Temo que me acusen de vulgar, y poco original, por dedicar una entrada de este lúcido y riguroso blog a lo acaecido durante la reciente ceremonia de los Oscar, lo cual ha estado ya a estas alturas en boca de todos. De hecho, el que suscribe, que se la refanfinflan los mencionados galardones, jamás se hubiera enterado del hecho en cuestión si nuestros queridos medios de masas no le hubieran dedicado mayor espacio, casi, que a las películas premiadas. No obstante, he de reconocer que el asunto suscita no pocas reflexiones de interés y cabe hacerlo desde diversos puntos de vista. Como es sabido, durante el evento, un cómico hizo una broma (más mediocre que de mal gusto) sobre una mujer que sufre alopecia y el marido de la misma, un conocido actor, salió escopeteado hacía él para propinarle una sonora bofetada. Podría parecer un gag de nivel preescolar, previamente preparado o incluso improvisado, pero al parecer el enfado fue real y la hostia debió doler lo suyo. Por supuesto, se ha condenado la agresión de manera generalizada y, digo yo, no es para menos; hablamos de un fulano que, en un acto público, se levanta de entre los asistentes, recorre varios metros, sube al escenario y hace lo que hace. Un poco de miedito da alguien con estas actitudes. Incluso yo, gran detractor de la violencia como solución a los conflictos, he sentido en ocasiones la imperiosa necesidad de abofetear a alguien, pero por lo general me freno con la suficiente rapidez para no quedar en evidencia ni causar un trastorno físico irreversible.
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