Siguiendo el folleto de Bookchin, ¡Escucha, marxista!, de reciente edición este año, repasamos la valiosa visión de Murray Bookchin sobre el marxismo; lo que ha aportado de válido a la teoría revolucionaria y lo que sencillamente se ha demostrado falso, pero desgraciadamente sublimado de forma acrítica por sus seguidores más doctrinarios
Lo primero que deja claro Bookchin en este libro es que la visión de Marx hay que situarla, como por otra parte debería ser lógico, en su momento histórico (1840-1880). La creencia de que el autor de El capital pudiera prever la dialéctica del capitalismo para el futuro es, sencillamente, absurda. Si los marxistas suelen considerar su sistema como una brillante concepción de la historia, hay que ser extremadamente críticos con su visión del presente, ya en el momento en que Bookchin escribe el texto (1969), y del futuro. Por muy brillantes que pudieran ser Marx, Engels, Lenin o Trotkski, la evolución histórica no ha confirmado sus predicciones, muy simplistas en algunos aspectos. Marx consideraba, según su dialéctica histórica, que el capitalismo sería el último estadio social de la dominación del hombre por el hombre. Una de las obvias limitaciones del pensamiento de Marx fue explicar la transición del capitalismo al socialismo en base al desarrollo del proletariado en la sociedad industrial, cuyos intereses revolucionarios llevarían supuestamente a un sistema sin clases. Bookchin se cuestiona que, si bien Marx explica la transición del feudalismo al capitalismo (es decir, de una sociedad de clases a otra también de clases), en base al desarrollo de la burguesía, pueda explicarse igualmente en el caso de la transición a un sistema auténticamente socialista (sin clases). Las predicciones de Marx, obviamente, no se cumplieron y el proletariado aparece finalmente domesticado por la sociedad burguesa. La teoría de la pauperización de la clase obrera de Marx (debido a una progresiva merma de los salarios) nunca se produjo y el proletariado, lejos de convertirse en clase revolucionaria, actuó como un órgano más en la sociedad burguesa.
Así, Bookchin devasta la tesis central del marxismo al cuestionar que la sociedad sin clases pueda surgir del conflicto entre clases dentro de una sociedad clasista. Es más, la propia lucha de clases acaba estabilizando la sociedad capitalista al corregir ciertos abusos: los bajos salarios, las horas de trabajo, la inflación… Como hemos visto en las últimas décadas, los sindicatos son en el capitalismo simples contrapartidas de los monopolios industriales, siendo una pieza más del sistema económico y del Estado. Las organizaciones sindicales, así, sirven al sistema y favorecen su perpetuación. Bookchin no escatima palabras contra los doctrinarios marxistas, por su mistificación revolucionaria de la lucha de clases y su idealización de la clase obrera; la alternativa, considerando que el trabajador no es menos burgués que otras clases en la sociedad capitalista, es precisamente despojarse de su condición de obrero para adoptar una conciencia «desclasada». El clasismo es lo que liga al obrero con un sistema de dominación, por lo que es necesario despojarse de todo lo que alaban los marxistas: la ética del trabajo, la disciplina industrial, el respeto por la jerarquía, sumisión a los líderes, consumismo, puritanismo… Resulta entonces prometedora la aparición de jóvenes trabajadores, de estética rebelde, actitud provocadora, deseo de más tiempo libre en lugar de mayor salario y permanentemente insubordinados. ¡Escucha, marxista! fue escrito un año después de Mayo del 68.
La nueva clase revolucionaria no precede a la sociedad sin clases, sino que surge de circunstancias nuevas. Estos nuevos revolucionarios, enfrentados a toda forma de dominación y domesticamiento, improvisan nuevas formas de liberación. Bookchin, como anarquista, considera que el nuevo agente revolucionario puede surgir de la mayoría de la sociedad, capaz de diluir las clases tradicionales y de fundar una gran fuerza revolucionaria. La gran baza serían los jóvenes, miembros de una generación en los años 60 que no habrían conocido las crisis periódicas del capitalismo. Se trata de una mirada al futuro, de la que podemos aprender hoy bien entrado el siglo XXI; dejar atrás las contradicciones del pasado, la mediocridad de una vida basada en el consumismo y la alienación, para encontrar nuevas expresiones revolucionarias camino de una sociedad sin clases, sin dominación y plenamente liberadora. Bookchin arremetía contra el marxismo, pero habría que ser igualmente críticos con toda creencia rígida y doctrinaria.
En cuanto al partido, igualmente sublimado por los marxistas, nunca es el artífice de las revoluciones sociales, ya que estas ocurren como resultado de fuerzas histórica y hondamente asentadas, así como por contradicciones que acaban movilizando a grandes sectores de la población. La transformación revolucionaria viene a ser producto de una tensión entre lo real y lo posible, entre «lo que es y lo que podría ser». Una de las características más notables de las revoluciones es lo espontáneo de sus comienzos; el «glorioso» partido, si es que existe, se limita en un principio a ir a remolque de los acontecimientos. Volvamos a Mayo del 68; no se recuerda lo suficiente que existía al menos una docena de organizaciones bolcheviques, de características fuertemente centralizadas, que utilizaron técnicas manipuladoras vergonzantes durante la asamblea estudiantil de la Sorbona. Todas estas fuerzas marxistas parecían dispuestas para destruir la asamblea estudiantil si con ello aumentaban su influencia y número de afiliados. Bookchin recuerda que, al margen de organizaciones autoritarias, las revoluciones y alzamientos tienden a crear sus propias modalidades de autogobierno revolucionario. El partido, por muy transformador que se presente, tiende primero a inhibir y a desacelerar el rumbo revolucionario, ya que su estructura jerárquica no es más que un reflejo de la mismo sociedad que se quiere combatir. Una de las enseñanzas de aquel mayo de París es que es necesaria una organización que difunda todo tipo de ideas que fomenten el autogobierno.
A colación de Podemos en la actualidad de España, partido supuestamente transformador que ha seducido a gran parte del electorado, vienen muy a cuento estas reflexiones. Estos partidos de vanguardia, durante las campañas electorales, se amoldan plenamente a las formas burguesas convencionales; con la expansión del partido, como hemos ido viendo en los últimos tiempos, se incrementa la distancia entre los dirigentes y sus bases. Así, el partido solo será útil para amoldar la sociedad a su propia estructura jerárquica en un momento supuestamente transformador. El partido, de características siempre netamente centralizadas (es decir, una estructura tan burguesa como cualquier otra), acaba conviertiéndose en garante contrarrevolucionario, aunque se haga en nombre de Marx, de banderas rojas o de cualquier otro símbolo transformador.
Recapitulando la visión de Bookchin, hay que recordar que los conceptos fundamentales del marxismo, que por lo general se aceptaron de modo acrítico, eran producto de una etapa que sería pronto superada por el desarrollo del capitalismo en Europa y Estados Unidos. Marx se esforzó notablemente en desarrollar las condiciones previas a la libertad: desarrollo tecnológico, unidad nacional, abundancia material. Sin embargo, no se ocupó de las condiciones de la libertad, que sí hicieron los anarquistas: descentralización, formación de comunidades, democracia directa, redimensionamiento a escala humana. No hay que dudar que Marx hizo grandes aportaciones a la teoría revolucionaria, como es en gran medida su visión del materialismo histórico, su crítica de la mercancía, gran parte de sus teorías económicas, su visión de la alienación, así como la idea de que la idea de la libertad requiere de prerrequisitos materiales. Otras lecturas de Marx son cuestionables, reprobables o directamente falsas: el proletariado como sujeto revolucionario, su visión clasista de la transición al socialismo, la dictadura del proletariado, el centralismo, su tesis sobre el desarrollo capitalista, la acción política a través de partidos electorales, así como otros conceptos menores asociados a estos.
Por el contrario, el anarquismo, lejos de ser un cuerpo doctrinal cohesionado, una ideología, ni mucho menos una teoría científica, es más bien producto del deseo de las personas para combatir la opresión en cualquiera de sus formas. Bookchin, con los primeros anarquistas, consideraba que una sociedad que no podía garantizar lo material terminaba generando en su seno una tendencia a la restauración del privilegio. El progreso tecnológico, hoy más que nunca, debería asegurar esa abundancia material. Los primeros anarquistas, como Bakunin o Kropotkin, ya criticaron a Marx sus rígidas visiones: ni el centralismo es necesario para el progreso tecnológico, ni el Estado-nación para la expansión del comercio, mucho menos la aparición de grandes empresas centralizadas para el desarrollo del movimiento obrero.
Así, los anarquistas supieron ver que la tesis centralista reforzaría al Estado y a la burguesía de tal modo, que el capitalismo no desaparecería. Los anarquistas no estaban, ni mucho menos, en contra de la industrialización, lo que estaban es profundamente preocupados porque el desarrollo industrial no aplastara el impulso revolucionario de la gente. Es por ello que, al contrario que los marxistas, se esforzaron siempre en la educación, que llamaron de modo «integral» para contrarrestar la influencia de la sociedad burguesa con su tendencia banal y alienadora. Frente a las instituciones jerárquicas, orquestadas desde arriba, los anarquistas proponen un desarrollo orgánico desde abajo; se trata de estimular el movimiento social combinando la creatividad con el afán revolucionario, tanto teóricamente como en la práctica. Esa fase primera de autogobierno a la que alude Bookchin en las grandes revoluciones, para los anarquistas debe ser preservada y extendida. Hoy, con los grandes avances tecnológicos que existen, es tal vez más posible que nunca.
Capi Vidal