Anarquía y comunismo

Carlo Cafiero (1846-1892), de familia adinerada, ingresó en la Asociación Internacional de los Trabajadores (AIT) tras conocer a Karl Marx en Londres. Cuando en 1872 conoció a Mijáil Bakunin, se adhirió al anarquismo, del que fue considerado por muchos como su primer ideólogo italiano. Compendió El Capital, de Marx. Compañero inseparable de Malatesta, compartieron las tesis del anarquismo comunista frente al colectivismo; juntos participaron en la preparación tanto de congresos como de insurrecciones. Reproducimos el texto presentado por Cafiero con ocasión del congreso de la Federación del Jura de la AIT celebrado en 1880 en La Chaux-de-Fonds. Se publicó por primera vez en el periódico ginebrino Le Révolté.

En el Congreso Socialista celebrado en París por la región del Centro, un orador, que se distinguía por sus ataques contra los anarquistas, dijo: “El comunismo y la anarquía no pueden, en modo alguno, hallarse unidos”. Otro orador, que hablaba contra los anarquistas, aunque con menos violencia, dijo, hablando de la libertad económica: “Cómo queréis que se pueda violar la libertad cuando existe la igualdad?”.
Pues bien, yo creo que ambos oradores se equivocaban lastimosamente.
Se puede tener perfectamente la igualdad económica sin poseer la más mínima libertad. Ciertas comunidades religiosas son prueba evidente de ello. En ellas reina la más completa igualdad con el más absoluto despotismo. La más completa igualdad, porque el superior viste el mismo paño y come en la misma mesa que los demás religiosos; la única diferencia que le distingue de los otros es el derecho de mando que tiene sobre ellos.
¿Y qué diremos de los partidarios del “Estado popular”? Si éstos no encontraran obstáculos de ninguna suerte, estoy seguro de que acabarían por realizar la imperfecta igualdad, al mismo tiempo que el más perfecto despotismo; porque, no hay que hacerse ilusiones, el despotismo de su Estado sería idéntico al despotismo del Estado actual, aumentado con el despotismo económico de todo el capital en manos del Estado, y del despotismo subsiguiente por la centralización que se verificaría por la anulación de todas las instituciones.
Por eso, nosotros los anarquistas, amigos de la libertad, nos proponemos combatir a los socialistas de Estado con todas nuestras fuerzas. Contrariamente a todo cuanto se ha dicho, se debe temer por la libertad, aun cuando la igualdad exista; mientras que no se debe abrigar ningún temor por la igualdad allí donde exista la verdadera libertad, esto es, la anarquía.
Porque la anarquía y el comunismo, lejos de hallarse en abierta oposición, se hallan íntimamente unidos, ya que estos dos términos (sinónimos de libertad e igualdad) son los dos términos necesarios e indivisibles de la Revolución.
Nuestro ideal revolucionario es sencillísimo; se compone, como todos los de nuestros predecesores, de estos dos términos: libertad e igualdad. Solamente hay en él una pequeña diferencia.
Penetrados de esa confusión con que los reaccionarios de todas las épocas han logrado presentar a la libertad y a la igualdad, séanos permitido poner al lado de estos dos términos libertad e igualdad, dos equivalentes de cuyo significado preciso nadie podrá llamarse a engaño: “Queremos la libertad, esto es, la anarquía, y la igualdad, esto es, el comunismo”.
La anarquía, en la actualidad, es una fuerza de ataque; sí, es la guerra a la autoridad, al poder del Estado. En la sociedad futura, la anarquía será la garantía, el obstáculo a la vuelta de cualquier autoridad, y de cualquier orden, de cualquier Estado. Libre el individuo para satisfacer todas sus necesidades, en completa posesión de su personalidad, según sean sus gustos y simpatías, se reunirá con otros individuos para formar grupos y asociaciones; libres las asociaciones, se federarán en el municipio o en el barrio; libres los municipios, pactarán para formar la comarca y la región, y así sucesivamente, hasta unirse libremente toda la Humanidad.
El comunismo, actualmente, es aún el ataque. No es, sin embargo, la destrucción de la propiedad, sino la toma de posesión, en nombre de toda la Humanidad, de toda la riqueza existente en el mundo. En la sociedad futura, el comunismo será el goce de toda riqueza existente por parte de todos los hombres y según el principio: “de cada uno según sus posibilidades y a cada uno según sus necesidades”, que es como si dijéramos: de cada uno y a cada uno según su voluntad.
Conviene, por tanto, hacer notar, sobre todo, en contestación a nuestros adversarios, los socialistas de Estado, que la toma de posesión y el disfrute de toda la riqueza debe ser, según nosotros, la obra del pueblo entero. No siendo el pueblo, la Humanidad, un individuo que pueda tener en su mano la riqueza, se ha pretendido hacer creer que será necesario instituir una clase de representantes y de depositarios de la riqueza común. No queremos intermediarios; no queremos representantes que acaban por representarse a sí mismos; no queremos moderadores de la igualdad que acaban por ser moderadores de la libertad; no más nuevos Gobiernos: no más Estados, llámense populares o democráticos, revolucionarios o provisionales. La riqueza común, estando diseminada sobre toda la tierra, perteneciendo toda de derecho a la Humanidad entera, los que se encuentran en contacto con esta riqueza y en la posibilidad de utilizarla, la utilizarán en común. Pero si un habitante de Pekín país viniese a nuestro país, se hallaría en el mismo derecho que los demás: gozaría junto con los otros de toda la riqueza del país, como lo habría hecho en Pekín.
Se ha equivocado por completo el orador que ha denunciado a los anarquistas como queriendo constituir la propiedad de las corporaciones. ¡Vaya un progreso que sería querer destruir el Estado para construir una infinidad de pequeños Estados! ¡Matar al monstruo de una sola cabeza para crear un monstruo de mil cabezas!
No; lo hemos dicho ya y no cesaremos de repetirlo: no queremos intermediarios, mediadores y hombres servidores, que acaban siempre por convertirse en verdaderos amos. Nosotros queremos que toda la riqueza existente sea tomada directamente por el pueblo mismo, y que él solo decida la mejor manera de usufructuarla, ya sea para la producción o para el consumo.

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Pero se nos pregunta: “¿El comunismo es practicable? ¿Tendremos suficientes productos para dejar a cada uno el derecho de tomarlos a su voluntad, sin reclamar a los individuos más trabajo que aquel que ellos quieran dar?”
A eso responderemos: Sí, ciertamente. Se podrá aplicar este principio: De cada uno y a cada uno según su voluntad, porque en la sociedad futura la producción será tan abundante que no habrá ninguna necesidad de limitar el consumo ni de reclamar de los hombres más trabajo del que ellos quieran dar.
Este inmenso aumento de producción, del cual nadie en la actualidad puede formarse una idea exacta, puede vislumbrarse examinando las causas que lo provocarán. Estas causas pueden reducirse a tres principales:
Primera. La armonía de la cooperación en los diversos ramos de la actividad humana, sustituida por la lucha actual que se verifica mediante la competencia.
Segunda. La introducción masiva de máquinas de todas clases.
Tercera. La economía considerable de las fuerzas de trabajo, de los instrumentos del trabajo y de las materias primas, realizadas con la supresión de la producción de los objetos perjudiciales o inútiles.
La competencia, la lucha, es uno de los principios fundamentales de la producción capitalista, que tiene por divisa: Mors tua, vita mea (tu muerte es mi vida). La ruina del uno constituye la fortuna del otro; y esta lucha encarnizada se hace de nación a nación, de región a región, de individuo a individuo, tanto entre capitalistas como entre operarios. Es una guerra a muerte, un verdadero combate bajo todos los aspectos: cuerpo a cuerpo, en grupos, en escuadrones, en regimientos o en cuerpos de ejército. Un obrero halla trabajo donde otro lo pierde; una industria florece y se desarrolla mientras otra se arruina y perece.
Ahora bien, cuando en la sociedad futura este principio individualista de la producción capitalista, cada cual para sí y contra todos, y todos contra uno, se halle sustituido por el verdadero principio de la sociabilidad humana, uno para todos y todos para uno, ¿qué inmenso cambio no se habrá obtenido en los resultados de la producción? ¡Imagínese cuál será el aumento de la producción cuando el hombre, lejos de tener que luchar contra sus semejantes, se vea ayudado por los demás, considerándolos no como enemigos, sino como colaboradores!
Si el trabajo colectivo de diez hombres da resultados imposibles para un hombre solo, ¡cuán grandes no serán los resultados obtenidos con la cooperación de todos los hombres, quienes se ven obligados hoy a trabajar unos contra otros!
¿Y las máquinas? La aparición de este potente auxiliar del trabajo, tan importante como parece hoy, es un grano de anís en comparación con lo que será en el mundo del porvenir.
En la actualidad, la máquina halla a menudo un obstáculo en la ignorancia del capitalista, pero más a menudo aun en sus intereses; ¡cuántas máquinas permanecen hoy inactivas, únicamente porque no producen un beneficio inmediato al capitalista! ¿No vemos, acaso, en las compañías mineras, por una criminal avaricia, negarse a proveer a los trabajadores de todos los aparatos de seguridad para descender a los pozos? ¡Cuántos descubrimientos, cuántas aplicaciones de la ciencia permanecen inactivos porque no producen suficientes ganancias al capitalista! ¡El mismo trabajador es en la actualidad el enemigo de las máquinas, porque le disputan el salario, lo expulsan de la fábrica, lo lanzan a la desesperación, a la muerte! Por el contrario, ¡qué inmensa fuerza recibirá el hombre con auxilio tan poderoso, cuando en vez de ser esclavo de la máquina, sea su aliado y director, trabajando para su bienestar!
Conviene también tener en cuenta la inmensa economía que resultará de estos tres elementos de trabajo: la fuerza, los instrumentos y la materia, los cuales se hallan hoy horriblemente empleados, ya que se dedican a la producción de cosas absolutamente inútiles, cuando no perjudiciales a la humanidad.
¡Cuántos trabajadores, cuánta materia prima e instrumentos de trabajo no son empleados hoy entre los ejércitos y escuadras, en la construcción de fortalezas, buques de combate, cañones y todo un arsenal de armas ofensivas y defensivas! ¡Cuánta no es también la fuerza usada en la producción de los objetos de lujo y que verdaderamente sólo sirven para satisfacer necesidades de vanidad y de corrupción!
Y cuando todas estas fuerzas, toda esta materia prima, todos estos instrumentos del trabajo, sean empleados en la industria útil, en la agricultura, en la navegación y en las comunicaciones, ¡qué prodigioso aumento de producción no veremos surgir!

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Sí, el comunismo es aplicable. Se podrá permitir que todo el mundo tome a voluntad de todo cuanto necesite, porque habrá suficientes productos para todos, y no habrá necesidad de exigir de nadie más trabajo que el que humanamente pueda o quiera dar. Y gracias a esa abundancia, el trabajo perderá el carácter de ignominia que hoy tiene, y ofrecerá solamente el atractivo de una necesidad moral y física, como la de estudiar y vivir con la naturaleza.
Pero no basta afirmar que el comunismo es posible; conviene demostrar que el comunismo es necesario. No sólo se puede ser comunista, sino que se debe serlo, so pena de faltar al objeto de la Revolución.
En efecto, si después de haber puesto en común los instrumentos de trabajo y las materias primas, conservásemos la apropiación individual de los productos del trabajo, nos hallaríamos obligados a conservar la moneda para medir la acumulación de riquezas más o menos importantes, según el mérito o la astucia de cada uno. La igualdad sería palabra hueca, porque todo el que lograse poseer más riquezas se elevaría por este solo hecho por encima de todos los demás. No faltaría más que un paso para que la contrarrevolución estableciese el derecho de herencia. He oído decir a un socialista que se llama revolucionario, que aunque se estableciese el derecho de herencia la cosa no traería consecuencias. Para nosotros, que conocemos de cerca los resultados a que ha llegado la sociedad con esta acumulación de las riquezas y su transmisión por la herencia, no puede ofrecérsenos duda sobre la importancia de la cuestión de que se trata.
La apropiación individual de los productos restablecería no sólo la desigualdad entre los hombres, sino también la desigualdad entre los diversos géneros de trabajo. Veríamos renacer inmediatamente el trabajo propio y el trabajo impropio, el trabajo noble y el trabajo villano; el primero sería ejecutado por los ricos y el segundo por los pobres. De esta manera no sería la vocación y el gusto personal los que estimularían al hombre a consagrarse a este o aquel trabajo, sino el interés y la esperanza de mayor beneficio.
Así renacerían la malicia y la astucia, el mérito y el demérito, el bien y el mal, el vicio y la virtud, y, por consiguiente, la recompensa, de una parte y el castigo de otra; la ley, los procesos, los esbirros y la cárcel.
No faltan socialistas que persisten en sostener la idea de la apropiación individual de los productos del trabajo poniendo a contribución para ello el sentimiento de la Justicia.

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¡Extraña ilusión! Con el trabajo colectivo necesario para producir en grande y aplicar en gran escala las fuerzas mecánicas, con esta tendencia cada día mayor del trabajo moderno a servirse del trabajo de las generaciones precedentes, ¿cómo se podrá determinar cuál es el producto de uno y cuál es el producto de otro?
Tan difícil es, que hasta nuestros adversarios lo reconocen cuando dicen: “Nosotros tomamos por base de la repartición de los beneficios, la hora de trabajo”. No obstante, al decir eso, admiten al mismo tiempo que semejante repartición sería injusta, porque tres horas de trabajo de Pedro pueden muy bien valer cinco horas de trabajo de Pablo.

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Otras veces nos hemos llamado colectivistas para distinguirnos de los individualistas y de los comunistas autoritarios, pero en realidad somos comunistas antiautoritarios, y diciéndonos colectivistas pensábamos expresar con este nombre la idea de que todo debe ser puesto en común sin hacer diferencia alguna entre los medios de producción y los frutos del trabajo colectivo.
Pero en un hermoso día, y como por arte de magia, vimos aparecer una nueva clase de socialistas, los cuales, siguiendo las huellas del pasado, se pusieron a filosofar, a distinguir y diferenciar sobre la cuestión, y acabaron por hacerse apóstoles de la tesis siguiente:
“Existen –dicen- valores de uso y valores de producción. Los valores de uso son aquellos que nosotros empleamos para satisfacer nuestras necesidades personales, como la casa que habitamos, los víveres que consumimos, el vestido, los libros, etc., mientras que los valores de producción son aquellos de los cuales nos servimos para producir, como los talleres, los grandes almacenes, las máquinas y los instrumentos del trabajo de todas clases, el suelo, etc. Los valores de uso, sirviendo, pues, para satisfacer las necesidades del individuo, deberán ser propiedad individual, mientras que los valores de producción, ya que están a disposición de todos, deberán ser de propiedad colectiva”.
Tal fue la nueva teoría económica hallada o, mejor dicho, renovada por la necesidad.
Pero yo desearía que me dijeran, los que dan el gracioso título de valor de producción al carbón que sirve para alimentar la máquina, ¿por que rehúsan conceder el mismo valor al pan y a la carne con que me nutro, al aceite con que condimento mi ensalada, al gas que alumbra mi trabajo, a todo lo que, en suma, hace vivir y andar la más perfecta de todas las máquinas, el hombre? Vosotros ponéis en el valor de producción la dehesa y el pesebre que sirve para el mantenimiento de los bueyes y de los caballos. ¿Y queréis excluir la habitación y el jardín, que sirven al más noble de los animales, al hombre? ¿Dónde está vuestra lógica? Además, vosotros mismos, que os habéis hecho los apóstoles de esta teoría, sabéis perfectamente que esta diferencia no existe en realidad, y que si hoy es difícil trazarla, desaparecerá por completo el día en que todos sean productores al mismo tiempo que consumidores.
No es, pues, con esta teoría con la que podrán obtener una fuerza nueva los partidarios de la propiedad individuad de los productos del trabajo. Esta teoría no ha obtenido más que un solo resultado: el de poner al descubierto el juego de aquellos socialistas que querían atenuar la importancia de la idea revolucionaria: ella les ha abierto los ojos y les ha mostrado la necesidad de declararse abiertamente comunistas.

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Veamos, por último, la sola y única objeción seria que nuestros adversarios habían hecho contra al comunismo. Todos están de acuerdo en reconocer que vamos necesariamente hacia el comunismo, pero se hace notar que en un principio los productos no serán suficientes, y no existiendo gran abundancia de ellos será necesario establecer el sistema de las raciones, la distribución, y que el mejor sistema de distribuir los productos del trabajo sea aquel que esté basado sobre la cantidad de trabajo que cada uno haya realizado.
A esto responderemos que en la sociedad futura, aunque fuese necesario el racionamiento, habría que seguir siendo comunistas, esto es, las raciones deberían distribuirse no según los méritos, sino según las necesidades.
Véase, si no, lo que sucede en la familia: el padre gana, supongamos, cinco pesetas diarias; el hijo mayor, tres pesetas; el hijo segundo, dos pesetas, y el más pequeño, solamente una peseta diaria. Todos entregan el dinero a la madre, que tiene a su cargo el cuidado de la casa y la alimentación de toda la familia. Todos contribuyen al sostenimiento de ésta, pero con completa desigualdad; mas, cuando llega la hora de la comida, todos se sirven según su apetito. Para nadie hay limitaciones ni distribuciones odiosas. Vienen luego las épocas calamitosas, y la miseria impone a la madre el no tener en cuenta el apetito y los gustos de sus hijos queridos para la distribución de la comida. Ha llegado el momento de limitar las raciones, y, sea por iniciativa de la madre, sea por convenio tácito de todos, las porciones son reducidas. Pero observadlo: esta reducción no se hace según los méritos, porque los dos niños más jóvenes son los que reciben mayor ración, y si hay algún bocado predilecto, ése se reserva para la viejecita, que en nada ha contribuido. Así, pues, durante la carestía, el principio de la distribución limitada se aplica en la familia según las necesidades.
¿Y por qué no ha de ser así en la gran familia humana del porvenir?
Mucho más diría sobre esta cuestión, porque la considero de suma importancia para el socialismo, si no me dirigiera a los anarquistas.

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No se puede ser anarquista sin ser comunista, porque la más perfecta idea de la limitación contiene en sí misma los gérmenes del autoritarismo. Cualquier limitación que se intente engendrará inmediatamente la ley, el juez y el policía.
Debemos ser comunistas porque es en el comunismo donde realizaremos la verdadera igualdad. Debemos ser comunistas, porque el pueblo, que no comprende los sofismas colectivistas, comprende perfectamente el comunismo, como lo han demostrado ya nuestros compañeros Reclus y Kropotkin. Debemos ser comunistas, porque somos anarquistas, porque anarquía y comunismo son los dos términos necesarios de la revolución.

Carlo Cafiero

Publicado en Germinal. Revista de Estudios Libertarios 6 (octubre de 2008)

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