Cuando uno, con su impagable lucidez, observa a tanto bodoque quejándose del «pensamiento posmoderno» no puede por menos que casi simpatizar con esta confusa época que vivimos por, al menos, ser un posible punto de partida para un mejor horizonte. Y es que esos «intelectuales» que se lamentan del feminismo «radical», de lo queer, de lo woke, del animalismo, de la insistencia en el cambio climático o del lenguaje inclusivo, como si todo ello constituyera una «filosofía» de la posmodernidad y no meros síntomas, lo único que hacen es poner en evidencia su supina ignorancia y su abierta idiocia. No es nada casual que todo esos quejumbrosos iluminados sean en realidad dogmáticos y/o reaccionarios que siguen defendiendo postulados del pasado (es decir, en algún caso «modernos» en el peor de los sentidos). No, adelanto que ni soy posmoderno, ni dejo de serlo, ya que lo que esos dañinos botarates no comprenden es que hablamos, obviamente, de una determinada época donde sencillamente hay que poner en cuestión las promesas de la modernidad con sus sueños de progreso y liberación. Sí, es posible que hoy en día esto no se exprese de tal modo, pero creo que en el fondo es lo que subyace a pesar da las continuas crisis de toda índole; y, subyace, bajo los parámetros del sistema que vivimos y sufrimos, léase, el Estado-nación liberal y democrático, en su forma política, y el maldito capitalismo, en el campo económico. Pero, maticemos sobre modernidad y posmodernidad.
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