Lo que se dio en llamar memoria histórica en este inefable país, para tratar de paliar la profunda injusticia que supuso la victoria del fascismo, ha sufrido numerosas carencias y no pocas mutaciones. Así, hoy se alude a la «memoria democrática» y mañana no sabemos muy bien cómo se dará en denominar. La distorsión es tal que lo que nació, más por impulso de la sociedad civil que por iniciativa institucional, para hacer justicia sobre el golpe de Estado del 36, la represión consecuente y la cruenta dictadura posterior, ahora se ha querido extender en algunos casos unos cuantos años atrás e incluir los episodios represivos producidos también en la Segunda República. No seré yo quien se oponga a recordar los desmanes de cualquier forma de Estado, pero la llamada memoria histórica era un concepto mucho más concreto y todo esto solo recubre el problema de ambigüedad moral y sirve para que inicuos reaccionarios se aprovechen de ello para seguir arrojando su inmundicia sobre lo ocurrido en el pasado. Desgraciadamente, la propaganda masiva durante tantas décadas ha ido calando en gran parte de la sociedad y, los que no abrazan directamente el discurso reaccionario, ignoran sin más la historia o, directamente, de la manera más botarate y moralmente perezosa, equiparan a unos y otros.
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