Aprovechando que se han cumplido 150 años de la muerte de Proudhon hemos querido ofrecer a nuestros lectores una antología de su pensamiento. Los textos están tomados de sus obras, tanto de las que se tradujeron al castellano como de las que están todavía inéditas en nuestra lengua. El título de cada obra va como epígrafe de los textos.
¿Qué es la propiedad? (1840)
Si tuviera que responder a la siguiente pregunta:
¿Qué es la esclavitud? y respondiera simplemente: Es un asesinato, mi pensamiento sería inmediatamente comprendido. No necesitaría una larga parrafada para demostrar que el poder de privar al hombre de su pensamiento, voluntad y personalidad es un poder de vida y de muerte, y que convertir a un hombre en esclavo es asesinarlo. Así pues, ¿por qué a esta otra pregunta: ¿Qué es la propiedad? no puedo responder también: Es un robo, sin tener la certeza de ser entendido, aun cuando esta segunda proposición no sea más que la primera transformada? (…)
Tal autor enseña que la propiedad es un derecho civil, nacido de la ocupación y sancionado por la ley; ese otro sostiene que es un derecho natural, que tiene su origen en el trabajo: y estas doctrinas, por opuestas que parezcan, son promovidas, aplaudidas. Yo pretendo que ni el trabajo, ni la ocupación, ni la ley pueden crear la propiedad; que la propiedad es un efecto sin causa: ¿soy por ello reprensible?
¡Cuántas murmuraciones se levantan!
¡La propiedad es un robo! ¡He ahí el toque a rebato del 93! ¡He ahí el zafarrancho de las revoluciones! (…)
Sí, todos los hombres creen y repiten que la igualdad de condiciones es idéntica a la igualdad de derechos; que “propiedad” y “robo” son palabras sinónimas; que cualquier preeminencia social, concedida, o mejor dicho, usurpada bajo el pretexto de la superioridad de talento y de servicio, es iniquidad y bandidaje: todos los hombres, repito, atestan estas verdades en su alma; sólo se trata de hacer que se perciban de ello. (…)
La justicia es el astro central que gobierna a las sociedades, el pelo alrededor del cual gira el mundo político, el principio y la regla de todas las transacciones. Nada se hace entre los hombres más que en virtud del “derecho”; nada sin la invocación de la justicia. La justicia no es en absoluto obra de la ley; al contrario, la ley no es nunca más que una declaración y una aplicación de lo “justo” en todas las circunstancias en las que los hombres pueden estar en una relación de intereses. Así pues, si la idea que teníamos de lo justo y del derecho estaba mal determinada, si era incompleta o incluso falsa, es evidente que todas nuestras aplicaciones legislativas serán malas, nuestras instituciones estarán viciadas y nuestra política será errónea: por lo tanto, habrá desorden y mal social. (…)
Sin el orden de la justicia, el trabajo “destruye” la propiedad. (…)
El capitalista, dicen, ha pagado “los jornales” de los obreros; para ser exactos se debe decir que el capitalista ha pagado tantas veces “un jornal” como obreros ha empleado diariamente, lo que no es precisamente lo mismo. Puesto que esta fuerza inmensa que resulta de la unión y de la armonía de los trabajadores, de la convergencia y de la simultaneidad de sus esfuerzos, no la ha pagado. Doscientos granaderos erigieron en pocas horas el obelisco de Luxor; ¿puede suponerse que un hombre, en doscientos días, habría conseguido lo mismo? No obstante, en la cuenta del capitalista la suma de los salarios habría sido idéntica. Pues bien, un desierto que cultivar, una casa que edificar, una manufactura que explotar, es el obelisco a erigir, es una montaña que se debe cambiar de emplazamiento. La más pequeña fortuna, el más sencillo establecimiento, la puesta en marcha de la industria más enclenque, exige una suma de trabajos y talentos tan diversos que el mismo hombre no podría hacerlo. Resulta sorprendente que los economistas no hayan tenido en cuenta este hecho. Hagamos pues el balance de lo que el capitalista ha recibido y de lo que ha pagado.
Al trabajador le hace falta un salario que le dé para vivir mientras trabaja, puesto que no produce más que consumiendo. Cualquiera que ocupe a un hombre le debe comida y mantenimiento, o un salario equivalente. Es lo primero que se debe hacer en toda producción. (…)
Separad a los trabajadores unos de otros, puede ser que el jornal pagado a cada uno sobrepase el valor de cada producto individual: pero no es de esto de lo que se trata. Una fuerza de mil hombres actuando durante veinte días ha sido pagada como lo sería la fuerza de uno durante cincuenta y cinco años: pero esa fuerza de mil ha hecho en veinte días lo que la fuerza de uno, repitiendo su esfuerzo durante un millón de siglos, no podría hacer: ¿Es equitativo el trato? Una vez más, no. Cuando se han pagado todas las fuerzas individuales no se ha pagado la fuerza colectiva; por consiguiente, queda siempre un derecho de propiedad colectiva que no se ha adquirido, y del que se goza injustamente. (…)
Caminaremos por medio del trabajo a la igualdad; cada paso que demos nos acerca cada vez más; y si la fuerza, la diligencia, la destreza de los trabajadores fueran iguales, es evidente que las fortunas también lo serían. En efecto, si como se pretende y como nosotros creemos, el trabajador es propietario del valor que ha creado, de ello se desprende:
1. Que el trabajador adquiere a expensas del propietario inactivo.
2. Que al ser toda producción necesariamente colectiva, el obrero tiene derecho, en la proporción de su trabajo, a la participación de los productos y de los beneficios.
3. Que siendo todo capital acumulado una propiedad social, nadie puede tener la propiedad exclusiva. (…)
Ahora bien, este hecho indiscutible e indiscutido de la participación general en cada especie de producto tiene por resultado hacer comunes todas las producciones particulares: de tal modo que cada producto, al salir de las manos del productor, se encuentra de antemano marcado con una hipoteca por la sociedad. (…)
El trabajador es, con respecto a la sociedad, un deudor que muere necesariamente insolvente: el propietario es un depositario infiel que niega el depósito que se ha entregado a su custodia y quiere hacerse pagar los días, meses y años de esa custodia. (…)
¡Cosa singular! La comunidad sistemática, negación reflejada de la propiedad, es concebida bajo la influencia directa del prejuicio de propiedad; y es la propiedad la que está en el fondo de todas las teorías comunistas. Los miembros de una comunidad, es cierto, no tienen nada propio; pero la comunidad es propietaria, y propietaria no sólo de los bienes, sino de las personas y de las voluntades. (…)
Y al igual que el derecho de la fuerza y el derecho de la artimaña se restringen ante la determinación cada vez más amplia de la justicia, y terminan esfumándose dentro de la igualdad; del mismo modo la soberanía de la voluntad cede frente a la soberanía de la razón y acabará por destruirse dentro de un socialismo científico. La propiedad y la realeza están desmoronándose desde el principio del mundo; lo mismo que el hombre busca la justicia en la igualdad, la sociedad busca el orden en la anarquía. (…)
El propietario, el ladrón, el héroe, el soberano (puesto que todos estos nombres son sinónimos) impone su voluntad para él, y no sufre ni contradicción ni control, o sea que pretende ser poder legislativo y poder ejecutivo simultáneamente. (…)
Suprimid la propiedad conservando la posesión; y mediante esta única modificación en el principio, cambiaréis todo dentro de las leyes: el gobierno, la economía, las instituciones. Expulsaréis el mal de la tierra. (…)
Todo trabajo humano, necesariamente resultante de una fuerza colectiva, convierte toda la propiedad, por esa misma razón, en colectiva e indivisa: en términos más concretos, el trabajo destruye la propiedad. Siendo toda capacidad trabajadora, al igual que cualquier instrumento de trabajo, un capital acumulado, una propiedad colectiva, la desigualdad de trato y de fortuna bajo la excusa de desigualdad de capacidad, es injusticia y robo. (…)
La política es la ciencia de la libertad: el gobierno del hombre por el hombre, sea cual sea el nombre bajo el que se oculte, es opresión; la más alta perfección de la sociedad se encuentra en la unión del orden y la anarquía. (…)
Sistema de contradicciones económicas (1846)
La mayoría de los filósofos, así como de los filólogos, no ven en la sociedad más que un ser de razón o, para decirlo con más propiedad: un nombre abstracto que sirve para designar a una colección de hombres. Hemos recibido en nuestra infancia, con nuestras primeras lecciones de gramática, el prejuicio de que los nombres colectivos, los nombres de género y especie, no designan en absoluto realidades. Hay mucho que hablar sobre este capítulo y me concentro en mi tema. Para el auténtico economista la sociedad es un ser vivo, dotado de una inteligencia y de una actividad propia, regida por leyes especiales que sólo la observación permite descubrir y cuya existencia se manifiesta no bajo una forma física, sino por el concierto y la íntima solidaridad de todos sus miembros. Así, cuando anteriormente, bajo el símbolo de un dios fabuloso hacíamos la alegoría de la sociedad, nuestro lenguaje no tenía en el fondo, nada de metafórico; era el ser social, unidad orgánica y sintética, al que acabábamos de dar un nombre. Para cualquiera que haya reflexionado sobre las leyes del trabajo y del intercambio (dejo al margen cualquier otra consideración) la realidad, y casi he estado a punto de decir la personalidad del hombre colectivo, es tan evidente, como la realidad y la personalidad del hombre individual.
Toda la diferencia reside en que éste se presenta a los sentidos bajo el aspecto de un organismo cuyas partes mantienen una coherencia material, circunstancia que no existe en la sociedad. Pero la inteligencia, la espontaneidad, el desarrollo, la vida, todo lo que constituye en más alto grado la realidad del ser, es tan esencial para la sociedad como el hombre (…).
Es imposible y contradictorio, que en el actual sistema de las sociedades, el proletariado llegue al bienestar por la educación, ni a la educación por el bienestar. Puesto que, sin contar que el proletario, el hombre-máquina es tan incapaz de soportar la holgura como la instrucción, está demostrado por una parte, que su salario tiende siempre menos a elevarse que a descender; por otra parte, el cultivo de su inteligencia, aun cuando pudiera recibirla, le sería inútil: de forma que hay para él una incitación constante hacia la barbarie y la miseria. Todo lo que se ha intentado durante estos últimos años en Francia y en Inglaterra con objeto de mejorar el destino de las clases pobres sobre el trabajo de los niños y de las mujeres y sobre la enseñanza primaria, a menos que no sea el fruto de una mala intención del radicalismo, se ha llevado a cabo al margen de los datos económicos y en prejuicio del orden establecido. El progreso, para la masa de los trabajadores, es siempre el libro cerrado con siete sellos; y el implacable enigma no será explicado por medio de contrasentidos legislativos (…).
Con la máquina y el taller, el derecho divino, o sea el principio de autoridad, hace su entrada en la economía política. El Capital, el Dominio, el Privilegio, el Monopolio, la Comandita, el Crédito, la Propiedad, etc., tales son, en el lenguaje económico, los diversos nombres de algo que no sé lo que es y que en otras partes se ha llamado Poder, Autoridad, Soberanía, Ley escrita, Revolución, Religión, Dios en fin, causa y principio de todas nuestras miserias y de todos nuestros crímenes y que cuanto más intentamos definirlo más se nos escapa.
Así pues, ¿es imposible que, en el estado actual de la sociedad, el taller, con su organización jerárquica, y las máquinas, en vez de servir exclusivamente los intereses de la clase menos numerosa, menos trabajadora y más rica sean empleadas para el bien de todos? Eso es lo que vamos a examinar (…).
La familia no es por así decirlo, el tipo, la molécula orgánica de la sociedad. En la familia, tal como observó muy acertadamente M. de Bonald, no existe más que un único ser moral, un único espíritu, una sola alma y casi diría, como la Biblia, una sola carne. La familia es el tipo y el soporte de la monarquía y del patriciado; en ella reside y se conserva la idea de autoridad y de soberanía que se borra cada vez más en el Estado. Todas las sociedades antiguas y feudales se habían organizado sobre el modelo de la familia y es precisamente contra esta vieja institución patriarcal que protesta y se rebela la democracia moderna.
La unidad constitutiva de la sociedad es el taller (…).
Es una consecuencia del desarrollo de las contradicciones económicas lo que hace que el orden en la sociedad se muestra en principio como al revés; que lo que debe estar arriba está situado abajo; lo que debe ser puesto de relieve parece ser hueco y que lo que debe recibir la luz está relegado en la sombra. Así el poder, que por esencia es como el capital el auxiliar y el subordinado del trabajo, se convierte por el antagonismo de la sociedad, en espía, juez y tirano de las funciones productivas; el poder, a quien su inferioridad original manda la obediencia, es príncipe y soberano.
En todos los tiempos las clases trabajadoras han buscado contra la casta oficial la solución de esta antinomia, cuya clave sólo puede facilitar la ciencia económica (…).
De acuerdo con las definiciones de la ciencia económica, por el contrario, definiciones conforme a la realidad de las cosas, el poder es la serie de los improductivos que la organización social debe tender a reducir. ¿Cómo pues, con el principio de autoridad tan querido por los demócratas, habría podido realizarse el deseo de la economía política, deseo que es también el del pueblo? ¿Cómo el gobierno, que en esta hipótesis lo es todo, se convertiría en un servidor obediente, en un órgano subalterno? (…).
El poder, instrumento de la fuerza colectiva, creado en la sociedad para servir de mediador entre el trabajo y el privilegio, se encuentra encadenado fatalmente al capital y dirigido contra el proletariado (…).
Por tanto, el problema consiste para las clases trabajadoras, no en conquistar, sino en vencer simultáneamente al poder y al monopolio, lo que significa hacer salir de las entrañas del pueblo, de las profundidades del trabajo, una autoridad mayor, un hecho más potente, que envuelva al capital y al Estado y que los subyugue (…).
Ocupémonos en primer lugar del trabajo. El trabajo es el primer atributo, el carácter esencial del hombre. El hombre es trabajador, o sea, creador (…).
Así pues, ¿qué es el trabajo? Nadie lo ha definido aún. El trabajo es la emisión del espíritu. Trabajar es gastar la vida; trabajar, en una palabra, es consagrarse, es morir (…).
El hombre muere de trabajar… y de dedicación (…). Muere porque trabaja; o, aún mejor, es mortal porque ha nacido trabajador: el destino terrestre del hombre es incompatible con la inmortalidad (…).
Pero ya sabemos que nada de lo que sucede en la economía social tiene ejemplo en la naturaleza; nos vemos forzados, por unos hechos sin parangón, a inventar constantemente nombres especiales, a crear un nuevo idioma. Es un mundo transcendente, cuyos principios son superiores a la geometría y al álgebra; cuyas potencias no provienen ni de la atracción ni de ninguna fuerza física, sino que utiliza la geometría y el álgebra como instrumentos subalternos (…).
¿Qué más puedo decir? ¡Se trata de la creación misma, atrapada, por así decirlo, con las manos en la masa! (…). Este mundo que nos envuelve, nos penetra, nos agita, sin que podamos verlo más que mediante los ojos del espíritu, tocarlo sólo por medio de signos, ese mundo extraño, es la sociedad, somos nosotros! (…). ¿Cuál es ese mundo mitad material, mitad inteligible: mitad necesidad, mitad ficción? ¿Qué es esa fuerza llamada trabajo, que nos arrastra con tanta más certeza cuanto más libres nos creemos? ¿Qué es esa vida colectiva que nos quema con una llama inextinguible, causa de nuestra alegría y de nuestros tormentos? (…).
He ahí… que se nos presenta una ciencia en la que nada nos es dado a priori ni por la experiencia ni por la razón; una ciencia en la que la humanidad lo saca todo de sí misma, númenes y fenómenos, universales y categorías, hechos e ideas; una ciencia, en fin, que, en vez de consistir simplemente, como cualquier otra ciencia, en una descripción razonada de la realidad, es la creación misma de la realidad y de la razón. Así el autor de la razón económica es el hombre; el creador de la materia económica es el hombre; el arquitecto del sistema económico es el hombre. Después de haber producido la razón y la experiencia social la humanidad procede a la construcción de la ciencia social (…).
¿Queréis conocer al hombre? estudiad la sociedad; ¿queréis conocer la sociedad? estudiad al hombre. El hombre y la sociedad se sirven recíprocamente de sujeto y objeto; el paralelismo, la sinonimia de ambas ciencias es completa (…).
Idea general de la Revolución en el siglo XIX (1851)
Burgueses, fuisteis crueles e ingratos: por ello la represión que siguió a las jornadas de junio ha clamado venganza. Os habéis convertido en cómplices de la reacción: y sufrís la vergüenza (…).
No se frena una revolución, no se la engaña, tampoco es posible desnaturalizarla ni, con mayor razón, vencerla. Cuanto más la comprimáis, más aumentaréis su impulso y haréis que su acción sea irresistible (…).
Las estupideces de los gobiernos constituyen la ciencia de los revolucionarios: sin esa legión de reaccionarios que ha pasado por encima de nosotros, los socialistas no podríamos decir dónde vamos ni qué somos (…).
¿Qué quiere el sistema? Mantener ante todo la feudalidad capitalista en el goce de sus derechos; asegurar, aumentar la preponderancia del capital sobre el trabajo; reforzar, si ello es posible, la clase parasitaria, procurándole en todas partes, con ayuda de los cargos públicos, fieles paniaguados según las necesidades de reclutamiento; reconstituir poco a poco y ennoblecer a la gran propiedad (…).
La República tenía que fundar la sociedad, pero no ha pensado más que en el gobierno. La centralización seguía reforzándose mientras que la Sociedad no podía oponerle ninguna institución y por ello las cosas han llegado, por exageración de las ideas políticas y la nulidad de las ideas sociales, a un punto en el que la sociedad y el gobierno ya no pueden vivir juntos pues las condiciones del uno eran esclavizar y subalternizar al otro (…).
Cien hombres, uniendo o combinando sus esfuerzos, en determinados casos, producen no cien veces como uno, sino doscientas, trescientas mil veces. Eso es lo que he denominado “fuerza colectiva”. He extraído de este hecho un argumento –que al igual que muchos otros ha quedado sin respuesta– contra ciertos casos de apropiación: y es que no basta entonces con pagar simplemente el salario a un cierto número de obreros para adquirir legítimamente su producto: es preciso pagar ese salario doble, triple, decuple, o bien prestar a cada uno de ellos por turno, un servicio análogo (…).
Las Compañías obreras, negación del asalariado y afirmación de la “reciprocidad”, por ambos motivos ya tan repletas de esperanzas, están llamadas a desempeñar un considerable papel en un próximo futuro. Ese papel consistirá, principalmente, en la gestión de los grandes instrumentos de trabajo (…).
Será preciso encontrar una solución dentro de poco; si no, ¡cuidado! Veo llegar la expropiación universal… y sin indemnización previa (…).
Que se sepa de una vez: el resultado más característico, más decisivo, de la Revolución es, después de haber organizado el trabajo y la propiedad, aniquilar la centralización política, en una palabra, el Estado (…).
Habéis dicho: “La República está por encima del sufragio universal”. Si entendéis la frase no desaprobaréis el comentario: “La revolución está por encima de la república” (…).
De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia (1858)
La metafísica del ideal no ha enseñado nada a Fichte, Schelling o Hegel. Cuando esos hombres, de los que la filosofía se honra, creían deducir el “a priori”, sin saberlo, no hacían más que sintetizar la experiencia (…).
La fórmula hegeliana sólo es una tríada, por el gusto o el error del maestro, que cuenta tres términos allí donde auténticamente sólo hay dos y que no ha visto que la antinomia no se resuelve en absoluto, sino que indica una oscilación o antagonismo susceptible únicamente de equilibrio. Bajo este punto de vista todo el sistema de Hegel debería rehacerse (…).
¿Cuál es ahora esa idea princesa, a la vez objetiva y subjetiva, real y formal, de naturaleza y humanidad, de especulación y sentimiento, de lógica y arte, de política y economía, razón práctica y razón pura, que rige a la vez al mundo de la creación y al mundo de la filosofía, y sobre la cual ellos construyen uno y otro; idea, en fin, que, siendo dualista por su fórmula, excluye no obstante toda anterioridad y toda superioridad y abarca en su síntesis lo real y lo ideal? Es la idea de “Derecho”, la “justicia”. (…).
La Justicia adopta distintos nombres, según las facultades a las que se dirige. En el orden de la consciencia, el más elevado de todos, es la “justicia” propiamente dicha, regla de nuestros “derechos” y de nuestros “deberes”; en el orden de la inteligencia, lógica, matemática, etc., es “igualdad” o “ecuación”; en la esfera de la imaginación se convierte en el “ideal”; en la naturaleza es el “equilibrio”. A cada una de esas categorías de ideas o de hechos la Justicia se impone bajo un nombre particular y como condición sine qua non (…).
La separación de la ciencia y de la consciencia, como la de la lógica y del derecho, no es más que abstracción elemental. En nuestra alma las cosas no ocurren así: la certidumbre del saber es para nosotros una cosa más íntima, más afectiva, más vital de lo que dicen los lógicos y los psicólogos (…).
Es ella [una generación ávida, grosera, sin dignidad] la que ha inaugurado, bajo la excusa de una restauración imperial, el reino de la mediocridad desvergonzada, de la propaganda oficial, de la estafa confesada. Es ella la que deshonra a Francia y la envenena (…).
El gobierno imperial es un gobierno sin principios (…); en lo que respecta a sus presuntos éxitos, dejemos que transcurra algún tiempo y, al seguir siendo las cosas tal como son, no veremos más que calamidades (…).
No dogmatizo; observo, describo, comparo. No voy en absoluto a buscar las fórmulas del derecho en los sondeos fantásticos de una psicología ilusoria; se las pido a las manifestaciones positivas de la humanidad (…).
En esta hora la Revolución se define y, por tanto, vive. El resto no piensa. El ser que vive y que piensa, ¿será suprimido por el cadáver? (…).
El materialismo, al que se podría definir como el misticismo de la materia (…).
El Decálogo había dicho en dos palabras: “No matarás, no robarás”. A la teología cristiana le corresponde buscar si la servidumbre, incluso disfrazada bajo el nombre de asalariado, no era una forma indirecta de matar el cuerpo y el alma; si el asalariado no implicaba la expoliación del trabajador, usurpación en su detrimento por parte del capitalismo-empresario-propietario (…).
Si los patronos se ponen de acuerdo, los empresarios se agrupan y las compañías se fusionan, el ministerio público no puede hacer nada, tanto menos, cuando el poder impulsa a la centralización de los intereses capitalistas y la promueve. Pero si los obreros, que tienen el sentimiento del derecho que les ha legado la Revolución, protestan y hacen huelga, único medio del que disponen para hacer admitir sus reclamaciones, son castigados, deportados sin piedad, entregados a las fiebres de Cayena y de Lambessa (…).
Lo que pido para la propiedad (…) es que se haga el “balance” (…). En efecto, la Justicia, aplicada a la economía, no es otra cosa que un balance perpetuo; o, para expresarme de una forma aún más exacta, la Justicia, en lo que concierne al reparto de los bienes, no es más que la obligación impuesta a todo ciudadano y a todo Estado, en sus relaciones de interés, de conformarse a la ley de equilibrio que se manifiesta en todas partes en la economía y cuya violación, accidental o voluntaria, es el principio de la miseria.
Los economistas pretenden que no le corresponde a la razón humana intervenir en la determinación de este equilibrio, que es preciso dejar que la plaga oscile a su antojo y seguirla paso a paso en nuestras operaciones. Yo sostengo que eso es una idea absurda (…).
“La antinomia no se resuelve”; ahí reside el vicio fundamental de toda la filosofía hegeliana. Los dos términos de que se compone se compensan, bien entre sí o bien con otros términos antinómicos: lo que conduce al resultado buscado. Una compensación no es en absoluto una síntesis tal como la entendía Hegel (…).
Para no hablar aquí más que de las colectividades humanas supongamos que unos individuos, en el número que se quiera, de un modo y con un objetivo cualquiera agrupan sus fuerzas: la resultante de esas fuerzas aglomeradas, que no se debe confundir con su suma, constituye la fuerza o potencia del grupo.
Un taller formado por obreros cuyos trabajos convergen hacia un mismo objetivo, que es obtener tal o cual producto, posee en tanto que taller o colectividad, una potencia que le es característica: la prueba de ello es que el producto de esos individuos así agrupados es muy superior a lo que habría sido la suma de sus productos particulares si hubiesen trabajado separadamente.
De igual modo la tripulación de un barco, una sociedad en comandita, una academia, una orquesta, un ejército, etc., todo ello colectividades más o menos hábilmente organizadas, contienen una potencia, potencia sintética y consecuentemente especial al grupo, superior en calidad y en energía a la suma de las fuerzas elementales que la componen (…).
En consecuencia, al ser la fuerza colectiva un hecho tan objetivo como la fuerza individual, la primera totalmente distinta a la segunda, los seres colectivos son una realidad exactamente igual que lo son los individuos (…).
Los grupos activos que componen la ciudad, al diferir entre sí de organización como también de idea y objeto, la relación que les une ya no es tanto una relación de cooperación como una relación de conmutación. La fuerza social tendrá por tanto como carácter el ser esencialmente conmutativa y no por ello será menos real (…).
Mediante la agrupación de las fuerzas individuales y por la relación de los grupos, toda la nación forma un cuerpo: es un ser real de un orden superior cuyo movimiento arrastra toda existencia, toda fortuna. El individuo está sumergido en la sociedad; depende de esta alta potencia, de la que sólo podría separarse para caer en la nada (…).
Supongamos la Revolución hecha, la paz asegurada en el exterior por la federación de los pueblos, y la estabilidad estará garantizada en el interior por el balance de los valores y de los servicios, por la organización del trabajo y por la reintegración del pueblo en la propiedad de sus fuerzas colectivas (…).
“La idea, con sus categorías, nace de la acción y debe retornar a la acción bajo pena de inhabilitación para el agente”. Esto significa que todo conocimiento, dicho a priori, incluida la metafísica, ha salido del trabajo y debe servir de instrumento al trabajo; contrariamente a lo que enseñan el orgullo filosófico y el espiritualismo religioso que hacen de la idea una revelación gratuita, llegada no se sabe cómo, y de la cual la industria no es por consiguiente más que una aplicación (…).
Vayamos más lejos: si tal como decíamos anteriormente, la reflexión y por consiguiente la idea, nace en el hombre de la acción y no la acción de la reflexión, es el trabajo el que debe prevalecer sobre la especulación, el hombre de industria sobre la filosofía, lo que es el derrocamiento del prejuicio y del actual estado social (…). Así pues, hemos establecido la primera parte de nuestra propuesta: “la idea con sus categorías nace de la acción”; en otras palabras, la industria es madre de la filosofía y de las ciencias.
Queda por demostrar la segunda: “la idea debe regresar a la acción”; lo que significa que la filosofía y las ciencias deben volver a entrar en la industria, bajo pena de degradación para la humanidad. Una vez hecha esta demostración, está resuelto el problema de la liberación del trabajo. Recordemos primero en qué términos se ha planteado ese problema. El trabajo presenta dos aspectos contrarios, uno subjetivo y otro objetivo (…) Bajo el primer aspecto, es espontáneo y libre, principio de felicidad: es la actividad en su ejercicio legítimo, indispensable para la salud del alma y del cuerpo. Bajo el segundo, el trabajo es repugnante y penoso, principio de servidumbre y de envilecimiento (…).
Ya se ha dicho en el texto que la obra de Le Play, Les Ouvriers européens, no tiene por objeto más que dar el método a seguir para la esclavización de los trabajadores (…). Con objeto de que no se nos acuse de calumnia, esbozaremos ahora el pretendido método de Le Play (…) Le Play no cree en absoluto en la igualdad de condiciones y de fortunas; no cree lógico la igualdad frente a la ley y, por consiguiente, no cree en la Justicia. Por el contrario, no duda en absoluto en la necesidad de una jerarquía social; por tanto quiere, con toda la fuerza de sus convicciones, el mantenimiento de lo que compone esta jerarquía: la propiedad y sus privilegios, el dominio industrial y sus prerrogativas, el capitalismo y sus dividendos, la Iglesia y sus dotaciones, la centralización y su mundo de funcionarios, el ejército y el reclutamiento; el trabajador en fin, pero el trabajador disciplinado, clasificado, fijado, obediente. En cuanto a la revolución política, económica, social, Le Play la rechaza enérgicamente.
Pero, tal como lo hemos hecho observar en el texto, para contener al trabajador es preciso como mínimo, que sus necesidades sean satisfechas; es preciso, si queremos que prescinda de lo superfluo, asegurarle lo necesario. El punto primordial, la cuestión esencial, el auténtico problema social, según Le Play, es pues, regular esa porción congruente del obrero, con la cual una vez cumplida su jornada, no debe pensar más en beber, dormir, y sin la cual siempre se puede temer que se rebele (…).
Eso es lo que se denomina aplicar el método de observación a la economía política. De acuerdo con este principio Le Play ha efectuado la monografía de treinta y seis clases distintas de obreros, observados en Suecia, Rusia, Turquía, Alemania, Inglaterra, Francia, etc. (…).
Creo que es inútil insistir en esta distinción fundamental de la razón individual y de la razón colectiva, la primera esencialmente absolutista, la segunda antipática a todo absolutismo (…).
Vemos a la razón colectiva destruir constantemente, con sus ecuaciones, el sistema formado por la coalición de las razones particulares: por tanto, no es únicamente distinta sino que es superior a todas y su superioridad proviene precisamente de que el absolutismo, que ocupa un lugar tan importante en las demás, frente a ella se desvanece (…).
Digo que la razón colectiva, resultado del antagonismo de las razones particulares, al igual que el poder público resulta de la suma de las fuerzas individuales, es una realidad igual que ese poder; y puesto que ambas se reúnen en la misma colectividad llego a la conclusión de que forman los dos atributos esenciales del mismo ser: la razón y la fuerza.
Es esta Razón colectiva, teórica y práctica a la vez, la que desde hace tres siglos, ha empezado a dominar al mundo y a impulsar por el camino del progreso a la civilización (…).
El órgano de la razón colectiva es el mismo que el de la fuerza colectiva: es el grupo trabajador, instructor; la compañía industrial, inteligente, artística; las academias, escuelas, ayuntamientos; es la Asamblea Nacional, el club, el jurado; cualquier reunión de hombres, en una palabra (…).
Es inútil que cite a Hegel: él niega y se burla de la libertad de igual modo y forma en que Spinoza había ejecutado a Descartes y, al igual que Spinoza, concluye en política en el absolutismo (…).
¿Cuál es, pues, ese movimiento mediante el cual el libre arbitrio, precediendo simultáneamente a la manifestación y a la idealización del ser social, crea la historia y el destino? (…).
En presencia de tan grandes esfuerzos, frente a esa inmensa labor de una naturaleza que se busca a sí misma, se ensaya, se pone a prueba, se hace, se deshace, se rehace de otra forma, que cambia de principio, de método y objetivo, ¿es posible negar la existencia en la humanidad de una función especial que no es ni la inteligencia, ni el amor ni la Justicia? (…).
Así pues, ¿qué es el progreso? Confieso que anteriormente me dejé engañar por ese monigote psicológico-político que no resistió mucho tiempo el examen (…).
No, no hay en absoluto un papel para la libertad en el sistema de Hegel y por ello, nada de progreso. Hegel se consuela de esta pérdida al modo de Spinoza. Y llama libertad al movimiento orgánico del espíritu dando al de la naturaleza el de necesidad. En el fondo, dice, ambos movimientos son idénticos: por ello, añade el filósofo, la más alta libertad, la más alta independencia del hombre, consiste en “saberse” determinado por la idea absoluta (…).
Es como si alguien dijera que la más alta libertad política consiste, para el ciudadano, en “saberse” gobernado por el poder absoluto: cosa que es muy cómoda para los partidarios de la dictadura perpetua y del derecho divino (…).
He aquí pues, lo que se ha comprobado: el progreso, según todas las definiciones que se me han dado, no sólo no es debido a nuestra libertad sino que aún menos es el testimonio de nuestra virtud. Es el signo de nuestra servidumbre (…).
Afirmo que el Progreso es ante todo un fenómeno de orden moral, del que el movimiento se irradia a continuación, tanto para el bien como para el mal, sobre todas las facultades del ser humano, colectivo e individual.
Esta irradiación de la conciencia puede operarse de dos formas según siga el camino de la virtud o el del pecado. En el primer caso, la llamo “Justificación” o “perfeccionamiento de la humanidad por sí misma”; y tiene por efecto hacer crecer indefinidamente a la humanidad en la libertad y en la justicia; después desarrollar cada vez más su potencia, sus facultades y sus medios, y consecuentemente elevarla por encima de lo que hay en ella de fatal: como veremos a continuación, en esto consiste el “progreso”. En el segundo caso, llamo al movimiento de la conciencia “Corrupción” o “disolución de la humanidad por sí misma”, manifestada por la pérdida sucesiva de las costumbres, de la libertad, del talento, por la disminución del valor, de la fe, el empobrecimiento de las razas, etc. es la “decadencia”.
En los dos casos digo que la humanidad se perfecciona o se deshace a “sí misma”, porque aquí todo depende exclusivamente, de la consciencia y de la libertad, de tal manera que el movimiento cuya base de operaciones está en la Justicia, su fuerza motriz en la libertad, no puede ya conservar nada de fatal (…).
No es el ideal el que produce las ideas, sino que las refina; no es él quien crea la riqueza, quien enseña el trabajo, quien distribuye los servicios, quien pondera las fuerzas y los poderes, quien puede dirigirnos en la búsqueda de la verdad y mostrarnos las leyes de la Justicia (…).
La doctrina del progreso se resume, por tanto, en dos proposiciones cuya verdad resulta fácil constatar históricamente:
Toda sociedad progresa por el trabajo, la ciencia y el derecho idealizados).
Toda sociedad retrocede por la preponderancia del ideal (…).
Desde hace cincuenta años la literatura francesa, aspirando a vivir exclusivamente por el ideal y para el ideal, ha desertado de la Revolución y de la Justicia; por esta apostasía ha traicionado a su propia causa. Se anunciaba como la razón del siglo y ni siquiera tiene a su servicio una paradoja. Se ha basado en el idealismo y ni siquiera tiene un ideal (…).
La justicia es más grande que el yo (…).
El socialismo es la doctrina de la síntesis, de la conciliación universal; lo que el socialismo ataca es el antagonismo universal (…).
Gracias a la noción finalmente explicada del libre arbitrio me doy cuenta de ese “ideal” que me encanta, de ese “progreso” que es mi ley y que consiste, no en una evolución fatal de la humanidad, sino en su liberación indefinida de toda fatalidad (…).
El principio federativo (1863)
El orden político descansa fundamentalmente en dos principios contrarios: la autoridad y la libertad. El primero inicia; el segundo determina. Este tiene por corolario la razón libre; aquél, la fe que obedece.
Contra esta primera proposición no creo que se levante nadie. La autoridad y la libertad son tan antiguas en el mundo como la raza humana: con nosotros nacen y en cada uno de nosotros se perpetúan. Haré ahora sólo una observación que podría pasar inadvertida a los más de los lectores: estos dos principios forman, por decirlo así, una pareja cuyos dos términos están indisolublemente unidos y son, sin embargo, irreductibles el uno al otro, viviendo por más que hagamos en perpetua lucha. La autoridad supone indefectiblemente una libertad que la reconoce o la niega; y a su vez la libertad, en el sentido político de la palabra, una autoridad que trata con ella y la refrena o la tolera. Suprimida una de las dos, nada significa la otra: la autoridad sin una libertad que discute, resiste o se somete, es una palabra vana; la libertad sin una autoridad que le sirva de contrapeso, carece de sentido.
El principio de autoridad, principio familiar, patriarcal, magistral, monárquico, teocrático, principio que tiende a la jerarquía, a la centralización, a la absorción, es debido a la naturaleza, y por lo mismo esencialmente fatal o divino, como quiera llamársela. Su acción, contrariada, dificultada por el principio contrario, puede ser ampliada o restringida indefinidamente, no aniquilada.
El principio de libertad, personal, individualista, crítico, agente de división, de elección, de transacción, es debido al espíritu. Es, por consecuencia, un principio esencialmente arbitrador, superior a la naturaleza, de que se sirve, y a la fatalidad que domina, ilimitado en sus aspiraciones, susceptible como su contrario de extensión y de restricción, pero tan incapaz como él de perecer en virtud de su propio desarrollo como de ser aniquilado por la violencia.
Síguese de aquí que en toda sociedad, aun la más autoritaria, hay que dejar necesariamente una parte a la libertad; y, recíprocamente, que en toda sociedad, aun la más liberal, hay que reservar una parte a la autoridad. Esta condición es tan absoluta, que no puede sustraerse a ella ninguna combinación política. A despecho del entendimiento, que tiende incesantemente a transformar la diversidad en unidad, permanecen los dos principios el uno enfrente del otro y en oposición continua. El movimiento político resalta de su tendencia inevitable a limitarse y de su reacción mutua (…).
Es sabido cómo se establece el gobierno monárquico, expresión primitiva del principio de autoridad. (…) se funda en la autoridad paterna. La familia es el embrión de la monarquía. Los primeros Estados fueron generalmente familias o tribus gobernadas por su jefe natural, marido, padre, patriarca, al fin rey.
Bajo este régimen el Estado se desarrolla de dos maneras: primera, por la generación o multiplicación natural de la familia, tribu o raza; segunda, por la adopción, es decir, por la incorporación voluntaria o forzosa de las familias y tribus circunvecinas, hecha de suerte que las tribus reunidas no constituyan con la tribu-madre sino una misma domesticidad, una sola familia. Este desenvolvimiento del Estado monárquico puede alcanzar proporciones inmensas; puede llegar a centenares de millones de hombres, distribuidos por centenares de miles de leguas cuadradas.
La panarquía, pantocracia o comunismo, nace naturalmente de la muerte del monarca o jefe de familia y de la declaración de los súbditos, hermanos, hijos o socios, de querer permanecer en la indivisión sin elegir un nuevo jefe. Esta forma política, si es que de ella hay ejemplos, es sumamente rara, a causa de hacerse sentir más el peso de la autoridad y abrumar más al individuo que el de cualquiera otra. Apenas ha sido adoptada más que por las comunidades religiosas, que han tendido al aniquilamiento de la libertad en todos los países y bajo todos los cultos. La idea no por esto deja de ser obtenida a priori, como la idea monárquica: encontrará su explicación en los gobiernos de hecho, y debíamos mencionarla aun cuando no fuese más que para memoria.
Así la monarquía, fundada en la naturaleza y justificada, por consiguiente, en su idea, tiene su legitimidad y su moralidad. Otro tanto sucede con el comunismo. No tardaremos con todo en ver que esas dos variedades del mismo régimen, a pesar de lo concreto del hecho en que descansan y lo racional de su deducción, no pueden mantenerse dentro del rigor de su principio ni en la pureza de su esencia, y están, por tanto, condenadas a permanecer siempre en estado de hipótesis. De hecho, a pesar de su origen patriarcal, de su benigno temperamento y de sus aires de absolutismo y derecho divino, ni la monarquía ni el comunismo se han desarrollado en ninguna parte conservando la sinceridad de su tipo (…).
¿Cómo se establece a su vez el gobierno democrático del principio de libertad? Jean-Jacques Rousseau y la Revolución [francesa] nos lo han enseñado, por medio del contrato. Aquí la fisiología no entra ya por nada: el Estado aparece como el producto, no ya de la naturaleza orgánica, de la carne, sino de la naturaleza inteligible, del espíritu.
Bajo este régimen, el Estado se desarrolla por accesión o adhesión libre. Así como se supone que los ciudadanos todos han firmado el contrato, se supone también que lo ha suscrito el extranjero que entra en la república: bajo esta condición solamente se le otorgan los derechos y prerrogativas de ciudadano. Si el Estado ha de sostener una guerra y se hace conquistador, concede por la fuerza de su mismo principio a las poblaciones vencidas los derechos de que gozan los vencedores, que es lo que se conoce con el nombre de isonomía. Tal era entre los romanos la concesión del derecho de ciudadanía. Supónese hasta que los niños al llegar a la mayor edad han jurado el pacto. No sucede en las democracias lo que en las monarquías, donde se es súbdito de nacimiento sólo por ser hijo de súbdito, ni lo que en las comunidades de Licurgo y de Platón, donde por el solo hecho de venir al mundo se pertenecía al Estado. En una democracia no se es, en realidad, ciudadano por ser hijo de ciudadano; para serlo, es de todo punto necesario en derecho, independientemente de la cualidad de ingenuo, haber elegido el sistema vigente.
Otro tanto sucede respecto a la accesión de una familia, de una ciudad, de una provincia: es siempre la libertad la que le sirve de principio y la motiva.
Así, al desenvolvimiento del Estado autoritario, patriarcal, monárquico o comunista, se contrapone el del Estado liberal, consensual y democrático. Y así como no hay límites naturales para la extensión de la monarquía, que es lo que en todos los tiempos y en todos los pueblos ha sugerido la idea de una monarquía universal o mesiánica, no los hay tampoco para la del Estado democrático, hecho que ha sugerido igualmente la idea de una democracia o república universal.
Como variedad del régimen liberal, he presentado la Anarquía o gobierno de cada uno por sí mismo, en inglés self-government. La expresión de gobierno anárquico es, en cierto modo, contradictoria; así que la cosa parece tan imposible como la idea absurda.
No hay aquí, sin embargo, de reprensible sino el idioma: la noción de anarquía en política es tan racional y positiva como cualquiera otra. Consiste en que si estuviesen reducidas sus funciones políticas a las industriales, resultaría el orden social del solo hecho de las transacciones y los cambios. Cada uno podría decirse entonces autócrata de sí mismo, lo que es la extrema inversa del absolutismo monárquico.
Por lo demás, así como la monarquía y el comunismo, fundados en naturaleza y razón, tienen su legitimidad y su moralidad, sin que puedan jamás realizarse en todo el rigor y la pureza de su noción, la democracia y la anarquía, fundadas en libertad y en derecho, tienen su legitimidad y su moralidad corriendo tras un ideal que está en relación con su principio. No tardaremos con todo en ver también que, a despecho de su origen jurídico y racional, no pueden, al crecer y desarrollarse en población y territorio, mantenerse dentro del rigor y la pureza de su idea, y están condenadas a permanecer en el estado de perpetuo desiderátum. A pesar del poderoso atractivo de la libertad, no se hallan constituidas en parte alguna con la plenitud ni la integridad de su idea ni la democracia ni la anarquía (…).
Federación, del latín foedus, genitivo foederis, es decir, pacto, contrato, tratado, convención, alianza, etc., es un convenio por el cual uno o muchos jefes de familia, uno o muchos municipios, uno o muchos grupos de pueblos o Estados, se obligan recíproca e igualmente los unos para con los otros, con el fin de llenar uno o muchos objetos particulares que desde entonces pesan sobre los delegados de la federación de una manera especial y exclusiva.
Insistamos en esta definición. Lo que constituye la esencia y el carácter del contrato federativo, y llamo sobre esto la atención del lector, es que en este sistema los contrayentes, jefes de familia, municipios, cantones, provincias o Estados, no sólo se obligan sinalagmática y conmutativamente, los unos para con los otros, sino que también se reservan individualmente al celebrar el pacto más derechos, más libertad, más autoridad, más propiedad de los que ceden.
No sucede así, por ejemplo, en la sociedad universal de bienes y ganancias, autorizada por el Código Civil, y llamada por otro nombre “comunidad”, imagen en miniatura del régimen absoluto. El que entra en una sociedad de esta clase, sobre todo si es perpetua, tiene más trabas y está sometido a más cargas que iniciativa no conserva. Mas esto es precisamente lo que hace raro el contrato y ha hecho en todos tiempos insoportable la vida cenobítica. Toda obligación, aun siendo sinalagmática y conmutativa, es excesiva y repugna por igual al ciudadano y al hombre, si exigiendo del asociado la totalidad de sus esfuerzos, le sacrifica por entero a la sociedad y en nada le deja independiente (…).
Voy a terminar el capítulo por una consecuencia de este hecho. Siendo el sistema unitario el reverso del federativo, es de todo punto imposible una confederación entre grandes monarquías, y con mayor razón entre democracias imperiales. Estados como Francia, Austria, Inglaterra, Prusia, Rusia, pueden celebrar entre sí tratados de alianza o de comercio; pero repugna que se confederen, primero, porque su principio es contrario a este sistema y los pondría en abierta oposición con el pacto federal, y luego, porque deberían abdicar una parte de su soberanía y reconocer sobre ellos un árbitro cuando menos para ciertos casos. No está en su naturaleza eso de transigir y obedecer; está, sí, el mandar.
La capacidad política de la clase obrera (1865)
Hace diez meses me preguntabais lo que pensaba del Manifiesto electoral publicado por sesenta obreros del Sena (…). Ciertamente, me alegré de ese despertar del socialismo ¿quién habría tenido en Francia más derecho que yo de alegrarme por ese hecho? Sin duda una vez más, estaba de acuerdo con vosotros y con los Sesenta, en que la clase obrera no está representada y debe estarlo: ¿cómo habría podido tener otro sentimiento? (…).
Pero de eso a participar en unas elecciones que hubiesen comprometido con la conciencia democrática, sus principios y su futuro, no he disimulado, ciudadanos, en mi opinión hay un abismo (…).
Se trata de demostrar a la democracia obrera que, al carecer de una suficiente conciencia de sí misma y de su idea, ha dado el aporte de sus sufragios a unas personas que no la representaban, ¡con qué condiciones entra un partido en la vida política! (…).
En dos palabras, la plebe, que hasta 1840 no era nada, que apenas se distinguía de la burguesía, aun cuando a partir del 89 se haya separado de la misma de hecho y de derecho, se ha convertido repentinamente por su propia pobreza y por su oposición a la clase de los poseedores del suelo y de los explotadores de la industria, en “algo”, igual que la burguesía del 89 aspira a convertirse en un todo (…).
La causa de los campesinos es la misma que la de los trabajadores industriales; la “Marianne” de los campos es la contrapartida de la “Social” de las ciudades. Sus adversarios son los mismos (…).
Es la emancipación completa del trabajador; es la abolición del trabajo asalariado (…).
El problema de la capacidad política en la clase obrera (…) equivale por tanto a preguntarse: a) si la clase obrera, desde el punto de vista de sus relaciones con la sociedad y con el Estado, ha adquirido conciencia de sí misma; si, como ser colectivo, moral y libre, se distingue de la clase burguesa, si separa de la misma sus intereses, si no desea confundirse con ella; b) si posee una idea, o sea, si se ha creado una noción de su propia constitución, si conoce las leyes, condiciones y fórmulas de su existencia, si prevé el destino y el fin, si se comprende a sí misma en sus relaciones con el Estado, la nación y el orden universal; c) y finalmente, si la clase obrera está capacitada, en la organización de la sociedad, para deducir unas conclusiones prácticas que sean suyas, características y, en el caso en que el poder por la inhabilitación o la retirada de la burguesía le fuera devuelto, capaz de crear y desarrollar un nuevo orden político (…).
Sobre el primer punto: Sí; las clases obreras han adquirido conciencia de sí mismas y podemos asignar la fecha de esta eclosión que es el año 1848.
Sobre el segundo punto: Sí; las clases obreras poseen una idea que corresponde a la conciencia que tienen de sí mismas y que está en perfecto contraste con la idea burguesa (…).
Sobre el tercer punto, relativo a las conclusiones políticas a extraer de su idea: No; las clases obreras, seguras de sí mismas y ya medio iluminadas sobre los principios que componen su nueva fe, no han llegado aún a deducir de estos principios una práctica general adecuada, una política apropiada (…).
Negar hoy en día esta distinción de las dos clases sería más que negar la escisión que la provocó, y que no fue en sí misma más que una gran iniquidad; sería negar la independencia industrial, política y civil del obrero, única compensación que ha obtenido; sería afirmar que la libertad y la igualdad del 89 no han sido hechas para él ni tampoco para la burguesía (…).
Es por tanto flagrante la división de la sociedad moderna en dos clases: una de trabajadores asalariados y otra de propietarios-capitalistas-empresarios (…).
Mientras que la plebe obrera, ignorante, sin influencia, sin crédito, se plantea, se afirma, habla de su emancipación, de su futuro, de una transformación social que debe cambiar su condición y emancipar a todos los trabajadores del mundo; la burguesía que es rica, que posee, que sabe y que puede, no tiene nada que decir de sí misma, desde que ha salido de su antiguo medio, parece carecer de destino y de papel histórico; ya no tiene pensamiento ni voluntad. Alternativamente revolucionaria y conservadora, republicana, legitimista, doctrinaria o moderada; por un instante cautivada por las formas representativas y parlamentarias y después perdiendo hasta la inteligencia; no sabiendo actualmente qué sistema es el suyo, qué gobierno prefiere (…) la burguesía ha perdido todo su carácter: ya no es una clase poderosa por su número, el trabajo y el genio, que quiere y que piensa, que produce y que razona, que rige y que gobierna; es una minoría que trafica, especula; una batahola (…).
Tanto si la burguesía lo sabe como si no, su papel ha acabado; no puede ir lejos y tampoco puede renacer (…).
Una de las cosas que más le importan a la democracia obrera es, al mismo tiempo que afirma su Derecho y desarrolla su “Fuerza”, plantear también su “idea”, diría aún más, producir tal cual su cuerpo de Doctrina (…).
La revolución, al democratizarnos, nos ha lanzado por los caminos de la democracia industrial (…).
Ahora le corresponde a la democracia obrera encargarse de la cuestión. Que se pronuncie y, bajo la presión de su opinión, será preciso que el Estado, órgano de la sociedad, actúe. Que si la democracia obrera satisfecha de hacer la agitación en sus talleres, de hostigar al burgués y de ponerse de manifiesto en elecciones inútiles, permanece indiferente ante los principios de la economía política que son los de la revolución, es preciso que sepa que falta a sus deberes y se verá mancillada un día por ello ante la posteridad (…).
Lo que distingue a las reformas mutualistas es que son simultáneamente un producto del derecho estricto y de una alta sociabilidad; esas reformas consisten en suprimir los tributos de todo tipo sacados de los trabajadores (…).
Esas asociaciones, que podrán incluso conservar sus actuales designaciones, sometidas unas respecto a otras y con respecto al público al deber de mutualidad, imbuidas del nuevo espíritu, no podrán ya compararse a sus análogas de estos tiempos. Habrán perdido su carácter egoísta y subversivo aun conservando las ventajas particulares que extraen de su potencia económica. Serán otras tantas iglesias particulares en el seno de la Iglesia universal, capaces de reproducirse si fueran extinguidas (…).
La unidad no está señalada en el derecho, más que por la promesa que se hacen entre sí los diversos grupos soberanos: 1.º de gobernarse mutuamente a sí mismos y tratar con sus vecinos de acuerdo con determinados principios; 2.° de protegerse contra el enemigo del exterior y la tiranía del interior; 3.° de ponerse de acuerdo en el interés de sus explotaciones y de sus empresas respectivas, así como prestarse ayuda en sus infortunios (…).
Así, trasladado a la esfera política, lo que hemos llamado hasta este momento mutualismo o garantismo toma el nombre de “federalismo” (…).
Al contrario, el nuevo derecho es esencialmente “positivo”. Su objeto es procurar, con certidumbre y amplitud, todo lo que el antiguo derecho permitía simplemente hacer pero sin buscar las garantías ni los medios, sin ni siquiera expresar a este respecto ni aprobación ni desaprobación (…).
Por ello podemos decir también a partir de ahora, que entre la burguesía capitalista-propietaria-empresaria y el gobierno, y la democracia obrera, desde todos los puntos de vista, los papeles se han invertido: ya no es a ésta a la que se debe denominar “la masa, la multitud, la vil multitud”; sino que sería más bien a aquélla. (…) Lo que ya no piensa, lo que ha recaído en el estado de turba y de masa indigesta es la clase burguesa. (…)
Vemos a la alta burguesía (después de haber rodado de catástrofe política en catástrofe política llegada al último grado del vacío intelectual y moral), cómo se convierte en una masa que no tiene ya nada de humano más que el egoísmo y busca salvadores cuando para ella ya no hay salvación, presentar por todo programa una indiferencia cínica, y, que antes de aceptar una transformación inevitable, invocar sobre el país y sobre sí misma un nuevo diluvio (…).
Un poco más y las clases medias, absorbidas por la alta competencia o arruinadas, entrarán en la domesticidad feudal o serán lanzadas en medio del proletariado (…).
La separación que recomiendo es la condición misma de la vida. Distinguirse y definirse es ser; al igual que confundirse y absorberse es perderse. Escindirse, con una escisión legítima, es el único medio que tenemos para afirmar nuestro derecho y, como partido político, para hacernos reconocer. Y pronto se verá que es también el arma política más potente, así como la más leal, que se nos ha dado tanto para la defensa como para el ataque (…).
Así pues, llego a la conclusión de que al no ser el ideal político y económico perseguido por la democracia obrera el mismo que busca en vano la burguesía desde hace sesenta años, no podemos figurar, no digo únicamente en el mismo Parlamento, sino ni siquiera en la Oposición; nuestras palabras tienen un sentido totalmente distinto a las suyas, y ni las ideas, ni los principios, ni las formas de gobierno, ni las instituciones, ni las costumbres son las mismas (…).
La clase obrera, si se toma a sí misma en serio, si persigue algo más que una mera fantasía, tenga esto presente: es preciso ante todo que salga de la tutela y que (…) actúe a partir de ahora y en forma exclusiva por sí misma y para sí misma (…).
Es preciso recordar lo siguiente: entre la igualdad o el derecho político y la igualdad o el derecho económico hay una íntima relación, de modo que allí donde uno de ambos términos es negado el otro no tardará en desaparecer (…).
Publicado en el periódico Tierra y libertad núm.325 (agosto 2015).
De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia está traducida al español? ¿Dónde se puede adquirir?
muchas gracias