Personas de mi entorno, más o menos afectivo, tan cándidas como bienintencionadas, me afean mi permanente crítica, bien aderezada de sano sarcasmo, a la izquierda parlamentaria de intenciones supuestamente transformadoras. Ya adelanto que la lúcida columna de hoy no va a ser, ni por asomo, nada parecido a una retractación. ¡Ni un paso atrás en mi nihilismo ácrata! Retórica y bromas aparte, y sin condescendencia alguna, una parte de mí, insondable si se quiere, comprende a este gente que sigue confiando de manera pertinaz en la llamada democracia representativa para tratar de cambiar, aunque sea un poquito, las cosas. De hecho, incluso yo, en cierta jornada electoral tuve la tentación de introducir una papeleta en la urna, aunque no tanto por confiar en político profesional alguno, sino simplemente por ver qué se sentía. ¡En la vida hay que probar cosas diferentes! En cualquier caso, que cada uno se responsabilice de sus motivos, pero lo que me cansa hasta el hastío son las razones esgrimidas para reprenderme cuando ejerzo la abstención, esa que denominan activa, de manera noble y perspicaz. El tipo humano minoritario que suele hacerme la crítica es el que considera, simplemente, que hay que votar como participación política del sistema en que vivimos, único y verdadero, y que, de no hacerlo, no puedes luego protestar ni exigir.
Sigue leyendo