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La austeridad ha muerto. ¡Viva la austeridad!

La imposibilidad de un cambio socio-económico a través de los medios de la democracia liberal no es la única lección que podemos aprender de la crisis griega; constatamos también el fracaso de las políticas de austeridad.
Cuando el pasado mes de junio el número de griegos que se proclamaba contrario a las políticas de austeridad –a través del referéndum– superó al de los que se declaraban partidarios, muchos se manifestaron. “Este voto cambiará todo”, decían algunos, “los pueblos finalmente manejarán la opción del establishment europeo”. Pero los hechos, ahora lo sabemos con absoluta certeza, no han ido en esa dirección. Al contrario. A pesar de las intenciones “revolucionarias” del gobierno de Syriza, cuanto ha sucedido en Grecia no ha sido más que un cambio “gatopardesco” (cambiarlo todo para que todo siga igual), finalizado con la aceptación y el compromiso por parte del gobierno de Atenas de las directrices económicas (y políticas) impuestas por la Troika (Comisión Europea, Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional).

Lo que los acontecimientos griegos resaltan es que los medios concedidos a los Estados no funcionan. El voto no ha detenido las medidas de austeridad en Grecia, a pesar de que muchos lo pidieron a grandes voces, y los organismos internacionales se han vuelto a mostrar sordos a las peticiones de las poblaciones europeas. Por descontado, un éxito para quien desde siempre ha expresado su total desprecio por los mecanismos de la democracia liberal, y la confirmación esclarecedora e importante de su falacia.
Pero la imposibilidad de un cambio político, social y económico a través de los métodos de la democracia liberal no es la única lección que podemos aprender de los acontecimientos griegos. También es evidente el fracaso de las políticas de austeridad. Un fracaso que no ha sido reconocido formalmente y que no es nuevo en la escena internacional; la historia económica mundial ya ha tenido ejemplos de planes de austeridad que han acabado en desastre. Y, también en este caso, los responsables políticos –y varios economistas– parecen no quererse curar de las experiencias anteriores. Pero vayamos por orden.

Con la crisis que estalló en 2007 en Estados Unidos y se propagó rápidamente por el continente europeo, muchísimas instituciones bancarias se han encontrado en el marco del fracaso (a causa de sus desafortunadas prácticas especulativas). Frente a ello, los gobiernos han dado vía libre a una especie de rescate que, como consecuencia, ha comportado el aumento de la deuda pública con el fin de resolver el problema generado, y con el objetivo de rebajar el endeudamiento a los niveles anteriores a la adopción de políticas de austeridad y rigor económico.
Los programas implementados desde aquel momento en adelante preveían (y todavía prevén) recortes en el gasto público, lo que quiere decir a los servicios sociales, al bienestar, a la educación, a la sanidad, y también aumentos de la presión fiscal (más impuestos), aparte de enormes planes de privatización. Las consecuencias, no hay que olvidarlo, han sido (y todavía lo son) el aumento de los niveles de desempleo, de las tasas de pobreza relativa y absoluta, de las desigualdades socio-económicas, y la disgregación del tejido social. Hablamos de una media de desempleo en la zona de los 18 países del euro en torno al 10 por ciento, que llega al 21,4 por ciento en el caso de los jóvenes.

En vista de tales efectos, se ha decidido a continuación integrar los programas de austeridad con profundos cambios internos en el mercado de trabajo, que preveían el aumento de la flexibilidad, la disminución de la tutela y de los salarios. ¿El motivo? El aumento de los niveles de desempleo alcanzado con la realización de planes de austeridad no ha sido imputado a las políticas de rigor llevadas a cabo por los gobiernos sino a un mercado laboral demasiado rígido, que necesitaba una reforma en clave más “moderna”. Y así, los derechos y la protección han dejado sitio a nuevas formas contractuales al límite de la explotación. La creencia que fundamenta esta maniobra es que el aumento del número de parados no depende del marco económico sino de la elasticidad del mercado de trabajo y de la excesiva tutela, señalada como obstáculo a abatir para el crecimiento económico.

Perseverar en el error

El caso griego es un ejemplo esclarecedor de cómo, fuera de toda lógica, gobernantes y organismos internacionales continúan perseverando con descuido en un error que cuesta vidas humanas. Tras la crisis de 2008 y los caudales públicos gastados en el rescate de los bancos, Grecia se ha encontrado con una deuda a la que no podía hacer frente. En 2010, el Fondo Monetario Internacional intervino, de acuerdo con las instituciones europeas, prestando dinero a cambio de intervenciones políticas de austeridad. El guion ya lo conocemos: recorte del gasto público y de los servicios sociales, aumento de impuestos, desmantelamiento del Estado social, privatización de los bienes públicos. Y además, en el plano laboral, despidos, introducción de nuevas formas contractuales, supresión de la tutela. Los dirigentes políticos dijeron que el plan funcionaría y que, al poco tiempo, la economía helena volvería a crecer. Pero no ha sido así. Mientras tanto, al pasar el tiempo y turnarse los gobiernos, las condiciones económicas adversas se han transformado en crisis humanitaria; a día de hoy, Grecia, para tener acceso a un nuevo crédito, deberá aceptar nuevamente la misma receta de probada nocividad y destrucción.

Pero esta constatación no basta para alejar el fantasma del rigor de los territorios europeos, y la austeridad queda como la única vía económica que los fanáticos del neoliberalismo reconocen. Nadie parece estar ausente. Italia, España, Francia, Portugal, Reino Unido, países bálticos, Irlanda. Estamos todos dentro del mismo paradigma económico, alcanzado por las políticas de austeridad que han echado abajo los estándares de vida y desmantelado progresivamente el Estado del bienestar.

El agravante olvidado

Entre los años 80 y 90, diversos países de Latinoamérica, África subsahariana y Sudeste asiático se vieron golpeados por crisis económico-financieras. Las intervenciones de rescate llevadas a cabo por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial preveían la realización de un conjunto de “ajustes estructurales” capaces de, según sus redactores, asegurar la inmediata resolución de los problemas, aparte de conseguir un crecimiento económico de largo alcance. La receta tenía en su seno términos como recortes en el gasto público y en los servicios sociales, privatizaciones, reducciones salariales en el sector público… En general, se trataba de programas que se parecían peligrosamente a los actuales planes europeos de austeridad.

En lugar de la anunciada prosperidad económica, los planes actuales de ajuste estructural en esas regiones surtieron un efecto altamente negativo desde el punto de vista social. En Sudamérica, la proporción de personas que se encontraron viviendo por debajo del límite de pobreza pasó, en diez años, del 40,5 al 48,3 por ciento, con niveles de desempleo y de desigualdad en constante aumento. Análoga situación se puede apreciar en los países africanos y asiáticos en que fueron realizadas similares programas de “reajuste”.
El paquete de medidas precocinadas y puestas a disposición de los definidos como “países en vías de desarrollo” en los últimos veinte años del siglo pasado, se parecía mucho a las recetas económicas neoliberales aplicadas tras la crisis de 2008, tanto como para extraer consecuencias. De hecho, a pesar de las desigualdades internas de los países, y las diferencias geográfica y temporal, se puede trazar una convergencia de logros.

Llegados a este punto, hay que preguntarse si, dado que gracias a las experiencias precedentes es posible prever el fracaso de una medida económica ¿por qué motivo deberemos aplicarla nuevamente? ¿Y por qué razón los gobiernos y las instituciones internacionales hacen todo lo posible para que nadie decida salir del paradigma de la austeridad neoliberal, explorando otras posibles alternativas?
No se puede tratar de un lapsus ni de una ceguera momentánea ante la historia económica, sino, con toda certeza, de un proyecto ponderado –pensado por quien detenta el poder– de desmantelamiento de las conquistas sociales obtenidas en los siglos pasados. Con la excusa de la reactivación y en una situación de constante emergencia, se aprueban y llevan a la práctica nuevas leyes de sometimiento y pobreza.
Si verdaderamente queremos parar la máquina, debemos abandonar definitivamente toda confianza ilusoria en los medios ofrecidos por las democracias liberales, y buscar alternativas fuera de la paradigmática “corriente general”. La crisis griega nos lo enseña; no cometamos el mismo error de los gobernantes: aprendamos de la experiencia.

Carlotta Pedrazzini

Publicado en Tierra y libertad 328 (noviembre de 2015)

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