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Memoria histórica y conciencia transformadora, tan necesarias

Como llevamos casi tres meses sin gobierno formado (no, no lancemos la campanas al vuelo, el sistema económico y las fuerzas de «seguridad» siguen haciendo su función), tal vez sea hora de hacer un pequeño análisis del estado de la sociedad y de la nación (esa, llamada España). Como es de suponer, la intención será que la visión sea libertaria, pero conformémonos de momento con que tenga un prurito progresista y mínimamente transformador (ya que en la izquierda y derecha parlamentaria, junto a ese híbrido ambiguo llamado «centro», suele brillar por su ausencia).

Cada vez estoy más convencido de que, al menos en España, no hay memoria, ni corta ni larga. Es muy difícil trabajar por la recuperación de la memoria historia, en un país en el que no parecen recordarse ni los últimos años. Todo el afán parece ser buscar una élite política (un gobierno, claro) que gestione adecuadamente, que nos resuelva las cosas, vamos. Esta situación, al margen de las ideas políticas que tenga uno (que sí, que todos tenemos eso que llaman «ideología», aunque algunas persona simplemente reproduzcan la ideología predominare), se producen en una sociedad en la que la ausencia de conocimiento y de análisis político es que cada vez mayor. Irremediablemente, ello lleva automáticamente a vincular la participación política con la mera votación periódica para la elección de los gestores de turno. Dicho de un modo algo más profundo, podemos decir que lo que predomina en la actualidad es un imaginario social reformista o revisionista (se quieren cambiar las cosas a nivel forma, pero manteniendo el sistema intacto) frente al imaginario reaccionario (se querrían mantener los rasgos de una sociedad tradicional y retrógrada; un ejemplo es el catolicismo en este país, y afortunadamente el laicismo va ganando terreno) y el imaginario revolucionario (que ya concretaremos más adelante cuál de ellos es el verdaderamente transformador y progresista).


Recordemos que un imaginario consiste, ni más ni menos, en que las ideas, valores y deseos de las personas acaban traduciéndose en una serie de instituciones sociales y políticas (la capacidad simbólico-instituyente). Desde el punto de vista, los seres humanos no poseen unos rasgos innatos que les empujan a una sociedad con unas características fijas. Aunque podemos dudar, a estas alturas, del progreso lineal de la historia de la civilización humana, no creo que nadie pueda hacerlo de que muchas cosas cambian, empezando por una tecnología que es posible que nos determine en muchos aspectos (y normalmente, con los paradigmas actuales, para mal). Por lo tanto, aceptemos con un grado de argumentación razonable que las cosas pueden cambiar, y hacerlo radicalmente si ese imaginario se convierte en revolucionario. Desgraciadamente, gran parte de las personas suelen tener un imaginario conservador y/o reformista (que a veces se confunden o hacen el mismo juego); desde nuestro punto de vista, son necesarios cambios radicales. A estas alturas, con tantos problemas, más que nunca.

Desgraciadamente, el sistema (los diferentes poderes de este país) ha conseguido que el imaginario reformista vincule lo revolucionario con una suerte de extremismo que nos llevará al desastre («no me gustan los extremos», puede escucharse habitualmente en la calles, sin caer en quién establece esa falsa línea entre lo moderado y lo extremo). En cualquier caso, pare concretar, no es lo mismo el extremismo que la radicalidad (profundización en los problemas sociales y políticos), aunque se haya insistido tanto en utilizarlos como sinónimos. Otra simpleza manifiesta es esa que establece una negación y/o equiparación entre la derecha y la izquierda, o directamente se las niega para alabar eso llamado «centro» (curiosamente, estas personas suelen hacerlo orgullosas y creo que, incluso autoconscientes de su «lucidez»). Por supuesto, si preguntáramos a las personas que realizan ese análisis, qué diablos es izquierda, qué es derecha e incluso qué es eso de centro, tal vez el conocimiento político deje bastante que desear. No voy tan lejos en mi terminología como un amigo mío, que llegó a decir que en este país una mayoría tenía simple y llanamente «analfabetismo político».

Esta carencia, la del conocimiento político, se une inevitablemente a la falta de una conciencia, más ética que moral (ya que esta parece representar más a las costumbres sociales presentes en un determinado momento), y más progresista (que conservadora). Desgraciadamente, a los paradigmas imperantes en la sociedad (competencia frente a la cooperación; dejación de los asuntos que nos atañen en manos de una élite, frente a la autogestión; verticalidad frente a horizontalidad; una libertad económica falsa, ya que ni partimos ni acabamos en el mismo lugar, frente a la búsqueda de la satisfacción de las necesidades básicas de todas las personas), se une una situación en España auténticamente aberrante. Una corrupción estatal y económica absolutamente intolerable, que inexplicablemente no empuja a ninguna acción a gran parte de la sociedad. Hace poco conocí a un abogado que sostenía que, si el sistema jurídico no estuviera tan corrupto (además de ser muy conservador mayoritariamente), había base para ilegalizarse ciertas agrupaciones políticas, ya que se habían creado para el latrocinio; hablaba del Partido Popular, gobernante en la última legislatura, pero puede ponerse el ejemplo de cualquier fuerza que se haya mantenido en el poder (el Partido Socialista era, hasta hace unos años, el de la corrupción). Hasta la monarquía se ha visto implicada en un caso de corrupción enorme, y ya suficientemente insultante es que a estas alturas exista una realeza (recordemos, si retrocedemos en el tiempo, que siempre impuesta por la fuerza y con privilegios únicos, por no entrar en detalles de dónde proviene la española).

Este último paréntesis me hace hilvanar con otra de las carencias extendidas en España. Hablo de la memoria histórica, que si analizamos las últimas décadas ha surtido su efecto con esa abstracción llamada «espíritu de la Transición». Si somos incapaces de comprender que en la maldita Guerra Civil, simple y llanamente, ganaron los que no lo eran ni por asomo (y hablo de la más mínima condición democrática), y que además provocaron con un golpe retrógrado (tal vez, si alguna se vez se condena esto abiertamente, tal vez las cosas puedan empezar a cambiar); hablo de los reaccionarios y fascistas, triunfaron en el conflicto, como no lo hicieron en ningún otro país en el siglo XX, y mantuvieron una dictadura durante décadas, cuyos efectos todavía sufrimos a demasiados niveles. Hubo una continuación en la Transición, donde se mejoraron algunas cosas en lo político a nivel formal, pero no parece recordarse que en lo económico se mantuvo prácticamente todo intacto, por no hablar de una moral retrógrada que todavía llega también hasta nuestros días.

Dejemos ahora, de momento, la corrupción imperante (seguramente, otra herencia de la dictadura) y, continuando con la memora histórica, tratemos de analizar lo ocurrido en los últimos 40 años donde todos los gobiernos, no importa del pelaje que sean, nos ha llevado a un sistema intolerable, con una simple democracia formal y problemas de todo tipo: un sistema económico con, además de crisis periódicas (que no, que la crisis no es un fenómeno extraño que una mano divina borrará tarde o temprano, que tiene su explicación intrínseca en lo económico e histórica), con una explotación cada vez más evidente, con sueldos de hambre equiparables a otras épocas, y a una represión con algunos rasgos abiertamente autoritarios para aquellos que levantan la voz. Un personaje increíblemente alabado en la actualidad, como es Felipe González, supuestamente progresista en su origen, es el ejemplo perfecto de que no tenemos demasiada memoria en este país, mucho menos para comprender la situación que padecemos. Una fuerza política de nuevo cuño, Podemos, se quiere poner como ejemplo, como «extremismo» por unos, y por «cambio» por otros (un ejemplo de lo que queríamos decir anteriormente de ignorancia o distorsión política avalada por el sistema). Ni una cosa, ni otra, si hasta su líder tiene el mismo nombre que el fundador del Psoe, algo que parece una especie de burla histórica y actual; más temprano que tarde, Podemos será un ejemplo de lo que ahora denominamos «socialdemocracia», otra fuerza política que acaba apuntalando el estado de las cosas.

Para terminar, entremos en un análisis abiertamente libertario. ¿Qué diablos queremos los anarquistas, con tanta crítica y tamaño exceso de negatividad? Pues algo muy positivo y transformador, en realidad. Seguir trabajando para que las personas no tengan una visión simple y maniquea, ni subordinen sus intereses a una clase dirigente. Para que no exista una división entre sociedad y Estado. Para que la sociedad no sea estatista, sino que busque constantemente nuevas fórmulas para que mejoren las cosas sin imposición alguna. Para que la libertad vaya inevitablemente unida a una igualdad real (no meramente formal).  Para que el sistema económico no se base en la competencia y en la explotación, sino en la cooperación, la solidaridad y la justicia social. En suma, para apelar a los deseos y valores de la gente, y generar un apreciable imaginario social revolucionario, auténticamente revolucionario (aunque no lo parezca, existe y se traduce en muchas realidades). Difícil que se extienda, claro, máxime hoy en día con este panorama. Nadie nos dijo nunca que fuera sencillo.

Capi Vidal

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