“Es mejor encender una vela que maldecir la oscuridad”
(Dicho popular)
Una década antes de su muerte, en una entrevista ahora vertida en el libro Anarquistas… ¡Y orgullosos de serlo! (Fundación Salvador Seguí, 2019), el libertario milanés Amedeo Bertolo (1941-2016) esbozaba un proyecto de “reformismo radical” como mochila para la escalada anarquista. Lo denominó metafóricamente «Elogio de la sidra». Con esta expresión, que sirve de cabecera a uno de los capítulos del volumen, pretendía llamar la atención sobre el indispensable aprendizaje que conllevan los humanos saberes de estirpe transformadora. Según Bertolo, igual que para poder disfrutar de un buen vino lo aconsejable es comenzar con caldos de menor grado alcohólico, la meta de abrazar el ideal ácrata exige una iniciación pautada en el espacio-tiempo, y ponderada en el conocimiento. «La anarquía pura, cien por cien, es imposible de beber» (p. 361), argumentaba el que ha sido una de las cabezas más lúcidas del movimiento antiautoritario italiano. Para luego dar paso a su teoría del “anarquismo posible” sin renuncias ni complejos, a muchas leguas de distancia del sedentarismo ideológico y el conformismo político.
Mutatis mutandis pisamos el terreno de aquel dictum evolucionista del botánico y zoólogo Carlos Linneo “la naturaleza no avanza a saltos” (natura non facit saltus). O, y ya metidos en filosofías, de la “ruptura epistemológica” diseñada por Gastón Bachelard que hiciera fortuna definitiva a través de su recepción dogmática por Louis Althusser para justificar el cisma entre el Marx de los Manuscritos y el de El Capital, juventud y madurez con taxonomías en abierto conflicto. Que es tanto como decir que en el curso de una vida las circunstancias y los avatares moldean personas y convicciones, y no siempre resultan conciliables en un único y monolítico discurso. «Mi anarquismo actual no es idéntico al de hace veinte o treinta años. Siempre soy anarquista, pero de una forma diferente. Y ya no creo que el anarquismo tradicional siga siendo útil. Por ejemplo, creo que la revolución anarquista es en realidad una gran mutación cultural y no una insurrección» (p. 361), admitía Bertolo en el citado encuentro periodístico.
Aunque en Bertolo nunca palideció el impulso revolucionario que inspiraba su activismo libertario, en sus escritos tempranos ya se atisbaba un empeño por diferenciar lo radical político de la simple emergencia insurreccional, aflorando el talante de su honestidad intelectual. Su particular fidelidad al sapere aude kantiano. Así en el artículo “Compromiso histórico, lucha armada y nuevo disenso”, escrito a los 31 años, Bertolo marcaba distancia con los “años de plomo” y abogaba por cimentar una alternativa entre la lucha armada y el neorreformismo. Una llamada al reagrupamiento en los ideales ácratas capaz de superar el carácter episódico de esa violencia espasmódica. «Un esfuerzo que podría dar, en un futuro cercano, los frutos de claridad y recuperación al área puramente libertaria de elementos antiinstitucionales y potencial o confusamente antiautoritaria del “nuevo disenso”» (Interrogations, núm. 11, 1977).
El estatuto de la “renovación” que en Anarquistas… ¡Y orgullosos de serlo! explora el pensador Amedeo Bertolo, ejemplo de socratismo anarquista y paradigma a tiempo completo de la mejor “propaganda por el hecho”, confronta directamente con una cierta escolástica todavía muy influyente en la cancha libertaria. La que pretende que todo está en lo que ya dijeron los “padres fundadores”, y que lo demás es anatema. El apego crédulo en la fe “revolucionaria” que suele acompañar a la praxis anarquista, entendiendo el término “revolución” como “big-bang social”, alumbramiento de algo diferente sin vínculo con el pasado. Ante esa retórica maximalista levanta su argumentación el texto aquí referenciado, posiblemente hurgando en los intersticios menos visibles de la típica formulación revolucionaria. Pongamos por caso su carácter contingente, reflejado por Hannah Arend en su clásico Sobre la revolución, al recordarnos su origen en el ámbito de la astronomía a través de la obra De la revolución de los cuerpos celestes de Nicolás Copérnico. O en un plano más cotidiano en la muy feliz expresión de Buenaventura Durruti, «llevamos un mundo nuevo en nuestros corazones que crece a cada instante», enunciado alusivo al carácter de continuum legado del hálito emancipador.
Ese sería el haz de la apuesta regeneradora ofrecida por Bertolo en las páginas de Anarquistas ¡Y orgullosos de serlo! Su envés aludiría a la existencia de microanarquismos actuantes como razones de hecho, a los que un libertario no puede sustraerse sin secar las fuentes de su percepción. O si se quiere, a la pertinaz presencia de posos de anarquía más allá de los anarquismos con denominación de origen, ese parvulario que disciplina creyentes en la devoción establecida. Paradójicamente la debilidad que arrastra hoy la teorización libertaria se acompaña de una más que indudable y vigorosa vigencia militante. Siendo como es la acracia una fuerza minoritaria, genera con diferencia mayor transgresión social que ninguna otra ideología de superior cuantía y recursos. Basta ver el ingente número de publicaciones, ateneos, centros libertarios y acontecimientos afines a la Idea (el eidos platónico antropologizado en ideología de la utopía) que dinamiza sin vigilia. El punto crítico de tanta plétora, sin embargo, está en su circularidad, el aspecto autorreferencial de muchas de esas escenificaciones, casi siempre ensimismadas en la apología enaltecida de figuras, tesis, hechos históricos y lugares comunes. En la estéril pretensión de que está todo sabido y visto para sentencia en su campo. Anarquismo arqueológico que, a menudo, anula la creatividad que circula por la venas del pensar anárquicamente.
Una limitación infecunda con espléndidas excepciones, ciertamente, pero siempre sin llegar a desbordar la ortodoxia del marco identitario de pertenencia. Encerrados con un solo juguete, se menosprecian aportaciones, conocimientos y reflexiones de otros mundos epistemológicos que, sin ser específicamente anarquistas ni pretenderlo, enriquecen su potencial por una suerte de serendipia. A ello contribuyen filósofos y politólogos contemporáneos como Karl Popper, Isaac Berlin o Giovanni Sartori, rastreando esos “parecidos de familia” a que se refería Ludwig Wittgenstein. Todos ellos, en mayor o menor medida, poseen la cualidad de haber “pensado anárquicamente” en algún momento sobre aspectos básicos de lo que constituye el código fuente libertario. Vetas de la polisémica tradición libertaria (como el vaivén ideología-utopía; personal-colectivo; autonomía-heteronomía o democracia-Estado), registran sugerentes reflexiones en su producción que Bertolo incorpora a su experiencia intelectual más allá de la estricta observancia militante.
Aparte de esta fecunda retroalimentación de ideas, en el trabajo intelectual no es infrecuente que pensadores alejados ideológicamente planteen cuestiones parecidas, esquemas de trabajo que operan como rectas paralelas en la analogía. Esta especie de clinamen se observa, por ejemplo, en el interesante ensayo de Tomás Ibáñez, uno de los dos introductores del libro comentado, autor de Anarquismo es movimiento (Virus, 2014), donde reivindica la permanente renovación de un anarquismo al que «muchos habían relegado al museo de la historia». Punto de encuentro disímil con lo expuesto en 2013 por el francés Alain Badiou para la validación de su “hipótesis comunista”, al incidir en que «el comunismo no puede ser una forma de poder, tiene que ser un movimiento […] algo aparte, como lo es el Estado, o, en última instancia, el partido, o el partido del Estado» (Filosofía frente al comunismo. De Sartre a hoy. P. 46).
En ese rastrear cadenas de equivalencias con otros pensadores independientes es donde el talento del anarquista italiano Amedeo Bertolo, recientemente fallecido, resulta pionero y osado. Ante el Sartori de «una democracia bien entendida solo puede serlo una sociedad sin Estado», esgrime su concepción de la «anarquía como una forma extrema de democracia». Frente al Popper del anarquismo como «una exageración de la idea de la libertad», la tesis de la sociedad anarquista como sociedad abierta. Y sobre el Berlín de las libertades positivas y negativas según estén reguladas o libres, erige una libertad integral «ligada de forma inextricable a lo que constituye sus prerrequisitos y consecuencias sociales: la igualdad, solidaridad y diversidad». Lástima que se haya mantenido el título original del libro (Anarquistas… ¡Y orgullosos de serlo!), aunque justificado en el contexto político de la Italia de finales de los setenta en que se publicó, visionado hoy limita su despliegue en valores al encorsetarlo en un endogámico “numerus clausus” para colegas e iniciados. No sé si esa íntima satisfacción libertaria podría emular en la actualidad retrospectivaa lo que declaró a la prensa Diego Abad de Santillán nada más regresar del destierro: «Si San Juan de la Cruz viviera hoy sería de la FAI».
Un ejemplo de la necesidad de complejizar esas inteligencias compartidas lo hallamos en el caso del “principio de representación”, uno de los baluartes del vademécum anarquista. La constante ha sido su rechazo, por considerar la acción directa como el medio válido de hacer política y la «representación parlamentaria una argucia del sistema para retener el poder en manos de las élites». Opinión certera en sus conclusiones pero inconexa en su desarrollo por estar sometida a priori al troquel ácrata. Porque si bien la cacareada sociedad a escala no justifica la suplantación de la experiencia política y moral que entraña el concepto de representación, se deja en el camino su esencia rizomática. La representación es una alienación de parte, originada en aquella desigualdad de género inscrita democráticamente en la Atenas de Pericles, al disponer que las mujeres estuvieran tuteladas por los hombres. Luego vendría la brecha social que excluía a los esclavos, y la censitaria limitadora del ejercicio del sufragio a los propietarios. Pero la segregación femenina fue históricamente la primera en instituirse y la última manumisión en abolirse.
Esta suerte de metonimia inoculada explicaría que preclaros anarquistas, como el padre del término Pierre Josep Proudhon, pudieran reconocerse sin rubor con un pie en ambas orillas. Haciendo compatible en una única voz la extrema horizontalidad de la Idea y la infame verticalidad jerárquica de la condición misógina, expuesta esta última con virulencia en su libro Pornocracia. Estigma del que muchos hombres sabios no se libraron: desde Aristóteles a Rousseau, pasando por Darwin, Hegel y Schopenhauer. Otros ilustrados como Voltaire, Montesquieu o Hume defendieron el tráfico de esclavos. Y salvo a fanáticos del tres al cuarto a nadie se le ocurriría por eso apearlos del podio civilizatorio. Este “Elogio de la sidra” es perfectamente compatible con lo expuesto por la Premio Nobel de Medicina Rita Levi-Montalcinien en su autobiografía Elogio de la imperfección. Porque el anarquismo posible del ilustrado Bertolo es un anarquismo ético vivido razonablemente en primera persona: «Un anarquismo entendido como gran transformación de lo imaginario social, que niegue la dominación en todas sus formas, en todos los lugares culturales en los cuales se ha instalado desde hace milenios, desde las relaciones sexuales a las instituciones políticas, del lenguaje a la tecnología, de la economía a la familia, de los sentimientos a la racionalidad. Este anarquismo no conocería las crisis» (p. 163). Lo que Bertolo llama la “gramínea subversiva” y algunos modestamente decimos “polinización libertaria” y “demo-acracia”.
Rafael Cid
Artículo originalmente publicado en el periódico Rojo y Negro # 335, Madrid, junio 2019. Número completo accesible en http://rojoynegro.info/sites/default/files/rojoynegro%20335%20junio.pdf
Vamos a Castilla, Madrid e Iberia Central (+ o menos) una vez cada 2 años.
A ver si nos vemos entonces, y si PUBLICAS algun libro o revista o compendio , no dudes en decirnoslo, porque seria de nuestro agrado comprartelos y leerlos…
Gracias Acrata del antifaz ! Gracias por tus articulos siempre tan ricos interesantes y profundos.