ANARQUISMO DIOS ESTADO

El hombre, Dios y el Estado

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Como es sabido, el anarquismo considera, a través de Proudhon y Bakunin, que la autoridad política (el Estado) tiene su origen en la autoridad metafísico-trascendental (es decir, la idea de Dios). Para los que consideren tal visión cuestionable, sorprenderá saber que importantes juristas del siglo XX, y no necesariamente progresistas, pueden considerarse continuadores de esa visión acuñando el concepto de «teología política» (atribuido a Carl Schmitt), según la cual, la teoría del Estado viene a estar constituida por conceptos teológicos secularizados. No es casualidad que uno de los textos analizados en el libro se llame «Dios y Estado», escrito por Hans Kelsen, que evoca con toda intención la obra de Bakunin.

Antes de Schmitt y Kelsen, ya existió una polémica al respecto en el siglo XIX entre el católico Donoso Cortés y el mismo Proudhon sobre cuestiones teológico-políticas. No obstante, sería posteriormente Bakunin quien radicalizará la postura antiteísta del francés en obras como Dios y el Estado, Consideraciones filosóficas y Federalismo, socialismo y antiteologismo. Lo que nos ofrece la obra de Aníbal D’Auria es una imprescindible genealogía de la cuestión, desde la visión en la Antigüedad, con Platón y Aristóteles, pasando por la mencionada polémica en el siglo XIX, por el ámbito jurídico ya en el siglo XX y llevando el problema hasta nuestros días. El asunto de la teología política pone en evidencia una discusión sobre la propia Modernidad y su desarrollo político.

La relación entre la teología y orden político, como ya hemos mencionado, se remonta a la Antigüedad. En la época pagana, podía dividirse la teología en tres aspectos: el filosófico, con argumentos bien fundados; el mítico-poético, de carácter fabuloso, pero puesto al servicio del orden establecido y el cumplimiento de las leyes, y un aspecto mítico-poético, igualmente fabuloso, pero de una naturaleza subversiva. El primer aspecto, el filosófico, es el más poderoso y también tiene implicaciones políticas al distinguir entre los otros dos: el que favorece el orden político y el que lo disuelve. Ya en la Edad Media con el cristianismo, e inaugurado por Agustín, aparece el modelo cristiano, que sustituirá la autoridad de los filósofos por la de los sacerdotes y que también dividirá la teología en tres órdenes: el sobrenatural, trascendente y revelado; el natural, filosófico y racional, que quiere verse cercano al primero, y un orden falso y demoniaco identificado con los filósofos y poetas, la pluralidad y el materialismo. Por supuesto, la implicación política de la teología no desaparece en absoluto; si en la Antigüedad los dioses lo eran del orden político, ahora se invertirán los términos, los reinos e imperios lo serán de la Cristiandad.

El Estado moderno supondrá una traslación política de las categorías propias de la teología judeocristiana. El anarquismo observará una equivalencia entre la teología y la teoría del Estado, por lo que este será visto como un sucedáneo de Dios. Ya en el siglo XIX se destapará la primera discusión entre reaccionarios y revolucionarios acerca de si es Dios quien crea la religión y la Iglesia o, a la inversa, es el fantasma divino quien es creado por Iglesia y religión; de forma análoga, se preguntarán si es la nación la que da lugar al Estado, justificando el patriotismo o, muy al contrario, el Estado, con su propaganda patriótica, acaba fundando la nación.

Lo que hacen los anarquistas del siglo XIX es una crítica antropológica y sociológica de la religión, convirtiendo los misterios del cristianismo en inmanentes; la justicia no hay que elevarla a un plano ultraterreno, sino hay que hacerla efectiva en nuestro mundo. Autores reaccionarios, como Donoso Cortés, observarán esta visión como una especie de «teología satánica», pero con ello no dejan de relacionar la teología (verdadera y revelada, para ellos) con la política en una suerte de lenguaje metafórico. Los anarquistas, deudores en gran medida de Feuerbach, consideran que el discurso de la teología supone una especie de lenguaje metafórico inconsciente, que no esconde si no los deseos y temores humanos; con ello, se da a elegir entre el hombre y algo ideal por encima de él, que podemos denominar Dios. El anarquismo se muestra en esta cuestión por encima del otro (supuesto) enemigo de la religión, el liberalismo, el cual se muestra tibio y conciliador reduciendo en última instancia el problema al tipo de gobierno e ignorando con ello los problemas sociales; el liberalismo, como sí hace el anarquismo, se muestra incapaz de observar el problema humano que esconde toda cuestión teológica. En otras palabras, los liberales, aunque se consideren laicos, al defender el Estado acaban afirmando la idea de Dios en el terreno político.

Aníbal D’Auria dedica gran parte del libro a analizar el debate de la teología política en el siglo XX, el que entran en juego una serie de importantes teóricos del Estado y del derecho, conservadores o no. El bando progresista es, de forma obvia, y aunque no sean anarquistas políticos, continuadores de la visión moderna de Feuerbach, Proudhon y Bakunin; según la misma, es el proceso de secularización que caracteriza a la Modernidad el que supone que el ser humano trate de materializar sus aspiraciones más profundas de autorrealización en el mundo terrenal, así como que la crítica científica aleje definitivamente todo residuo metafísico y reaccionario. Por el contrario, los juristas católico-reaccionarios tampoco pretenden nada nuevo, simplemente justificar la teología medieval en base a su propia explicación, y crítica, de la Modernidad. Dicho de otro modo, y con un lenguaje más apropiado para el tema principal del libro, unos pretenden dar un sentido de la verdad a lo teológico y un sentido metafórico a lo socio-político (por lo tanto, crear una teología política); los otros, invirtiendo los términos, consideran que lo real es el orden social y lo metafórico, o ideológico, la proyección trascendente de esa realidad. Tal y como lo expresan los anarquistas, se trata de elegir entre el hombre o los fantasmas que él mismo genera; en cualquier caso, en el propio ser humano se encuentra la elección.

Capi Vidal