Hace escasos días, falleció el filósofo Antonio Escohotado, un autor que me causa sentimientos (muy) enfrentados. Antes de nada, aclarar que a nivel vital pienso que no podía estar más distante de lo que este hombre le gustaba proclamar sobre él mismo; dicho esto, estaba muy de acuerdo con él en según qué cosas, como su visión sobre lo necesario de la despenalización de las drogas y la necesidad de la máxima información sobre sus efectos para, precisamente, combatir su adicción aceptando que su uso está muy extendido. Y es que una de las obras más reconocidas de Escohotado es, precisamente, Historia general de las drogas; él mismo, presumía de haberlas probado todas y haber anotado todos y cada uno de sus efectos sin ayuda alguna de la comunidad médica, algo que a priori tampoco es que me resulte digno de alabanza. Como dije, por cosas como esta y por muchas otras, un enorme trecho vital me separa de según que actitudes de Escohotado, a pesar de la fascinación que ejercía sobre algunas personas; y, por supuesto, no poseo moralismo alguno sobre la alteración de la conciencia con el uso de ciertas sustancias y, por otra parte, dadas las conciencias que a veces se observan, no diría yo que no será mejor alterarlas por el medio que fuere. Bromas aparte, apuntemos sobre la que consideraba Escohotado, finalmente, la obra de su vida, que no es otra que la voluminosa trilogía de Los enemigos del comercio. De momento, no pondremos la sospecha al comprobar que las alabanzas, algo papanatas, al genio de Escohotado se producen principalmente por personajes «liberales» recalcitrantes y, tal vez, poco críticos y demasiado propensos a barrer para casa.
Antes de nada, hay que partir de que una de las referencias intelectuales del autor que nos trata es, nada menos, que Hegel; la influencia de este filósofo es, obviamente, enorme, aunque tengo la sensación de que no siempre positiva. Es más, es posible que no puedan explicarse los regímenes totalitarios del siglo XX sin el idealismo hegeliano y sus loas al Estado; frente a ello, desde mi nada pobre, ni humilde, y algo prejuiciosa perspectiva, prefiero al bueno de Kant bien filtrado por Bakunin y el anarquismo posterior, donde se prima la ética frente a cualquier concepción política impuesta en esa abstracción llamada «bien común». Otra aseveración de Escohotado es reiterar que él no es «antinada», lo cual me parece una necedad impropia de alguien al que se le presupone cierta altura intelectual. A mí mismo, en no pocas ocasiones, se me he acusado de ser demasiado «anti»; uno piensa que solo alguien manifiestamente plano y acrítico, es decir, alguien que ha dejado de pensar, puede no ser contrario a tantas cosas. Pero, vayamos con las cientos de páginas vertidas en los tres libros de Los enemigos del comercio, que parecen esforzarse en alabar, de modo algo simplista y lineal, al comercio y en defenestrar a sus supuestos refractarios (principalmente, el comunismo de raíz marxista).
Y es que Los enemigos del comercio parece una obra, fundamentalmente, anticomunista y me parece que esto ya traicionaría esa autoimpuesta condición de Escohotado como «no contrario a nada»; está claro que tiene una especial inquina a Marx, intelectual y también personal, y hacia todos aquellos que edificaron sistemas autoritarios en su nombre. Me remito a la entrada anterior, donde mencionaba un supuesto paradigma anticomunista que es posible que sea aplicable a la obra que nos trata: se trata de exagerar los muertos producidos por un lado y obviar los acaecidos por el otro (léase, el capitalismo, aunque Escohotado no lo llame así). Pero, no voy a entrar en una guerra de cifras, algo que por otra parte es aplicable a regímenes autoritarios de todo tipo y, si no, que se lo digan a los defensores, desgraciadamente bastantes en este inefable país, de ese esperpento asesino que fue Franco y la dictadura que encabezó perpetuada en el tiempo. Si estamos de acuerdo con Escohotado en su aversión teórica por todo mesianismo y por todo autoritarismo, conceptos muy vinculados, no podemos estarlo en su lectura simplista de que el liberalismo, léase libertad de comercio a nivel económico y democracia parlamentaria en el campo político, es sinónimo de civilización, progreso y prosperidad. Y no lo podemos estar, aceptando por supuesto lo benévolo de ciertos presupuestos liberales, porque el sufrimiento y los excluidos, en un mundo político y económico que se parece mucho al que apologiza nuestro recién desaparecido autor, siguen siendo demasiados. Y ello a pesar de, o tal vez por, la alabada creación de riqueza, que aseguran acabará algún día con la pobreza. Parafraseando al clásico, no es que seamos enemigos del comercio y la propiedad, es que la propiedad y el comercio nos considera enemigos.