Uno posee una profunda aversión por las banderas, los himnos y toda suerte de símbolos de identidad colectiva; soy consciente de que exagero, pero es más fuerte que yo, y creo que nunca mejor dicho. Esto es extensible, ya que uno es coherente hasta la extenuación en sus manías, a la cuestión ácrata. Es más, hace muchos años, cuando el que suscribe era joven e ingenuo (sigo siendo ambas cosas, por supuesto), participó en la creación de una publicación libertaria y no se me ocurrió otra cosa que proponer el bonito nombre Sin bandera. El caso es que la revista duró unos cuantos números, con esa misma denominación de cabecera, pero el asunto no estuvo exento de polémica, ya que hay quién afirmó con rotundidad que, por supuesto, los anarquistas también tienen bandera. Leo un artículo en una publicación libertaria (ojo, anarquistas de verdad, no esos que se apropian miserablemente del término en la actualidad), en el que se sostiene que es un pensamiento erróneo muy extendido creer que los ácratas no entienden de banderas ni estandartes, ya que sencillamente son símbolos que representan a una comunidad de personas organizadas con unos intereses comunes, pero no necesariamente a Estados-nación ni a ningún tipo de idea autoritaria o grupo basado en alienantes identidades colectivas. Para exponer su argumentación, el texto abunda en dispares ejemplos más o menos libertarios y no solo en la bandera negra o rojinegra: la Comuna de París, la Makhnovia en Ucrania, Rojava en el Kurdistán, comunidades zapatistas en México o las mismísimas colectividades españolas de 1936.
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