Este verano, los diarios del Reino Unido han publicado diversos artículos sobre la legitimidad de llamar al Estado Islámico (EI) por su nombre o utilizar el despreciativo daesh, que significa “portador de discordia” y que es el término despectivo para denominar al EI en el mundo árabe.
Polémica que podría resultar como poco capciosa y estéril, pero en modo alguno carente de interés en cuanto emerge la voluntad, por parte de la mayoría, de no asociar el concepto de Estado con una banda de degolladores.
En cualquier caso, el EI tiene muchísima afinidad con la génesis de los Estados modernos: tiene capacidad de extraer recursos sobre el terreno, de imponer su soberanía de hecho, y trata de acaparar el monopolio de la violencia legítima. Aparte de que en los últimos meses ha intentado por primera vez acuñar moneda y crear un sistema monetario que se deslinde del internacional, iniciativa probablemente destinada al fracaso, pero que indicaría su intención de alcanzar también la soberanía económica.
Gracias a la escuela historiográfica de Los Anales, sabemos que la capacidad de extraer recursos materiales y económicos, de imponer una soberanía y la consiguiente homogeneidad territorial, y un monopolio de la violencia, son los tres pasos necesarios e intrínsecamente ligados entre sí que han permitido el nacimiento de los modernos Estados europeos.
La capacidad de extraer recursos del EI es evidente por la gestión de una amplia red de producción y venta de petróleo, pero también de manufacturas arqueológicas y de esclavizados, aparte de la construcción de un fisco y la consiguiente casta de burócratas de weberiana memoria. Esta capacidad habría permitido un parcial pero reseñable desmarque de los grandes financiadores internacionales –Estado Turco y facciones de las petromonarquías del Golfo– que siguen siendo fundamentales para las cuestiones logísticas. La soberanía territorial de hecho ha sido creada sobre un vasto territorio del interior sirio e iraquí, destruyendo, probablemente para siempre, la línea fronteriza decidida en los años veinte por las potencias europeas. Es cierto que dentro de este área permanecen fuerzas centrífugas y movimientos sumergidos entre las tribus y los clanes, pero no aparecen con la suficiente fuerza como para acabar a corto plazo con el dominio de los islamistas. El monopolio de la violencia legítima se ha conseguido eliminando físicamente la competencia del BAAS (Partido del Renacimiento Árabe Socialista) sirio, del FSA (Ejército Libre de Siria) y de otros grupos islamistas.
Entendámonos: los procesos de formación de los Estados europeos han durado siglos, pero las dinámicas son muy similares.
Incluso la creación de una homogeneidad cultural en los territorios controlados por el EI pasa por actitudes que podemos encontrar en la formación de la Francia moderna, con un proceso que “empieza” en 1200 y termina con el fin de la Guerra de los Cien Años, dos siglos después: así como el poder real y los barones del Norte desarrollaron una despiadada campaña de exterminio, con el consenso activo del poder papal, que llega a declarar una cruzada contra los difusores de una religión alternativa, los cátaros (portadores de una cultura alternativa), occitanos y albigenses, el EI ha desatado una campaña de genocidio contra los yazidíes, que no son un grupo étnico como frecuentemente se afirma en Occidente; étnicamente hablando son kurdos, pero son miembros de un antiquísimo culto preislámico. Otro ciclo de masacres ante practicantes de una cultura alternativa lo encontramos en los siglos XVI y XVII en Europa, para acabar con la cultura alternativa conocida bajo el amplio y genérico nombre de “brujería”, que será uno de los modos en los que se afianzará el Estado hobbesiano en Europa.
Pero incluso volviendo atrás en la historia europea, al nacimiento de las dinastías nobiliarias de la alta Edad Media, podemos observar que estas y su relativa capacidad de control del territorio se han afirmado destruyendo la competencia con los métodos más astutos y violentos, masacrando a las comunidades locales indómitas y haciéndose visibles de cualquier modo ante el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, que sancionaba el dominio legalmente.
Otro ejemplo, puede que incluso más oportuno, es el nacimiento de las petromonarquías del Golfo: Arabia Saudí nace por obra de bandas de beduinos a sueldo de Gran Bretaña para abrir otro frente contra el Imperio Otomano durante la Primera Guerra Mundial, y lo mismo Kuwait, los Emiratos Árabes Unidos y Qatar. Y también aquí podemos apreciar luchas internas para acceder al trono entre las tribus de los Al-Saud y las de los Al-Hussein, de las que saldrán victoriosas las primeras.
El nacimiento del Estado moderno es intrincado, está constituido por hechos de sangre, masacres, genocidios y crímenes varios.
No podemos saber si el EI existirá dentro de unos años, ni si resistirá los ataques centrífugos y la contraofensiva del Kurdistán iraquí, otro Estado de hecho aunque no de derecho, y de los confederalistas democráticos de los cantones del Kurdistán sirio y turco, que por el contrario no quieren ser Estado, y a un eventual parón de los flujos de dinero y material bélico entrantes, y de salida de petróleo y otros bienes, que de momento nadie quiere interrumpir. No todos se han lanzado a fundar sus Estados, pero si han intentado hacerlo, han cubierto de muertos la Historia: basta recordar a Valentín Borgia, que fue el maquiavélico zorro y león, pero que sucumbió ante leones más grandes a la muerte del pontífice, su padre, que le garantizaba seguridad sin haberse asegurado todavía del todo su reino.
Lo que es seguro es que el episodio EI cambiará de una vez para siempre el mapa político del área sirio-iraquí, y que no habrá vuelta a la “normalidad” de las fronteras trazadas con escuadra y cartabón.
Y tampoco se volverá al asentamiento demográfico de hace tres años, tras la diáspora de decenas de miles de yazidíes y decenas de miles de prófugos sirios trasladados a Europa, y los otros centenares de miles bloqueados en los países limítrofes, Líbano y Jordania principalmente.
Pero la polémica en los periódicos del Reino Unido muestra también otro gran error de valoración de muchos liberales occidentales, y también de muchos progresistas árabes ante el EI: utilizar el término daesh en lugar de EI significa enmascarar el hecho de que el EI nace en el seno de las tensiones y de las contradicciones del moderno Oriente Medio. Los islamistas del Califato no son marcianos llegados del espacio. Nacen en el interior del mundo musulmán y específicamente en el mundo musulmán suní y wahabí, son la expresión de la corriente integrista del Islam suní, ampliamente subvencionada por Arabia Saudí en todo el mundo, y de la incapacidad de las agrupaciones políticas laicas de contrarrestar esta peste clerical. No son la creación de quién sabe qué contubernio porque seguramente habrá habido intervenciones que han favorecido la expansión del Califato, pero el fin heterogéneo y la complejidad del proceso de la historia de la política son evidentes en una cosmología como la de la Grecia clásica de las guerras del Peloponeso, cuya imagen nos llega gracias a Tucídides. Imaginémosla en el 2015.
Al contrario de cuanto piensan los honestos liberales de la prensa británica, el mundo cambia, los Estados se forman y se destruyen a través de procesos históricos y no son de hecho inmutables.
A la acción militante toca el desafío de encauzar los procesos históricos hacia una real emancipación humana.
Iorcon
Publicado en Tierra y libertad núm.327 (octubre de 2015)