Cuando uno se define como anarquista en ciertas situaciones, con algo de provocación y un poquito de orgullo, no tiene precio el gesto que suele adquirir el interlocutor, a medio camino entre la ignorancia supina y una perplejidad exenta de luz alguna. Dan ganas, inmediatamente, de añadir que cierta dosis de nihilismo le salva a uno de caer en tentaciones dogmáticas; mejor no hacerlo, ya que es muy posible que la cabeza del vulgo empieza inevitablemente a girar sobre su eje. El caso es que dicha confesión, expresada a un público no versado en el tema, en vez de provocar alguna curiosidad para tratar de aumentar sus conocimientos, suele caer en los más lamentables tópicos: «eso es una utopía», «eso no lo quiero yo», «eso es algo del pasado» y bla, bla, bla. He de reconocer que dichas respuestas me provocan tal hastío, que no pocas veces, en lugar de verbalizar justificación alguna, para tratar de razonar con el sujeto en cuestión, suelto cualquier barbaridad. Recuerdo otros tiempos, en los que el que suscribe era (más) joven y tiernamente ingenuo, que en estas situaciones solía matizar que mis simpatías estaban con la izquierda libertaria; en estos tiempos posmodernos, no resultan muy claros ni el sustantivo ni el apelativo, aunque frente a toda distorsión es plenamente asumible reivindicar «lo libertario» como emancipatorio (perdón por la solemnidad).
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