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Catalunya después de la tormenta

Todo lo que se construya desde abajo es bueno….a no ser que se eleve sobre unos pedestales preparados desde arriba…

Cuando está a punto de empezar la campaña electoral y volvemos a contemplar el insufrible espectáculo de la competición entre partidos para cosechar el máximo numero de votos, quizás sea buen momento para hacer balance del intenso periodo de enfrentamiento entre el Gobierno y el Estado Español, por una parte, y el aspirante a  ser un Estado Catalán, por otra. Un enfrentamiento en el que sectores revolucionarios, así como bastantes anarquistas y anarcosindicalistas, se involucraron al considerar que había que tomar partido, que era necesario estar allí donde estaba el pueblo, y que era preciso optar por luchar.
Hoy, la cuestión ya no consiste en saber si tenía sentido colaborar, desde posturas libertarias, con un proyecto cuya finalidad última era la creación de un Estado, ni si era coherente entrar en la contienda liderada por el nacionalismo catalán. Ahora, se trata más bien de saber si la parte del movimiento anarquista que se involucró en esa batalla va a valorar los pros y contras de su andadura, o si, por lo contrario, va a elaborar un relato que le permita justificar su participación en la contienda, buscando la confirmación de que, finalmente, hizo lo más adecuado en una situación ciertamente compleja.

Lo cierto es que los principales argumentos de ese relato ya se están perfilando y apuntan a una mitificación de determinados eventos, magnificándolos en grado sumo. Si se tratase de una simple disparidad en cuanto a la apreciación subjetiva de esos eventos, el tema no sería preocupante, su relevancia radica en que cuando nos engañamos a nosotros mismos acerca de cómo ha sido el camino que hemos recorrido engendramos una serie de puntos ciegos que enturbian nuestra percepción de cómo, y por dónde, seguir avanzando.
Ese relato recoge el hecho cierto de que el desafío catalán presentaba unas facetas capaces de motivar la participación de quienes se muestran disconformes con el statu quo existente. En efecto, el conflicto desencadenado en Catalunya movilizaba a quienes deseaban avanzar hacia una sociedad más justa y más libre, con tintes de democracia participativa, acompañados de algunas pinceladas anticapitalistas, y se oponían, por mencionar tan solo algunos problemas:

— al régimen del 78, a los vergonzantes pactos de la Transición, a la monarquía, a la monopolización bipartidista del poder político, y a la sacralización de la Constitución.

— al gobierno derechista y autoritario de un Partido Popular corrupto y empeñando en recortar derechos sociales y libertades.

— a la represión policial y a la violencia de sus intervenciones.

— a las trabas contra la libre autodeterminación de los pueblos.

Quienes se involucraron en la lucha tienen razón en señalar la pluralidad de los aspectos que justificaban su participación, sin embargo, se autoengañarían si no reconocieran, al mismo tiempo, que las riendas de la batalla contra el Estado Español estaban totalmente en manos del Govern y de sus asociados nacionalistas (ANC y Ómnium Cultural), con el único objetivo de forzar la negociación de un nuevo reparto del Poder, y de conseguir, a plazo, el reconocimiento del Estado Catalán.
También se autoengañarían si no se percatasen que el carácter políticamente, y no solo socialmente, transversal del conflicto catalán respondía, en buena medida, a la necesidad absolutamente imperativa que tenían los artífices y dirigentes del embate contra el Estado Español de construir la única arma capaz de conferirles cierta capacidad de resistencia frente a su potente adversario, a saber: la magnitud del respaldo popular en la calle, donde era vital congregar tantos sectores como fuese posible y, por lo tanto, muchas sensibilidades dispares.

El relato justificativo que está apareciendo descansa fuertemente sobre la mitificación de las jornadas del 1º y del 3 de Octubre, y pasa por la sobre-valoración de la capacidad de autoorganización popular que se manifestó en torno a la defensa de las urnas.
No cabe la menor duda de que el 1º de Octubre fue un éxito considerable, no solo por la enorme afluencia de votantes, en una cifra imposible de verificar, sino porque se burlaron todos los impedimentos levantados por el Gobierno. Sin embargo, nos engañamos a nosotros mismos cuando pasamos por alto que si tantas personas acudieron a las urnas fue también porque así lo pidieron las máximas autoridades políticas del país, desde el Gobierno Catalán en pleno, hasta la alcaldesa de Barcelona, pasando por más del 80% de los alcaldes de Catalunya.
Es totalmente cierto que se desobedecieron las prohibiciones del Gobierno Español, pero no conviene ignorar que se obedecieron las consignas de otro Gobierno y de muchos cargos institucionales.

La mitificación del 1º de octubre se basa también en  magnificar la capacidad de autoorganización del pueblo en defensa de las urnas, olvidando que, paralelamente a las encomiables muestras de autoorganización, también se contó, en toda la extensión del territorio catalán, con la disciplinada intervención de miles de militantes de los Partidos y de las Organizaciones comprometidas con la independencia (desde ERC a la CUP, y desde la ANC a Ómnium Cultural).  Poner el acento sobre los incuestionables ejemplos de autoorganización no debería ocultar por completo la verticalidad de una organización que contó con personas entrenadas durante años a cumplir escrupulosamente y disciplinadamente en las manifestaciones del 11 de septiembre las instrucciones recibidas desde los órganos dirigentes de las organizaciones independentistas.

Ya sabemos, aunque solo sea por propia experiencia, que la desobediencia frente a la autoridad, el enfrentamiento con la policía, y la lucha colectiva contra la represión, procuran sensaciones intensas e imborrables que tejen fuertes lazos solidarios y afectivos entre unos desconocidos que se funden repentinamente en un “nosotros” cargado de significado político y de energía combativa. Eso forma parte del legado  más precioso de las luchas, y justifica ampliamente que las valoremos con entusiasmo, sin embargo, no debería servir de excusa para que nos engañemos a nosotros mismos. Pese a que supuso un fracaso estrepitoso para el Estado Español, el 1º de octubre no marca un antes y un después, y no reúne las condiciones para pasar a la historia como uno de los actos más emblemáticos de la resistencia popular espontánea, y nos autoengañamos si así lo creemos.

El 3 de octubre fue, también,  un día memorable donde se consiguió paralizar el país y llenar las calles con cientos de miles de manifestantes. Sin embargo, si no queremos autoengañarnos y mitificar ese evento, debemos admitir que la huelga general, por mucho que los sindicatos alternativos la impulsaran con eficacia y entusiasmo, nunca hubiese alcanzado semejante éxito de no haber sido porque la “Mesa por la democracia” (compuesta por los sindicatos mayoritarios, por parte de la patronal, y por las grandes organizaciones independentistas) convocó un “paro de país”, y porque el Govern respaldó ese paro de país cerrando sus dependencias y asegurando que no aplicaría la retención de sueldo a los huelguistas.

La constante y multitudinaria capacidad de movilización demostrada por amplios sectores de la población catalana en los meses de septiembre y de octubre ha hecho aflorar la tesis de que el Govern temió perder el control de la situación. Es cierto que el miedo desempeñó un papel importante en la errática actuación del Govern durante esos meses, pero no fue el miedo a un eventual desbordamiento promovido por los sectores más radicales de las movilizaciones el que explica las múltiples renuncias de las autoridades catalanas, sino la progresiva toma de consciencia de que no conseguirían doblegar finalmente a su adversario y que este disponía de los suficientes recursos de poder para penalizarlas severamente.

Un tercer elemento que ciertos sectores libertarios, algunos de ellos involucrados en los Comités de Defensa de la República, están mitificando tiene que ver con la perspectiva de construir una República desde abajo.
Quizás porque he vivido durante décadas en una República (la francesa), quizás porque mis progenitores nunca lucharon por una República, sino por construir el comunismo libertario, y tuvieron que enfrentarse a las instituciones republicanas, no alcanzo a ver la necesidad de situar bajo el paraguas republicano el esfuerzo por construir una sociedad que tienda a hacer desaparecer la dominación, la opresión y la explotación.
No alcanzo a entender la razón por la cual debemos acudir a unos esquemas convencionales, que solo parecen poder distinguir entre Monarquía, por una parte, y República, por otra. Conviene repetir que luchar contra la Monarquía no tiene por qué implicar luchar por la República, y que no hay que referenciar nuestra lucha en la forma jurídico-política de la sociedad que queremos construir, sino en el modelo social que propugnamos (anticapitalista, y beligerante contra cualquier forma de dominación). El objetivo no debería expresarse en términos de “construir una república desde abajo”, sino en términos de “construir una sociedad radicalmente libre y autónoma”.

Por eso me parece interesante retomar aquí la expresión utilizada por Santiago López Petit en un reciente texto :
(http://www.elcritic.cat/blogs/sentitcritic/2017/11/27/catalunya-com-a-laboratori-politic/ )
cuando dice: “Desde una lógica de Estado (y de un deseo de Estado) nunca se podrá cambiar la sociedad”, pero insistiendo, por mi parte, en que tampoco se cambiará la sociedad desde cualquier “deseo de República”.
Por supuesto, tras la tempestad que ha sacudido Catalunya estos últimos meses no deberíamos dejar que le suceda la calma chicha. Es preciso trabajar para que no se desperdicien las energías acumuladas, para que no se desvanezcan las complicidades establecidas, y para que no se marchiten las ilusiones compartidas. Se trata de no partir desde cero otra vez, sino de utilizar lo hecho para proseguir en otro “hacer” que evite la diáspora militante. Recomponer fuerzas no es tarea fácil, pero para conseguirlo es imprescindible recapacitar acerca de los errores cometidos y, sobre todo, no engañarnos a nosotros mismos magnificando los momentos más espectaculares de las luchas y sobrevalorando algunos de sus aspectos los más positivos.

Por supuesto, sea anarquista o no,  cada persona es libre de introducir una papeleta en una urna si así lo desea, sin embargo, lo último que nos faltaría a estas alturas sería que los anarquistas se involucrasen, aunque solo fuese indirectamente en la actual contienda electoral catalana pensando que esa es la forma de mantener viva la esperanza de un cambio revolucionario, o, más prosaicamente, considerando que esa es la forma de avanzar hacia el punto final del régimen del 78. López Petit lamenta en su texto, antes citado, que en lugar de aceptar participar en unas elecciones impuestas, los partidos políticos no hayan optado por “sabotearlas mediante una abstención masiva y organizada”. Esa es, a mi entender, la opción que los sectores libertarios deberían adoptar, y llevar a la practica, de cara al 21 de diciembre.

Tomás Ibáñez
Barcelona viernes 1º de Diciembre 2017

Un comentario sobre “Catalunya después de la tormenta”

  1. No participar en esta nueva trampa electoral es lo mínimo que deberían hacer los libertarios catalanes; pero me parece insuficiente para superar las tensiones creadas entre ellos por la decisión de «tomar partido» de agunos en el conflicto entre el nacionalismo catalán y el nacionalismo español por la cuestión de la autodeterminación.
    Creo que además de continuar manteniéndonos coherentes, en el rechazo a votar en las consultas convocadas por las instituciones estatales, los libertarios deberíamos aprovechar la ocasión, del fiasco independentista institucional, para abrir un gran debate en torno a esta experiencia y las luchas sociales actuales. Tratando de compartirlo con todos aquellos sectores de la sociedad cat:alna que se ha sentido defraudados por el comportamiento de los partidos independentistas aceptando entrar de nuevo en el redil onstitucional/constitucional. Un debate para buscar la manera de no desperdiciar» las energías acumuladas» y no dejar desvanecerse «las complicidades establecidas», ni marchitarse «las ilusiones compartidas».

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