Resulta innegable que el término fascista, a estas alturas de la historia, sobrepasa su uso concreto referido a ciertos movimientos políticos totalitarios de los años 20 y 30 del siglo XX. De hecho, en su aplicación más general, no tardamos en definir a no pocos individuos, debido a su predisposición psicológica autoritaria, con el epíteto en cuestión. Pero, ciñámonos de momento a la historia para tratar de acercarnos a algo parecido a una definición, de la que es posible aprender mucho, aunque sin la facilona tentación de hacer sencillos paralelismos en la actualidad. En ocasiones, máxime desde una perspectiva libertaria, se han equiparado los totalitarismos fascistas con otros que se han definido como socialistas y, aunque de forma obvia existen rasgos comunes (caudillismo, centralismo, colectivismo, militarismo…), no querríamos simplificar en exceso sin más, colocando todo en el mismo saco. Parece poco cuestionable que los fascismos supusieron un retorno a la tiranía, después de los movimientos democráticos del siglo XIX, aunque ellos mismos bebieran en parte de la propia democracia y sus rasgos plutocráticos y oligárquicos, así como de los movimientos obreros transformadores; recordaremos el nombre de nacional-socialismo, que adoptó en Alemania, lo cual lleva a cierto delirio actual, intencionado por parte de la derecha, de catalogar el fascismo a la izquierda. Sin embargo, no está de más recordar que también fue usado el fascismo, por parte de la derecha y las clases privilegiadas, para anular los movimientos auténticamente transformadores. Otro asunto resulta en que se le escapara de las manos y tuviera, finalmente, que aliarse con la izquierda para frenar el fascismo. Esta especie de contrarrevolución preventiva, con la que algunos se empeñan en definir el fascismo, puede contener algo de verdad histórica, aunque se nos antoja sumamente reduccionista. No, no resulta nada fácil trazar los límites de unos fascismos, a veces reaccionarios, a veces con una faz revolucionaria.
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