clase trabajadora a su emancipación. Burguesía y proletariado, según esta concepción, serían elementos de progreso, mientras que otras clases son desechadas en el papel revolucionario e incluso tildadas de fuerzas conservadoras. Bakunin tenía una visión más amplia y generosa del llamado sujeto revolucionario; la revolución podían llevarla a cabo también los campesinos e incluso su papel resulta fundamental junto al del proletariado. Esta concepción revolucionaria de Bakunin es incluso ampliada por otros autores anarquistas, como es el caso de Rudolf de Jong, en base a esas relaciones entre el centro y la periferia; eso nos ayuda a entender unas relaciones de domino más amplias. Así, puede decirse que para el anarquismo el sujeto revolucionario son todas las víctimas de esas relaciones de domino sin olvidar el análisis de clase ni renunciar a tratar de comprender las diferentes categorías sociales.
Recapitulando, recordaremos que el modelo de transformación social anarquista renuncia a toda organización del centro a la periferia y promueve la movilización de amplios sectores de la población para, de abajo arriba, conducir a la revolución social y tratar de crear una sociedad socialista libertaria. El Estado es sustituido por estructuras autogestionadas y federadas; la vía para lograrlo pasa por la potenciación de los movimientos sociales, además de las organizaciones anarquistas específicas, según el modelo libertario (que, insistiremos, pasa porque sean las personas las que gestionen sus propios asuntos sin centro directivo potenciando la autonomía y la individualidad consciente en la unidad social).
Por último, insistiremos en otra gran diferencia entre marxistas, especialmente los leninistas, y anarquistas; aquellos, insisten en la separación entre lo político y lo social, de tal manera que justifican las relaciones jerarquizadas y de dominio, esto es, la vanguardia del proletariado, el partido, que acaba en lo alto de la pirámide y se convierte en una centro cuya base o periferia son los movimientos sociales. Los anarquistas, aunque tengan sus organizaciones específicas y constituyan una minoría activa, están de acuerdo en el desarrollo de los movimientos sociales por la base y desean establecer una relación ética entre lo político y lo social; la transformación revolucionaria es realizada desde la periferia hacia el centro.
J. F. Paniagua
No conozco el medio de contrainformación donde leí «no sé qué» sobre la guerra de clases.
Guerra de clases: dícese de la guerra entre clases opresoras y oprimidas; pero claro, si el dominador no quiere dominar, ¿cómo se le va a hacer la guerra de clases?