Hace ya varias décadas que viene hablándose de una época posmoderna. ¿Es verdaderamente así? ¿Son disquisiciones de los filósofos o puede hablarse de una nueva era en que la que se han producido cambios radicales? Personalmente, es algo que me trae de cabeza desde hace tiempo y la respuesta no es sencilla. Por un lado, considero que las premisas de la modernidad siguen vigentes, por otro, es cierto que el mundo se ha transformado ferozmente en muchos aspectos y merece la pena, al menos, que reflexionemos sobre el asunto.
Bertrand Russell, seguramente ya en oposición al marxismo, consideraba que el socialismo no era una doctrina estricta y definible. Así, una aproximación al mismo consiste en el derecho a la propiedad colectiva de la tierra y del capital; naturalmente, esa propiedad puede aludir a un Estado o, en el caso de los anarquistas, a la propiedad en común por la libre asociación de hombre y mujeres sin la intervención de gobierno alguno. Como es sabido, y tal como Russell indica, existe gran diversidad de escuelas dentro del socialismo.
¿Qué podemos decir hoy sobre la lucha de clases? La propia aclaración, por parte de algunos anarquistas, de que ellos sí están a favor de la lucha de clases es una invitación ya al debate, siempre saludable desde la perspectiva libertaria.
Desde sus orígenes, el anarquismo se ha opuesto a la sociedad de clases, y ha combatido cualquier forma de alienación y explotación; es así, por ser una variedad del socialismo, que confía plenamente en la libertad y espontaneidad de las personas, lo que le diferencia de otras corrientes. La cuestión es si esta visión tradicional sobre la explotación y la lucha de clases se ha visto tan influenciada por el marxismo, y su visión de que los trabajadores se vuelven inevitablemente revolucionarios, que hoy es un obstáculo primordial para la transformación social. El anarquismo no se limitó nunca a señalar solo la explotación económica, por lo que el antagonismo de clase bien se podría sustituir (o, mejor, extender) a la lucha por acabar con la dominación. Es cierto que este análisis, tal vez demasiado elemental, lo realiza a priori la mayor parte de los anarquistas, pero bien merece la pena insistir en ello una vez más.
Nos gustan demasiado las etiquetas, y los apelativos que acompañen a la palabra anarquista, por lo que tratemos de observar el asunto desde una perspectiva amplia. Cuando se realiza esta crítica, no estamos diciendo que la clase trabajadora hoy, bien entrado el siglo XXI y en lo que algunas llaman sociedad posmoderna y posindustrial, ya no existe. Sería una soberana estupidez afirmar tal cosa, lo mismo que asegurar que el poder tampoco; no existe el poder al modo tradicional, al menos no de una manera obvia, ya que ha sufrido su propia evolución integrando en él a las personas (el Estado «democrático» es eso). Lo mismo ocurre con el capitalismo y con la clase trabajadora, o más concretamente con el proletariado; ha habido muchos cambios, económicos y sociopolíticos, desde esa visión socialista que consideraba que sería el sujeto protagonista de la revolución. Insistiremos en que el anarquismo marcó la diferencia, pero es posible que gran parte de él sí se viera influenciado por esa visión. Seguir pensando que los trabajadores, los explotados, en su antagonismo de clase pueden acabar generando una conciencia revolucionaria (y, más importante, libertaria) resulta hoy ingenuo.
Los motivos por los que tantas personas se entregan a causas trascendentes (póngase aquí el término que se quiera, todos trasuntos de la vieja idea de Dios), ajenas en mi opinión a todo valor libertario, se nos antojan tan abstrusos como irritantes; por ello, tal vez el anarquismo necesite siempre de cierto nihilismo, la permanente reflexión crítica con los valores instituidos con el objeto de que germine un nuevo horizonte libertario.
Resulta curioso que los anarquistas, o al menos gran parte de ellos, a pesar de su repulsa a toda dominación, hayan analizado que la llamada «voluntad de poder» es uno de los estímulos más fuertes en el desenvolvimiento de la sociedad humana. A pesar de su importancia, y de ser de alguna manera la esencia del socialismo, se critica la rígida visión de Marx, según la cual todo acontecimiento político y social es únicamente el resultado de las condiciones económicas.
Es indudable que el neoliberalismo es un término que ha ido cambiando de significado con el paso del tiempo y en la actualidad se considera que es un modelo económico que tiene como principal objetivo disminuir el papel del Estado y desregularizar los mercados; se asocia a la derecha y el conservadurismo. No obstante, este sistema económico también hace referencia a la situación del trabajo en el posfordismo, la disciplina versus el control y su gran capacidad para incorporar fácilmente a los movimientos contrarios al capitalismo. Y es que el neoliberalismo no solo logra captar a quienes beneficia directamente, una minoría, sino a grandes masas de población a través de la hedonía: la felicidad creada por el placer, la felicidad momentánea producida por explosiones hormonales de recompensa en las que el consumo tiene un papel primordial.
Colin Ward (1924-2010) fue un hombre cuyo compromiso con el anarquismo fue activo hasta el final de sus días; arquitecto, urbanista, pedagogo, autor de numerosos ensayos (aunque, de nuevo hay que decirlo lamentablemente, escasea su obra publicada en castellano) y colaborador incansable en el grupo vinculado a la publicación Freedom.
Mi objetivo en este texto es presentar algunas ideas con respecto a la anarquía en la organización humana y considerar qué es o qué podría ser una antropología anarquista. Procederé en dos pasos: en primer lugar, examinaré las relaciones que ha habido hasta ahora entre el anarquismo y la antropología; en segundo lugar, esbozaré una hipótesis tentativa sobre las sociedades anárquicas (aquellas Seguir leyendo Antropología de la anarquía→
El éxito de Javier Milei, un peculiar economista reconvertido en político, en las elecciones argentinas ha traído a la actualidad, y exacerbado, algo que solo puede enervar a alguien con un mínimo de conocimiento político y sensibilidad social. Esto es, la apropiación por parte de vulgares ultraliberales del término libertario(1) y su reproducción, totalmente acrítica, por parte de los medios generalistas en su sentido fraudulento con, desgraciadamente, notable calado en un imaginario popular no siempre sobrado de bagaje moral e intelectual(2). Aunque no pocas veces podamos usar en el lenguaje lo libertario como sinónimo de anarquista, puede venir al caso la distinción que Carlos Taibo ha realizado en ciertas ocasiones y con la que podemos estar muy de acuerdo. Así, aunque, efectivamente, en nuestro idioma libertario y anarquista resultan prácticamente sinónimos, podemos considerar anarquista a alguien que conoce bien las ideas y las prácticas históricas adscritas a dicha filosofía (término que me resulta francamente preferible a los de doctrina o ideología), mientras que aquellas personas esforzadas en organizar la sociedad desde abajo, trabajando por la autogestión y el apoyo mutuo, podemos tenerlas, conozcan o no a los grandes pensadores ácratas, como inequívocamente libertarias. Realizando esta aclaración tan precisa, no podemos menos que preguntarnos cómo es posible, no ya solo esa indignante mistificación de la condición libertaria, también que se presenten como abanderados del concepto más amplio de libertad los partidarios de un capitalismo sin barreras, tantas veces asociados con la derecha más reaccionaria. Es más, la apropiación libertaria llega hasta el punto de usar una retórica con nociones como gestión por parte de la sociedad civil, libre contrato o cooperación social, además de no tener ningún problema en considerarse como auténticos rebeldes(3) ante la opresión estatal, aunque su intención sea de forma obvia cambiar una dominación por otra de carácter privado. Y es que esta gente, que a partir de ahora para entendernos vamos a llamar pseudolibertarios, no tarda mucho en colar el sacrosanto respeto a la propiedad privada, por encima de cualquier consideración moral, e identificar su idea de libertad casi de manera exclusiva con la práctica capitalista. Esto nos da una idea de lo que se quiere vender a infinidad de personas, que parecen dispuestas a comprar el mezquino discurso del individuo emprendedor capaz de acumular riqueza, aunque la triste realidad para la mayoría de la población sea estar condenado a vender su fuerza de trabajo en el “libre” mercado. No parece ser de otro modo, la aparente seducción de discursos como el de Milei hacia un público despistado, cuando una reciente entrevista en Twitter al economista argentino, obviamente muy preparada por un comentarista ultraconservador llamado Tucker Carlson para vender en Estados Unidos a un tipo ahora reconvertido en político, ha sido la más visitada en la historia de la red social; nos preguntamos lo que puede pasar por la cabeza de esos cientos de millones que han escuchado un discurso plagado de simplezas, comentarios grotescos y análisis de trazo grueso(4).
Enfrentarse desde la historia a la investigación de una revolución como la que se produjo en España a partir del 19 de julio de 1936, implica tener claro qué se entiende por «revolución». Tan importante es, que hay que dilucidar incluso si hubo tal revolución. Para algunas personas que vivieron los hechos, la revolución se prolongó durante meses (es bastante frecuente que se considerara que se prolongó hasta mayo del 37: unos diez meses escasos) e incluso años (hasta el final de la Guerra Civil). Para algunos historiadores la revolución quedó limitada al verano del 36 (julio, agosto y septiembre): así quedó recogido en el emblemático título de la obra de Hans Magnus Enzensberger: El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti. Incluso, algunos más atrevidos señalan que no hubo revolución porque fue traicionada desde el principio al optar la CNT y la FAI por el frentepopulismo que pronto los llevó a los gobiernos.
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