Las raíces de la intolerancia

Etnocentrismo, racismo y multiculturalismo aparentemente no son sinónimos; pero pueden, sin embargo, implicarse recíprocamente y, si se dan determinadas condiciones, aparecer como variaciones del mismo fenómeno: la intolerancia.
Pero vayamos por orden. Empecemos por la definición de etnocentrismo, al menos según su creador, William Graham Summer, que en su libro de 1906, Falkways (Costumbres populares) escribe: “El punto de vista según el que un grupo al que se pertenece es el centro del mundo y el patrón de medida al que se hace referencia para juzgar a los demás, en el lenguaje teórico se define como etnocentrismo (…) Cada grupo piensa que las propias costumbres (falkways) son las únicas justas, y por ello solo experimenta desprecio por las de los demás grupos, y eso cuando les presta atención”.

Partir de la propia realidad, del propio contexto geográfico histórico y cultural, de las categorías del grupo humano al que se pertenece para descifrar la realidad exterior en cierta manera es un proceso natural.
Hace tiempo, un amigo, intelectual croata, me decía: “La semana pasada he comido un jamón buenísimo en Mostar, seguramente el mejor que haya probado en mi vida”, pero rápidamente ha rectificado precisando: “seguramente no sería tan extraordinario, pero para mí encarnaba la idea y el sabor del jamón que comía de pequeño en esa ciudad”. Esta consideración vale no solo para la comida, sino en general para los sabores, para la idea de espacio y de la luz, y también para las categorías culturales y los valores. Cada grupo humano tiene su identidad, que es el resultado de múltiples factores, esencialmente de su historia y del contexto geopolítico en el que se ha desarrollado, así como de causas accidentales de todo género. La lengua de un pueblo, por ejemplo (aunque sería mejor hablar de lenguas, en plural), representa muchos de los rasgos identitarios recordados, y es el espejo de una personalidad plural y variada.

Reivindicar la pertenencia a un grupo humano, una identidad cultural compleja y específica ligada a un recorrido histórico original, a un espacio geográfico particular, con todo lo que comporta, a aspectos como la comida y el folklore es, en mi opinión, un hecho positivo. Es un rasgo identitario característico que indica un modo de ser original en el tiempo y en el espacio junto a los demás, en un recorrido bajo muchos aspectos solidario. Sin embargo, no es preciso otorgar un valor particular y excesivo a esta identidad comunitaria y a esta pertenencia, que ciertamente no agota ni redimensiona la identidad de un individuo, que es mucho más que un “miembro” de una “parte”, de una “componente” de un grupo.
La identidad es esencialmente algo individual, y es siempre el individuo en su originalidad y su unicidad quien tiene que tutelar en todo momento su formación y desarrollo.

Uno de los criterios para medir el nivel de civilización se cifra en su capacidad de promover y favorecer el crecimiento del individuo, como individualidad libre, autónoma, tendente a la autosuficiencia. “Ninguna sociedad puede generar al único”, escribe Max Stirner, porque según su opinión la sociedad, cualquier sociedad, produce solo individuos homologados y funcionales. El mismo Stirner, sin embargo, tiene un proyecto alternativo y en cierto modo paralelo de sociedad, que él llama Verein der Egoisten (Unión de Egoístas). En varios escritos, así como en su principal obra, proyecta un modelo educativo libertario en el que el enseñante es un intermediario, un puente entre la cultura y el joven, que debe ser ayudado y estimulado para atravesar ese puente que en cierto momento resulta superfluo. Un criterio para valorar una sociedad, por tanto, es la manera en que contribuye a la formación y a la tutela de sus propios elementos constitutivos, teniendo siempre en cuenta que allí donde la sociedad desarrolla un papel exclusivo y excluyente en muchos campos, como en el de la formación y la cultura, casi siempre nos encontramos ante realidades de tipo totalitario que ahogan la diversidad, la pluralidad, el inconformismo. Es siempre indicativo, a los fines definitorios de un determinado grupo humano, el modo en que trata a los “diferentes”, a los “no funcionales”, a quienes presentan actitudes no de colaboración sino de contraste: los manicomios, las cárceles y los hospitales son los lugares-símbolo para medir la valía y la no valía de un pueblo, de una comunidad o de una sociedad que se precie.

Otra cuestión importante es la actitud que una sociedad o una etnia tiene con respecto a otros grupos humanos. Según la propia realidad, los propios valores, el propio estilo de vida son considerados modalidades, entre otras, de estar en el mundo, o son juzgadas como las únicas que tienen un valor y un sentido completos. En otras palabras, si la diversidad y la alteridad son apreciadas como un modo alternativo y complementario de vivir, con su específica y respetable razón de ser o, en cambio, son vistas como formas de vida “primitivas” e incompletas: los de otro grupo son considerados como otro “yo” o solo como “bárbaros”. En el primer caso tenemos una forma “moderada” e inteligente de etnocentrismo: se parte de sí mismo, de la experiencia propia, de la propia lengua para abrirse a otras experiencias, a la vida del otro, intentando entender su lenguaje y esforzándose por conseguir un lenguaje común a partir de las experiencias comunes y de las vicisitudes compartidas. En el segundo caso se profundiza con el racismo: la diversidad es medida, condenada o parcialmente aceptada, a través de un juicio de conformidad, es decir, de cercanía a nuestros valores, a nuestro estilo de vida, a nuestra cultura, como si los de nuestro grupo (pueblo, nación, etnia, etc.) fuesen la única expresión de la civilización, como si la nuestra fuese la única forma de vida digna de ser vivida, y como si en los otros solo existiese incultura y los contravalores típicos de los “bárbaros”. De tal manera se universaliza una particular condición de vida y se absolutiza lo relativo, actuando como los propios bárbaros.

Estos últimos, apunta Claude Lévi-Strauss, son los que no relativizan las pruebas del propio grupo de pertenencia, que no piensan de modo descentralizado. Bárbaros, por tanto, no son los diferentes, los distintos de nuestro modelo de vida sino al contrario quienes no dejan lugar a la diversidad y a la originalidad pensando la realidad y la complejidad como una representación especular del propio modelo de vida. Este es el camino, un camino que lleva a la intolerancia y al racismo.
El racismo es un producto del siglo XVIII, al menos como teoría que reivindicaba presupuestos científicos, aunque de alguna manera es mucho más antiguo: “ideologías” y comportamientos racistas no han tenido ni tienen necesidad de bases teóricas o pseudocientíficas para manifestarse y reivindicar sus pretensiones. Una primera y genérica definición de racismo puede ser la siguiente: la idea o la pretensión de que un grupo humano, en función de unas determinadas características físicas, culturales, comportamentales, etc., pueda reivindicar una superioridad o una primacía sobre algunos o todos los demás grupos humanos que, invariablemente, justifica su dominio y su liderazgo.

El racismo, por ejemplo, está en la base de la teoría aristotélica del “esclavo por naturaleza”, según la cual ciertos tipos humanos tendrían un limitado desarrollo intelectual, por lo que deben ser guiados “por su bien”, ya que solos no serían capaces de gestionar sus vidas. Este tema recurrente lo encontramos como justificación de la esclavitud, del colonialismo, de la superioridad del hombre sobre la mujer, etc. Pero el racismo no es solo una teoría de las “diferencias” de los seres humanos, el denominado “multiculturalismo”, tras el que siempre se esconde un truco ideológico (se escribe multiculturalismo, se lee racismo), es una teoría que considera las diferencias (o presuntamente tales) de cariz ontológico, es decir, naturales, inmodificables, sustanciales.
Es evidente que existen varias modulaciones del racismo, por ejemplo, hay quien sostiene que el otro, el diferente, el de otra “raza”, como puede ser el inmigrante “clandestino”, el intruso, el que no sirve porque no tenemos trabajo que darle, el que no ha sido invitado y no está en regla, puede convertirse en una persona aceptable si se “integra”, si se hace útil, si se “pone en regla”, si empieza a trabajar, normalmente de criada o de vigilante, o de bracero a tres euros por hora, es decir, si acepta hacer todos esos trabajos que los autóctonos no quieren hacer. Sostener que la diversidad no es un valor, que el otro puede y debe homologarse a nosotros, a nuestro espléndido modelo de vida, aprender a comer, a pensar, a vestir, a hablar y a hacer todo como nosotros para ser aceptado, seguramente es una forma de racismo, pero el verdadero racismo es otra cosa. En la base del racismo, de la teoría de la raza, está la idea de que la humanidad está dividida en razas, diferentes entre sí y no “homologables” ni “integrables”. Lo que nosotros llamamos “integración” para el racista es “contaminación”, es “mestizaje” y pérdida de la identidad.

Carlo Linneo ha sido, seguramente, el predecesor del racismo. En la primera edición de su Systema naturae (1735) divide al hombre en cuatro “variedades”, descritas a continuación con una clasificación jerárquica que ponía en el vértice al homo europeus y en el escalón más bajo al homo afer, es decir, el hombre africano. Toda “raza” poseía para Linneo –además de presuntos caracteres evidentes como el color de la piel– elementos de tipo psicológico: los africanos, por ejemplo, aparte de tener la piel negra, serían indolentes, flemáticos y vagos, diferentes del tipo blanco europeo, que es activo, voluntarioso y enérgico. Otro elemento importante que cierra el círculo de la teoría que fija los elementos básicos del racismo, es la convicción de que estos caracteres psicofísicos son inmutables y se transmiten genéticamente de padres a hijos.
Han sido apenas enunciados los cuatro elementos básicos de toda teoría racista: la humanidad está dividida en razas; cada raza es tal porque tiene caracteres psicofísicos propios; tales características son inmutables en el tiempo y se transmiten de padres a hijos; sobre la base de las características raciales (color de la piel, psicología, cultura, etc.) es posible definir una jerarquía de las razas y, en última instancia, cuáles tienen derecho a mandar y cuáles tienen la obligación de obedecer: las razas de los amos y las razas de los siervos.

Los elementos apenas enumerados están en la base de uno de los fenómenos más odiosos y cruentos de la historia moderna: el racismo nazi y fascista, con todo lo que comportó: discriminación, persecución y destrucción de gran parte de los judíos europeos y de otros grupos considerados inferiores racialmente y peligrosos, como los gitanos.
El antisemitismo de los nazis y los fascistas es solo una variante del fenómeno difundido –no solo en Europa– a partir de los primeros años del siglo XIX. El racismo nazi, sobre la base de los elementos más arriba citados, lo podemos sintetizar así: son varias las razas humanas; en el vértice está el tipo blanco europeo, el tipo ario o indoeuropeo, cuya mejor expresión se concede al hombre nórdico, alto, rubio, con la piel y los ojos claros; en el último escalón de la escala racial está el “negro”, el africano, el eslabón entre el hombre y el mono. Como los elementos que distinguen a una raza no son solo físicos o culturales, la verdadera antirraza está representada por el judío, que tiene características opuestas a las del ario, y, obviamente, todas negativas: es un personaje desgraciado, avaro, materialista, que tiene el proyecto de esclavizar al mundo a su raza a través de medios velados como las finanzas internacionales, el control de la prensa, el comunismo, la masonería.

¿Cuáles son las bases científicas o supuestamente científicas de tal “doctrina de la raza”? Los nazis pensaban que, ya que muchos pueblos europeos tienen algunos términos y estructuras lingüísticas parecidas, habría existido un pueblo originario que hablaba esa lengua, el pueblo indoeuropeo, llamado así porque había venido a Europa desde la India, a través de una serie de oleadas migratorias. No existe, sin embargo, ningún documento, ningún texto que pueda definirse como escrito en lengua indoeuropea o aria, como se quiera decir, como no existe ninguna prueba de que haya existido un pueblo ario en los orígenes.
Este es un dato absolutamente obviado, comprobado por los mismos racistas, que colocan en diferentes latitudes a este presunto pueblo originario, latitudes bastante distantes entre sí: racistas como Evola y Wirth lo consideraban originario, por ejemplo, del Polo Norte. Lo mismo se puede decir para el presunto “complot judío para la conquista del mundo”, una teoría en que confluían algunos argumentos típicos del antisemitismo cristiano, argumentos del antisemitismo de matriz nacionalista, algunos falsos como los Protocolos de los sabios de Sión, un célebre documento redactado por la policía zarista.
El racismo no necesita a la ciencia, no se rige por la prueba ni por la verificación: se alimenta y se mantiene en la intolerancia y en la ignorancia, en el miedo a la diversidad, en las peores partes del ánimo y de la psique humana, que si no son educadas y acometidas con la razón y la inteligencia, pueden generar monstruos y genocidas. Así como el antídoto a la noche es la luz del día, y a la ignorancia es el conocimiento, el antídoto a la desconfianza y al miedo hacia el otro es el conocimiento de los demás y la práctica de la convivencia sobre la base de la reciprocidad.

Enrico Ferri

Publicado en Tierra y libertad 328 (noviembre de 2015)

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