Cada vez que aparece el menor asomo de crisis existencial en mi vida (caldo de cultivo para las creencias más disparatadas), cada vez que se produce la mínima tentación idealista, autoritaria o alienante (¿no es todo algo muy similar?), cada vez que asoma la amenaza de alguna estúpida abstracción supuestamente liberadora, corro raudo a releer al bueno de Albert Camus. Y, especialmente, uno de los grandes libros del Siglo XX, El hombre rebelde. Hoy, tiempos confusos, en que los más inicuos reaccionarios fundamentalistas se presentan como «auténticos» rebeldes y defensores del individuo, bien es verdad que justificados en parte en cierta izquierda empecinada una y otra vez en medidas coactivas en nombre de un supuesto bien común, es más necesario que nunca oxigenar el cerebro y pasar a la acción. Ello, en nombre de un espíritu verdaderamente libertario con, por supuesto, algunos tics nihilistas que nos empujen a rechazar tanta superchería en todos los ámbitos de la vida de esta especie peculiar llamada sapiens. Son tiempos de reivindicar una auténtica rebeldía, en nombre de un extenso comportamiento ético, para combatir el sufrimiento de tantas personas en tantos lugares del mundo. Puede parecer paradójico que eso se haga en nombre de cierto nihilismo, pero es que precisamente los detentadores de una perversa moral (hay quien lo llama política haciendo distinciones) son los que apuntalan el mundo tal y como los sufrimos. Una moral instituida en nombre de algún fundamentalismo (llámese Dios, Estado, Nación, Democracia… incluso en ocasiones se invoca el horror en nombre de algo llamado Humanidad).
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