Voy a empezar con un apunte que es meramente conceptual, o quizás simplemente terminológico.
I—Fascismo y neofascismo
Es bien conocido que el fascismo propiamente dicho, el fascismo clásico, es un fenómeno históricamente situado en el cual se suele englobar, pese a sus diferencias, tanto al fascio mussoliniano como al nacionalsocialismo hitleriano. También sabemos que ese término ha sido extrapolado para designar tanto a los regímenes que guardan cierto parecido con los que se impusieron en los años veinte y treinta del siglo pasado, como para calificar a las posturas políticas y a los movimientos que se reclaman de las ideologías de aquellos regímenes, introduciendo si acaso algunas actualizaciones menores.
La idea que la mayoría de la gente tiene del terrorismo es que este consiste en poner bombas y tirotear personas. El terrorismo es a veces eso, pero no sólo eso. Aunque no existe una definición comúnmente aceptada de terrorismo,1 lo cierto es que constituye un fenómeno que presenta una serie de elementos característicos. De entre estos elementos, el que quizás lo define mejor es que el terrorismo busca de forma deliberada crear terror en sus víctimas por un motivo de carácter político, para lo que se vale del uso de la violencia o la amenaza creíble de utilizarla contra personas y objetos, todo ello para conseguir un cambio en la conducta de la población o de los gobernantes que permita la realización de los objetivos de quienes protagonizan los actos terroristas.2
Lo siento, pero se me llevan los demonios con el uso, excesivo y más bien irreflexivo, del término «fascista». Nos encontramos ya acabando el primer cuarto del siglo XXI y resulta habitual escucharlo, hay quien dice que incluso de forma más habitual que cuando, hace cosas de cien años, existía de verdad la barbarie fascista. ¿Qué se pretende con dicha comparación en plena posmodernidad? Es tan sencillo como que, de esa manera, acabas desprendiendo al concepto de contenido y le das armas al contrario para que te ridiculicen. La muy difícil de describir presidenta de la Comunidad de la capital de este inefable Reino de España, que puede ser una simple títere, pero cuyos hilos los maneja gente tan perversa como ladina, lo dejó muy claro sin el menor asomo de vergüenza: «si te llaman fascista, es que lo estás haciendo bien». Lo que cierta izquierda, congratulándose, quiso ver como un reconocimiento, se trataba en realidad de una maniobra tremendamente efectiva. Se estarán revolviendo en su tumba, debido a unos y otros, los que verdaderamente combatieron el fascismo. Me recuerda a cierta comedia televisiva donde un tipo viaja al pasado, para encontrarse con una versión suya más joven, y acabar avergonzándose de sí mismo por tildar casi todo de fascista. Sí, todos hemos sido jóvenes e irreflexivos y la palabra de marras resultaba demasiado jugosa para evitar emplearla y dejar claro, orgullosos, nuestro imaginario político netamente izquierdista.
El pasado 28 de mayo Pedro Sánchez anunció al mundo, de manera solemne, que el Reino de España (al igual que lo hacían ese día Irlanda y Noruega) pasaba a reconocer el Estado palestino, aclarando que este gesto (pues eso es lo que es, un simple gesto) no supone un ataque contra Israel. Aunque escuchando al Presidente parecería que con este hito él solito ha resuelto el conflicto palestino-israelí, en realidad España no es pionera en el reconocimiento de Palestina como país propio, pues actualmente son 145 los Estados miembros de los 193 que componen Naciones Unidas los que lo hacen, incluyendo varios europeos como Islandia, Suecia, Polonia, Ucrania, Bielorrusia, Eslovaquia, Hungría, Rumanía, Bulgaria, Grecia, Macedonia, Bosnia, Montenegro y Albania.
Ahora que acaba de ganar las elecciones en Italia una admiradora confesa de Mussolini, y espero que una vez más no le echen la culpa a la abstención, conviene lanzar unas reflexiones sobre las huellas del fascismo en este inefable país. No, no voy a resucitar el estéril debate sobre si Vox es o no abiertamente fascista, me basta con tildarlos de peligrosos bodoques ultrarreaccionarios; claro que no reivindican abiertamente a Franco, cuyo condición fascista ya es muy cuestionable, ya que saben que eso resulta inconveniente y necesitan un discurso adaptado a los nuevos tiempos, pero en esa línea política inicua podemos situarles. Es un lugar común decir que el verdadero fascismo en España lo constituyó la fusión en 1934 de Falange, partido admirador de Mussolini, y las Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista, que podríamos emparentar más con los nazis alemanes. Como también es (o debería ser sabido), el genocida Franco tuvo la habilidad de aunar en su bando el fascismo con el carlismo junto a otras corrientes tradicionalistas; los fascistas más puros, que se pretendían revolucionarios, tuvieron que tragar en aquel engendro llamado Movimiento Nacional con la Iglesia y con los monárquicos. De ahí que la cruel dictadura franquista fuera definida como un régimen nacional-católico; Franco solo extendió el brazo hasta que el eje fascista fue derrotado y en el franquismo se nutrió algo de los rasgos fascistas más genuinos a través del llamado sindicato vertical.
No soy muy amigo de efemérides, por lo que me entero por purita casualidad que hoy se celebra la liberación de París de la tiranía nazi. Es bueno hacer memoria, especialmente en este inefable país, tan necesitado de ella de una manera honesta. Dice mucho de este inenarrable Reino de España el hecho de que no se enseñe en las escuelas que los integrantes de novena compañía fueran en su mayor parte antifascistas españoles. Para quien desconozca la histora, tras el triste fin del conflicto civil en España, miles de personas se agolparon en Alicante con la esperanza de escapar en barco del yugo fascista. Solo una parte pudo hacerlo y, entre ellos, algunos de los que luego integrarían la compañía que liberaría la capital gala. Acabarán en la ciudad argelina de Orán donde la gloriosa Francia no siempre les dio el trato que merecían. De hecho, el germen de aquella compañía fue un regimiento compuesto en gran parte por tropas africanas, a las cuales se negó finalmente pertenecer a aquella División Leclerc, a pesar justo es decirlo de la oposición del propio general, de la que formaría parte La Nueve. Al parecer, no podía tolerarse que los negros, a pesar de su buen papel durante los primeros años de la guerra, pudieran formar parte del desfile de la liberación; ya demasiado que reivindiquemos a aquellos desharrapados españoles por haberlo hecho.
El pasado mes de mayo se cumplieron dos años de la Revuelta de los Cayetanos, esas concentraciones celebradas en Núñez de Balboa en las que los vecinos del barrio más rico de Madrid salían a protestar contra las restricciones de la pandemia. Nos reímos mucho de las imágenes de los pijos y franquistas trasnochados que golpeaban mobiliario urbano con palos de golf, se desplazaban en descapotables e iniciaban caceroladas con utensilios de cocina recién comprados que todavía tenían la pegatina con el código de barras. Sin embargo, no podemos perder de vista que detrás de estas protestas, impulsadas por una tal “María Luisa de Resistencia Democrática, simpatizante de Vox”, estaba la ultraderecha y su siniestra agenda política.
No es fácil dar una definición de fascismo, al menos como fenómeno general, y sin embargo es una palabra de uso común en los movimientos sociales (no tanto en el mundo político, seguramente por la herencia que sigue existiendo en España). Como a mí me gusta mucho concretar, sin ánimo de ser demasiado riguroso y aceptando la dificultad de hilar muy fino al respecto, veamos si podemos lanzar unas cuantas reflexiones.
Aquí en el Reino, se ha manifestado de manera contundente una y otra vez, que la extrema derecha ha crecido, aparecido, o que nunca se fue, porque no se depuró al franquismo. Los fachas –dicen los expertos– han seguido mandando en empresas, en el Estado, en el Ejército y en la Policía. Vale. Esto lo he escuchado montones de veces en época de elecciones, cuando se nos incita a votar para parar al fascismo. Y resulta que cuanto más se vota… Más fascismo aparece. ¿No es divertido?
El inefable Jorge Verstrynge, que empezó su carrera política en el fascismo (y no me refiero a Alianza Popular) y acabó en no sé muy bien qué híbrido totalitario, aseguró una vez que había no pocas similitudes programáticas, dejando aparte ciertos detalles sobre la inmigración, entre Podemos y el Frente Nacional de Le Pen. La expresión de Pablo Iglesias al escuchar esto, balbuceando algo así como que, por supuesto, había más diferencias, no tuvo precio. El excomunista Antonio Elorza ya insinuó en su momento que el auge del partido morado corría el riesgo de reunir las características de lo que se narraba en aquello de La ola como el nacimiento de un movimiento fascista: populismo ideológico, sumisión al líder, etc., etc. Ya se sabe que los conversos, no sé muy bien en base a qué mecanismo, tienden por lo general al despropósito. Aclarararé que no creo que Podemos haya supuesto, ni en un sentido, ni en el contrario, una fuerza que le haya hecho el más mínimo daño al sistema; más bien, una vez que han acariciado algo de poder, han derivado estrepitosamente hacia la más inofensiva socialdemocracia. Cabe preguntarse ahora si el partido de Le Pen, como es sabido con vínculos con Vox y con el mismísimo Putin, es verdaderamente un partido fascista.
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