Creo que fue
al poco de caer el Muro de Berlín, hace ya más de tres décadas, cuando
el lúcido e inicuo politólogo Francis Fukuyama soltó aquello del «fin de las ideologías». Como el pensamiento de la humanidad parece ir en demasiados ocasiones en franco retroceso,
aquello quedó como una aseveración y máxima firmes a tener en cuenta para los nuevos tiempos. Es decir, no es que se hablara del término de ideologías totalitarias, explícitamente autoritarias, no;
se aseguró la estupidez de que las ideologías ya no tenían cabida en el mundo (pos)moderno. Y no es que quiera hacer ahora una defensa del
concepto de ‘ideología’, tantas veces mistificador y tendente al fundamentalismo, sino señalar que,
para bien y para mal, estamos rodeados de ideología. Esto es, creencias, ideas y sentimientos, dirigidos a la conducta humana y social, tantas veces cuestionables, pero inherentes a nuestra condición. Por ejemplo,
qué son si no las religiones, condenadas a la extinción por simple lógica, pero
replegadas en el fundamentalismo cuando se ven acorraladas,
si no meras ideologías convertidas específicamente en dogmatismo. No debería hacer falta aclarar que
la intención del perspicaz Fukuyama era fundamentar, aún más si cabe,
al sistema capitalista en el imaginario colectivo.
La idea del fin de las idelogías, perdón por el pleonasmo, fue una soberana estupidez, que
dividía al mundo entre blanco y negro, como también el fin de la historia, ya que todo, absolutamente todo, lo creado por la mano del hombre está sujeto al cambio. Para bien y, tantas veces, para mal.
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