Se ha confirmado, al parecer, la ruptura de Podemos con Sumar produciéndose la enésima fragmentación de los frentes judaicos. La argumentación del partido morado, amplificada por Pablo Iglesias desde sus peculiares medios con estrategias muy definidas y simplistas, es que se les ha ido marginando hasta conseguir el PSOE, al frente de este inefable país, una fuerza a su izquierda más domesticada como serían los de Sumar. Por supuesto, el papel que ha adoptado Podemos, en la tremendamente progresista coalición de gobierno durante los últimos tres años, ha sido el de una izquierda que ha luchado por medidas verdaderamente transformadoras. Sí, es sarcasmo. La cosa invita un poco a la risa, o a la mueca de desprecio, cuando fuerzas supuestamente transformadoras o al menos renovadoras, de uno u otro pelaje, se convierten en pocos años en más bien irrelevantes. Esto debería provocar una reflexión sobre el sistema «democrático» que padecemos, con un mercadeo de votos para afianzar la poltrona, unido tal vez a la fragilidad posmoderna en la que todo es etéreo y, si se tienen unos principios hoy, son fácilmente intercambiables mañana por exigencias del guion. Y no me refiero solo a los políticos profesionales.
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Nuevos contratos, viejas políticas
Recientemente, los titulares de los grandes medios de desinformación se han llenado de declaraciones de Yolanda Díaz, la gran esperanza actual de la izquierda parlamentaria, en las que aludía a la necesidad de un nuevo «contrato social». Como creo haber leído algo sobre el asunto en algún viejo manual de filosofía política, me parece recordar que eso del contrato alude a un supuesto pacto originario entre los hombres para ceder su libertad, fundar el Estado y a joderse todos sometiéndose a la autoridad política. Sí, creo que en otras teorías el contrato lo que funda es la sociedad civil, pero seamos serios, cada vez que alguien nos ha venido con esto, lo que se legitima con seguridad es una instancia coercitiva que, en nombre de unos pocos, arrebata el poder decisorio al conjunto de la sociedad. Como uno no recuerda haber hecho ningún pacto, ni contrato alguno, para ceder su potestad individual, ni pretendemos ahora realizar otro en similares condiciones, seguiremos empecinados en apostar por un acuerdo, precisamente, para desmantelar el Estado y ceder el poder a la sociedad civil. ¡Toma ya! Uno, que posee un encomiable espíritu ácrata, con algún que otro tic nihilista, considera que toda esta jerga retórica no es sino una artimaña para, una vez más, monopolizar la violencia en manos de unos pocos, de uno u otro pelaje, legitimar el privilegio y que las cosas continúen más o menos como estaban.
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