¿La muerte de Dios?

La muerte de Dios, frase atribuida habitualmente a Nietzsche, aunque tiene un precedente en Hegel (parece que con otro sentido), tiene ya un tiempecito; podemos resumir el sentido de dicho fallecimiento (obviamente, no de un ser real, sino de una idea, la de un concepto absoluto) en la negación de un orden cósmico, de una ley universal de carácter moral y, como ya hemos apuntado, de cualquier principio absoluto.

Así, llegamos al nihilismo, lo cual es muy interesante, ya que no nos detenemos simplemente en la negación, sino que buscamos unos valores más profundos y humanos (no habría ningún poder ya por encima del hombre). Hay que recordar que esta concepción se realiza dentro de una cultura cristiana, aunque tratemos de extenderla a toda trascendencia y absolutismo. Como hemos dicho, esta defunción filosófica de la gran divinidad se produce ya hace más de un siglo. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? No, desgraciadamente, la gran emancipación respecto a cualquier forma absoluta no se ha producido. Muy al contrario, el siglo XX trajo numerosos horrores, que los religiosos atribuyen a la ausencia de Dios, y que nosotros, pertinaces ateos nihilistas, pensamos que precisamente ha sido debido a la permanencia del absolutismo. Un principio absoluto, llámese Dios o cualquier otra verdad con mayúsculas, ha conducido a la humanidad al desastre autoritario.

La Modernidad, iniciada en el siglo XVIII con el proyecto de la Ilustración (sí, seguimos hablando de Occidente, no nos queda más remedio), es indudablemente un proyecto y un proceso de secularización. Hasta entonces, las ideas presentes en la sociedad se articulaban en torno a principios y valores supremos, que se situaban en los cielos, en la trascendencia. Con el nuevo proceso modernizador, se colocan en el seno de la propia humanidad, lo cual suponía a priori la susodicha muerte de Dios. Sin embargo, la realidad fue que no se acabó con esta figura de un ser supremo, sino que se sustituyó por otros principios absolutos: la Razón, la Verdad, lo Universal… Ojo, la modernidad tuvo indudables aspectos positivos, se acabó con el oscurantismo religioso y con los excesos y arbitrariedades del poder (fundamentados, ya lo hemos dicho, en ese poder supremo y trascendencia).

Sin embargo, merece la pena esta reflexión sobre el absolutismo, que no ha desaparecido en las sociedades humanas y se ha manifestado de diferentes formas, justificando la imposición y acabando con el diferente (con ‘el hereje’). Merece la pena también mencionar que, si bien la Modernidad transformó la escatología cristiana (ya saben, la historia de la humanidad lleva a algún final feliz donde se acabará con el sufrimiento), en realidad aportó otra versión historicista: será ahora el progreso, en nombre de la razón y del conocimiento objetivo, el que nos lleve a ese paraíso. ¿Es en realidad esto así? Existe una visión lineal de la historia humana, que nos conduce a una sociedad cercana a la perfección. Es posible que el progreso exista en ciertos aspectos, pero difícil es defender a estas alturas que se produzca de una manera lineal y el coste parece demasiado elevado con numerosos marginados, así como demasiadas imposiciones culturales y económicas.

Para bien y para mal, la Modernidad nos aportó una identidad, fundamentada en la razón y en el conocimiento, y una confianza en el progreso con promesas finales de emancipación. De ahí las grandes ideologías que surgen en esta época, y que hoy sencillamente son puestas en duda o simplemente negadas (aunque sus efectos más perniciosos permanezcan). Este proceso secularizador moderno, fundamentado en esa historicidad que nos ilusionaba con el progreso y con el futuro, hoy parece venirse abajo; de ahí que muchos hablen de una nueva época que niega la anterior: la posmodernidad. Esta destrucción de los valores modernos, con un futuro que se torna incierto y sin ninguna escatología a la que aferrarse, ha llevado a muchas personas a sentirse desamparadas y a buscar nuevas trascendencias que les protejan. Esto explica, no solo que se haya mantenido el sentimiento religioso (replegado a menudo odiosamente en el fundamentalismo), sino que proliferen toda suerte de sectas, creencias esotéricas, pseudociencias y demás pensamiento mágico.

Es muy posible que ahí radique la explicación de este abandono de la racionalidad; ante la falta de expectativas racionales, mucha gente mucha gente busca lo extraordinario, el deseo de que acontezca un hecho fuera de lo común. ¿Motivos para la desesperanza? Es posible que tengamos unos cuantos, pero en cualquier caso es primordial comprender estas causas para una nueva época, no sencillamente negarlas. Hay veces que los críticos con la religión, y con todo tipo de conocimiento esotérico y pseudocientífico, son (somos) demasiados simples en el análisis; se quiere etiquetar a los «creyentes» de una manera peyorativa (necios, ignorantes…), y el asunto no es tan sencillo. En cualquier caso, las premisas de la modernidad son reivindicables en muchos aspectos, hay que seguir confiando en la razón, aunque de un modo amplio en el que quepa la ética y la negación, de verdad, de cualquier principio absoluto. Por otra parte, la ciencia sigue siendo el método más eficaz de acceso al conocimiento, pero enriqueciéndose con la diferentes aportaciones culturales y negando toda cerrazón y dogmatismo. Hay quien dice que eso, en realidad, es lo que caracteriza a la ciencia: la constante apertura a nuevas investigaciones.

 

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