Ante la cuestión planteada de forma recurrente desde el activismo sobre por qué las poblaciones occidentales están tan inmovilizadas en proporción a la cantidad y gravedad de las agresiones que se están sufriendo, existe una explicación muy extendida que es en la que se basa la Doctrina del Shock de Naomi Klein: el miedo. El miedo que todo lo paraliza. Esto ha hecho creer a movimientos sociales y activistas que la principal herramienta empleada por las estructuras de poder para mantenerse y extenderse ha sido siempre el miedo, lo que como consecuencia ha centrado todos los esfuerzos activistas prioritariamente en combatirlo. Pero muchas de las personas que lean esto, y que estén relacionadas en mayor o menor medida con el activismo, coincidirán conmigo en que más que miedo con lo que nos hemos cruzado es con multitudes sumidas en la desgana y la apatía.
Esto me ha llevado a pensar que lo que realmente paraliza a las masas no es el miedo. Lo que ha sucedido, quizá, es que a través de las diversas dinámicas de poder que se han ido desarrollando en las últimas décadas hemos ido cediendo progresivamente el control sobre distintas parcelas de nuestras vidas, hasta el punto de llegar a delegar incluso la gestión de nuestras propias esperanzas y, con ellas, también de nuestras motivaciones. Por supuesto, esto no es culpa exclusiva de un determinado poder coactivo, ya que (independientemente de las posibles estructuras de poder, sus oscuras motivaciones, estrategias, conspiraciones, etc…) en última instancia hemos sido nosotros los que hemos ido cediéndolas alegremente, asumiendo sin apenas resistencia las reglas que se iban estableciendo. De esa pérdida casi absoluta y generalizada de control sobre nuestra esperanza viene la facilidad con que veamos a millones de personas agarrándose desesperadamente a un clavo ardiendo, aceptando condiciones miserables de vida tan sólo a cambio de la promesa de un puñado de migajas, y con más fuerza cuanto peor es la situación en que se encuentren (esto explicaría además por qué la clase media ha tenido más facilidad históricamente para rebelarse). El miedo, que por supuesto también existe, sería el as en la manga reservado solo para utilizar estratégicamente contra aquellas personas que, habiendo adquirido cierto grado de conciencia, comienzan a actuar en contra de estas dinámicas de control y cesión en que se fundamenta el poder. Esto es, el miedo sería la principal herramienta reservada para contener los diferentes focos de rebeldía que vayan surgiendo, pero no así para el resto de la población.
Ahora bien, ¿cómo se perpetúan hoy en día estas dinámicas de cesión? La pérdida del control propio sobre el leitmotiv de nuestras vidas ocurre ya desde que somos pequeños. A través de las prácticas sociales normalizadas y los distintos mecanismos de castigo y recompensa de los que se valen dichas prácticas, en las escuelas, en los trabajos o incluso dentro de la propia familia, se nos cercena todo lo posible la expresión de nuestra creatividad identitaria. Se nos muestra un mundo en apariencia estimulante, pero en las formas rígido, inflexible, rutinario, y en cuyo seno el concepto de libertad se encuentra limitado a disponer de un puñado de elecciones u opciones ya predeterminadas. Tú eliges el rol que más o menos te gusta, pero no lo construyes. Y si no llegamos a ser capaces de poder construir nuestro propio rol, ¿cómo vamos a conseguir construir un entorno más amable para nosotros que este al que fuimos arrojados? Recuperando el rumbo perdido.
Quizá sea esta cuestión la que en mayor medida esté limitando la acción y la posibilidad de expansión de los movimientos sociales. Intentamos combatir (o incluso revertir) el miedo, desenmascarar las mentiras, mostrar la auténtica violencia del sistema y analizar una y otra vez sus errores, pero no ofrecemos un motivo de esperanza, y ya no solo para el grueso de la población sometida sino incluso también para nosotros mismos. Luchamos en contra de algo, pero no reservamos fuerzas ni tiempo para luchar a favor nuestro.
Desde este planteamiento, sería preciso comenzar a introducir en todo discurso con vocación activista, es decir que contenga voluntad de cambio, esa esperanza que nos ha sido arrebatada, manifestando para ello la confianza en las propias e ilimitadas posibilidades que nunca nos enseñaron a potenciar. Pero sin charlatanerías, ni falsas promesas, ni liderazgos vacíos, sino con ejemplos prácticos, por muy reducidos o minoritarios que estos sean. Que se muestre que detrás de cada discurso contra la decadencia del sistema existen opciones reales que nos permiten construir un entorno ya no solo mejor, sino distinto, en el que podemos contribuir con nuestras propias aportaciones genuinas. Por el contrario, continuar centrando los discursos en las maldades de quienes nos administran o nos gobiernan no hará sino continuar abalanzándonos una y otra vez contra un muro, además de acelerar el proceso de descomposición natural de las actuales dinámicas político-económicas. Es más, ¿de qué serviría derrotar a los dueños de un sistema si lo pernicioso es la propia estructura y las reglas de ese sistema y no las personas que van logrando posicionarse con más o menos privilegios dentro de él?
En resumidas cuentas: más importante que darnos cuenta de lo que no queremos, es conocer e indagar lo que realmente anhelamos. De forma que se facilite la acción y la puesta en práctica consecuentes de un discurso subversivo pero al mismo tiempo esperanzador. Esto impulsaría un activismo encaminado principalmente a la construcción de iniciativas en las que poder poner en práctica y desarrollar las propias capacidades, y también a la aplicación de una pedagogía social que devuelva a las personas la necesidad de creer e indagar en sus posibilidades con el objetivo de llevarlas a cabo. Ampliando así el horizonte del activismo que va exclusivamente encaminado a la destrucción de la maquinaria represiva y propagandística del Estado, lo que obliga a ir siempre reaccionando ante sus maniobras en lugar de permitirnos tomar la iniciativa. Por supuesto, hablamos de un activismo de avanzadilla pero fundamentado en el respeto a la diversidad, contrapuesto a la existencia de vanguardias elitistas o liderazgos que al final desemboquen en lo mismo, esto es, contrario a que sean unas pocas personas las únicas que acaben construyendo para todas las demás sus esperanzas o las posibilidades de hacer algo.
Haciendo real la utopía
La sociedad no va a experimentar un movimiento hacia el cambio si detrás de todo este mundo que denunciamos no se vislumbra claramente la construcción de otro diferente. Si bien es cierto que ya hay mucho teorizado, la mayor parte de las propuestas se basan en concepciones universalistas y grandilocuentes de un mundo ideal al completo, capaz de evocarnos los más bellos sueños pero imposibles de materializar en nuestra práctica cotidiana. O imposibles al menos sin haber encontrado antes el botón de reset del mundo, a modo de Neo en Matrix: reescribiendo de golpe y porrazo con un solo movimiento todas las reglas y estructuras que rigen las sociedades complejas de hoy en día. Y ni aún con esas. Mucho me temo que eso no va a ser realizable por mucho que nos atiborrásemos de pastillas rojas o azules.
Aunque no toda posibilidad pasa forzosamente por la ciencia-ficción. Así, encontramos una serie de propuestas procedentes de pequeñas comunidades reales (aunque no por ello menos ambiciosas) plenamente autónomas, basadas en el mutualismo, la plurarquía, y gestionadas a través de redes distribuidas, más factibles de poner en práctica. Comunidades capaces de imaginar un futuro particular para las pocas y verdaderamente importantes personas con nombre y apellido con las que construimos nuestra cotidianidad, las cuales a su vez puedan compartir con otras. O, dicho de otro modo, una serie de ejemplos de comunitarismo construido por nodos autónomos interconectados voluntariamente entre sí por intereses compartidos. Nodos (personas o colectivos) capaces de producir conocimientos, servicios o bienes según sus propias capacidades, y de intercambiar libremente dicha producción entre ellos, sin coacciones, mediaciones o dependencias que supongan posiciones de ventaja o desventaja forzosa de unos sobre otros.
Algunas de estas propuestas llevan ya un tiempo practicándose, lo que nos ha permitido confirmar el potencial y la capacidad efectiva de transformación y cambio que han supuesto en el entorno real de cada una de ellas. Y no hablamos de cambios aparentes o superficiales. Nos estamos refiriendo a transformaciones de tal calado que han llegado a alterar por completo la cosmovisión que personas y comunidades, extendidas por todo el mundo, tenían sobre las relaciones sociales y las formas de desarrollarse y proyectarse en su entorno. Todo ello al margen de los intentos de control que ejercen las distintas formas de poder, debido a su carácter autónomo e independiente. Tal es el caso de las propuestas que en las últimas décadas han llevado hasta límites insospechados la producción de código abierto basándose fundamentalmente en los principios de la ética hacker, y que están consiguiendo lo que antaño tan sólo era posible imaginar: hacer real la utopía.
Red Distribuida de Personas
Por mencionar algunos ejemplos prácticos y concretos, que conozco bien por afinidad y contacto, destacaría el desarrollo de la Filé Aesir, una comunidad centrada en la gestación de diversos proyectos orientados hacia la adquisición de una plena autonomía, entre los que podemos encontrar proyectos de impresión 3D, de consultoría, de software social, divulgativos o de investigación, entre otros, y todos ellos bajo el marco práctico del Activismo de Mercado; así como el modelo económico propuesto por Entropy Factory, una incubadora de proyectos tecnológicos e informáticos impulsados y puestos en práctica a través de criptomonedas como Faircoin, que ellos mismos están logrando acercarlas de forma completamente accesible para el consumidor común. Es el caso también, por mencionar otros ejemplos muy representativos y ya bastante extendidos, de la Free Software Foundation, y su punta de lanza en GNU Project, dentro del campo del software informático; de la P2P Foundation impulsada por Michel Bauwens, que explora la producción por pares en todo tipo de ámbitos socio-económicos; del proyecto Open Source Ecology, que diseña lo que han denominado el Set de Construcción de la Aldea Global, cincuenta maquinas de bajo coste y fabricación casera con las que se podría iniciar una pequeña aldea moderna partiendo desde cero; o también es el caso de los estudios sobre la Economía Directa elaborados por John Robb, y centrados tanto en la producción como en la inversión inicial necesaria a un nivel completamente asequible y gestionable por cualquier unidad familiar. Son solo algunos ejemplos reseñables, aunque podemos encontrar muchos más.
Todos estos son proyectos que, sin duda alguna, están construyendo nuevos modelos de relaciones sociales y comerciales con posibilidades muy poco imaginadas antes. Todo un trabajo que nos está demostrando que efectivamente se pueden ir cambiando las reglas del juego; que es posible recuperar las parcelas perdidas sobre el control de nuestras vidas; que podemos relacionarnos de forma genuina con nuestro entorno provocando pequeñas y progresivas transformaciones en él y, como consecuencia, enriqueciéndolo; y que no todas las decisiones que afectan a nuestras vidas dependen de personas, entidades o instituciones ajenas a nuestra participación directa, por más que digan representarnos, sino que dichas decisiones están, hoy más que nunca, al alcance de nuestras propias manos.