Hay una frase atribuida a Albert Einstein: «Si la gente es buena solo porque teme el castigo y espera una recompensa, somos efectivamente un grupo lamentable». Aunque temamos caer en la simplificación, puede que ésta sea una de las claves del pensamiento religioso en lo que atañe a la moral, un comportamiento correcto se realiza para obtener ciertos beneficios (en el caso que nos ocupa, sobrenaturales). Desde este punto de vista, el ser humano necesita la religión, o cree necesitarla, para comportarse correctamente, aunque la vigilancia al respecto suele ser muy terrenal para justificar la existencia del Estado. Richard Dawkins, de forma muy irónica, afirma que se suele decir que la gente necesita religión, cuando en realidad lo que necesita son policías. Por supuesto, en ambos casos se trata de una visión simplista y hay que observar los factores determinantes, todos muy humanos.
En lo que estamos de acuerdo es en que una moralidad, en ausencia de vigilancia, es más verdadera que aquella que desaparece al no estar presente el vigilante, sea Dios o el Estado. Aunque siempre hay que echar mano de las estadísticas, no resulta difícil creer que las personas ateas posean una moral más sólida, ya que alguna clase de humanismo habrá reemplazado el más bien frágil credo religioso. Aunque es habitual confundirlas, la moral y la ética no tienen el mismo significado. La primera alude a los hábitos y comportamientos de los seres humanos y es posible definirla como el conjunto de normas de conducta que se consideran válidas para gran parte de una población.
La ética puede describirse como la reflexión acerca de por qué es válida una moral. La visión atea, o naturalista, suele insistir en que la moral nació con la vida social, cuando los seres humanos buscaron unas normas uniformes para ajustar sus conductas y convertir la convivencia en más o menos previsible. En gran medida, la moralidad es producto de la sociedad y el individuo acaba interiorizando unos determinados valores, diferentes según el contexto social existente, que estimulan su conciencia acerca de lo que es bueno o malo. Desde este punto de vista, la moralidad posee una naturaleza muy humana y relativa, ya que según las circunstancias se favorece un comportamiento u otro; muy al contrario, las visiones absolutistas propias de la religión ocasionan muchos más conflictos, ya que las acciones más abyectas suelen justificarse en aras de un ideal trascendente.
Es posible que toda nuestra civilización esté impregnada de ese concepto de castigo y recompensa, basado en una concepción inmutable de la naturaleza humana, por lo que examinaremos el ateísmo desde la perspectiva de un horizonte moral todo lo sólido y amplio posible, trataremos de apartar definitivamente la práctica moral de toda afiliación, práctica o creencia religiosa e introduciremos el hecho de que existen factores biológicos y sociales que explican nuestro sentido de lo que es bueno o malo. Un gigante intelectual como Bertrand Russell consideró las dificultades de la consideración religiosa de que la conciencia humana estuviera originada en la divinidad. En primer lugar, parece que la conciencia dicta cosas muy diferentes a cada individuo; en segundo, la psicología ha ido dando respuestas a los distintos sentimientos de cada persona.
Son las leyes causales, base del método científico, las que pueden ayudarnos a comprender por qué existe tanta diversidad en lo que motiva a la conciencia. Es precisamente la introspección la que a veces conduce a olvidar el origen de los sentimientos y a convertirlos en misteriosos. Si se quiere liberar a la ética de unas reglas externas, habría que poner en duda la visión religiosa de la conciencia. En una línea similar, Carl Sagan consideró que el argumento de la conciencia como demostración de la existencia de Dios no posee demasiado recorrido; hace ya tiempo que los neurobiólogos mostraron una alternativa al explicar que la conciencia es una función que depende del número y la complejidad de las conexiones neuronales del cerebro. Respecto al argumento moral de los religiosos, según el cual si el ser humano es moral es porque Dios existe, Sagan está en la misma línea de Dawkins cuando señala que la selección natural puede explicar muchas cosas sobre nuestro comportamiento; la adquisición de conciencia sobre nuestro entorno hace posible que comprendamos muchas cosas y ver lo que es bueno para nuestra supervivencia.
Aunque la ciencia no tenga mucho que decir sobre la ética, sí es capaz de examinar las causas de los deseos y los medios para realizarlos. Al no existir argumentos para probar que determinada cosa tiene un valor intrínseco, habría que aceptar que las diferencias son cuestión de gusto y no existe una verdad objetiva. Este subjetivismo tiene diversas consecuencias, la más evidente es que conceptos religiosos como «pecado» o «virtud» se anulan al solo poder ser algo como bueno o malo según unas circunstancias concretas. Desde un punto de vista biológico, pueden comprenderse los valores también como producto de la evolución, entendidos como lo que resulta agradable o desagradable en función del ambiente.
No es posible deducir, desde estas concepciones éticas desprendidas de todo origen sobrenatural, otro concepto clave para el pensamiento religioso: la idea de un propósito, cósmico o divino, en la existencia humana. La objeción de los partidarios de valores objetivos, apoyada en las supuestas consecuencias inmorales derivadas de este aparente relativismo, puede ser refutada apelando al deseo y rechazando la creencia. Efectivamente, los deseos pueden ser personales o impersonales, pero difícilmente podrán ser estimulados por una creencia abstracta en lo que es correcto y sí, por ejemplo, por la educación y el conocimiento. La felicidad general no necesita una sanción por parte de un concepto absoluto del bien, y tampoco se convierte en algo irracional al basarse en deseos individuales. También habría que dudar de la racionalidad o irracionalidad de los deseos, ya que solo se ponen a prueba con la valoración de los demás conduciendo, o no, a la felicidad o a la satisfacción. Los deseos son, tantas veces, grandes y generosos en ciertas personas, apoyados además en las grandes teorías morales, por lo que adquieren una nueva dimensión al tener la ambición de elevarlos a categoría universal.
El filósofo John Leslie Mackie considera que el mundo natural explica, gracias a la evolución, la conciencia, la moralidad y el valor como actividades humanas. Este autor clarifica cuáles son las consecuencias morales del ateísmo, ya que tantas personas, creyentes o no, consideran que la religión sigue siendo necesaria para no desembocar en un desastroso nihilismo. Así, Mackie considera cuatro puntos de vista principales sobre la naturaleza y el estatus de la moralidad: el primero observa las reglas y los principios morales desvinculados de cualquier utilidad que pudieran tener, estarían originados en algún tipo de divinidad y sustentados por la promesa de recompensa o la amenaza de castigo en esta vida o en la otra; el segundo, llamado kantiano, racionalista o intuicionista, ve los principios morales como una normativa objetivamente válida, formulada o descubierta por el intelecto humano y dotada de autoridad autónoma al margen de cualquier dios; un tercer punto de vista sostiene igualmente la existencia de principios objetivos válidos, pero considera que son creados y sustentados, del modo que fuere, por la existencia de Dios; finalmente, una cuarta opinión, denominada humeana, sentimentalista, subjetivista o naturalista, piensa que la moralidad es fundamentalmente un producto humano y social y, así, los conceptos, principios y prácticas morales se han desarrollado a lo largo de un proceso de evolución biológica y social.
Es esta última perspectiva naturalista la que explicaría la existencia y persistencia de los principios y prácticas morales, debido a que permiten de alguna manera a los seres humanos sobrivivir y alimentarse mejor al limitar la competencia y favorecer la cooperación. Sin caer en respuestas definitivas, Mackie muestra la moralidad con su propio origen causal, parcialmente instintiva, desarrollada a través de la evolución biológica y transmitida de una generación a otra en forma de valores culturales. El enfoque naturalista adquiere una fuerza evidente cuando se observa que no hay un consenso definitivo en la humanidad sobre lo que es vicio o virtud. La perspectiva religiosa se viene abajo notablemente por dos motivos principales: la moralidad sufrirá una debilitación evidente cuando no exista la creencia, y también debido a que se subordinará siempre a otras preocupaciones más trascendentes cuando exista la creencia (como es el caso de la salvación personal).
Richard Dawkins, biólogo considerado neodarwinista, considera que nobles impulsos como la amabilidad, el altruismo o la empatía se originan en el cerebro y se dirigen en primer lugar hacia la familia cercana, pero pueden extenderse como regla general. No profundizaremos aquí en la visión genética de Dawkins, no uniforme en el mundo científico y denunciada en ocasiones como biológicamente determinista, pero insistiremos en este autor por su prestigio y conocido ateísmo combativo. Derivar nuestro sentido de lo correcto o lo incorrecto de nuestro pasado evolutivo, conlleva ciertas dificultades al ser difícil comprender sentimientos como la compasión desde el punto de vista de la selección natural.
Sean cuales fueren las reglas de la evolución, altruistas o competitivas, no es posible hablar simplemente de determinismo biológico, ya que se filtran a través de la influencia de lo que llamamos civilización, con sus tradiciones, leyes y costumbres. Como modo de mejorar la conciencia, Dawkins considera que la ciencia y la evolución, incluso con sus lagunas, resultan mucho más adecuadas para mejorarla que el pensamiento religioso y elude la posibilidad de fantasear con nuestros miedos y necesidades. Frente a los que asocian, necesariamente, el sentimiento religioso a la condición humana, ya que parece manifestarse de un modo u otro, habría que insistir en lo saludable de la independencia mental. Una comprensión adecuada del mundo real puede asumir el mismo rol inspirativo que, tradicionalmente y de manera distorsionadora, ha asumido la religión.
Desde la Antigua Grecia hasta Kant, hubo ya muchos intentos de derivar la moral de fuentes no religiosas. De hecho, tal como señala Dawkins, los imperativos categóricos de Kant se fundan en el deber, por el bien del deber, apartando a Dios, lo cual ha supuesto que se haya pensado que el filósofo alemán, aunque no pudiera admitirlo en la sociedad de su tiempo, era en realidad ateo. La universalidad de los principios morales, que es lo que está también detrás de los imperativos kantianos, es válida en algunos casos, pero plantea problemas en otros, ya que no todo el mundo estará de acuerdo en según qué comportamientos.
En el caso de la moral de tipo kantiano, no tiene que ser una visión plenamente identificable con el absolutismo moral, puede hablarse de «deontología» o «ciencia del deber», es decir «obediencia a reglas». Entre las visiones morales modernas, están además los llamados «consecuencialistas», más pragmáticos, según los cuales la moralidad de una acción debe juzgarse por sus consecuencias (los utilitaristas, a menudo mal entendidos también, pueden considerarse como un tipo de consecuencialistas). Como afirma Richard Dawkins, no todo absolutismo deriva de la religión, pero es muy difícil defenderlo en otros campos.
Si la moral originada en las religiones es siempre exclusivista y totalizante, exigiendo además obediencia a los creyentes, una moral capaz de mejorar la vida y de facilitar el desarrollo, incluso con aspiración de ser universal, no necesita de orígenes divinos y todo ser humano puede comprenderla en mayor o en menor medida sin acudir a ninguna «verdad revelada». Es más, desde el ateísmo se ha criticado la moral religiosa, siempre absolutista, entendida como una verdad con mayúsculas, cuando en su nombre se han producido los mayores crímenes a lo largo de la historia; el ateo siempre considerará la moral religiosa como sospechosa, ya que detrás se encuentra la imposición y las mayores aberraciones hacia los no creyentes, por lo que acaba convirtiéndose en un instrumento de poder.
Frente a los que consideran que una moral sin Dios no puede darse, la lógica hace pensar que la humanidad, en los albores de su existencia, empezó a dar contenido a las normas morales y potenció así los instintos constructivos del ser humano; en caso contrario, no habríamos llegado hasta aquí. Con el devenir de la historia, la idea de Dios se fue haciendo innecesaria, por lo que una ética puramente humana, basada en la convivencia social, la justicia y la fraternidad, enemiga de todo dogmatismo, puede exigir un mayor compromismo con lo real. La creencia religiosa surge de debilidades y angustias humanas, muy comprensibles, pero son infinitamente más aceptables una incredulidad fundada en el esfuerzo por buscar la verdad, sin engaño alguno, y una moral fraterna, sin excusas sobrenaturales ni trascendentes. En esta línea, hay que recordar a Bertrand Russell cuando habla igualmente de renunciar al dogmatismo y adoptar la duda racional en todo ámbito humano; desde su punto de vista, ello ayudaría a erradicar los grandes males del mundo, ya que sin posiciones absolutistas resulta francamente difícil no considerar la gran responsabilidad que tenemos con el prójimo.
Otro ateo que ha tenido gran popularidad en los últimos años, el recientemente fallecido Christopher Hitchens, considera que el desarrollo del pensamiento ha supuesto que la humanidad se vaya apartando de toda verdad revelada y toda fe dogmática; desde este punto de vista, la razón, la conciencia y la moral solo pueden ser innatas en el ser humano, susceptibles de ser perfeccionadas o deterioradas y no es necesario apoyarse en ninguna explicación espiritual o metafísica.
Desde su ateísmo combativo, Hitchens presenta varias e importantes objeciones al pensamiento religioso: distorsión cognitiva sobre el conocimiento y la razón, servilismo, solipsismo, represión sexual… recogiendo la herencia de Freud, considera que las creencias de los hombres estás sustentadas en última instancia en ilusiones, respuestas a sus necesidades y deseos más apremiantes. Tal vez la ciencia y la razón no resultan suficientes para establecer valores, pero sí son necesarias, por lo que hay que desconfiar de toda aquella doctrina que las reduzca; el intelecto y la moral se potencian gracias al conocimiento y la creatividad humanas, por lo que se identifica aquí ateísmo con una libertad plena para la indagación.
El filósofo André Comte-Sponville, en otra interesante obra sobre el ateísmo de reciente edición, nos propone un punto de vista diferente sobre los valores humanos. Su ateísmo lo funda en lo que denomina «fidelidad», usando una palabra con la misma etimología que la palabra «fe», a unos valores judeocristianos de larga tradición; su falta de creencia en Dios no le impide abrazar la moral fundada en la religión y considerar su importancia como elemento de cohesión en la sociedad. El temor de Comte-Sponville está en que la falta de creencia desemboque en el nihilismo, algo que él considera sinónimo de barbarie; su deseo parece ser fiel a dos polos: los valores religiosos tradicionales y el proyecto modernizador de la Ilustración.
En este sentido, el filósofo francés se aparta del nuevo ateísmo de Dawkins y Hitchens, y especialmente de la tendencia posmoderna de Michel Onfray, que parte de Nietzsche para considerar que es precisamente el ateísmo el que nos proporciona la salida del nihilismo radicalizando e innovando los postulados de la Ilustración. El ateísmo de Onfray apuesta por una razón decididamente antirreligiosa y antimetafísica, que impida a los seres humanos caer en la tranquilidad existencial y el infantilismo mental permanente; el estilo directo e incendiario de este autor le lleva a considerar que el ser humano tiene una inclinación hacia la credulidad y la ceguera, , por lo que las dificultades de la vida le empujan a las fábulas y los mitos.
Capi Vidal