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A vueltas sobre lo queer

A raíz de mi entrada anterior, alquien pide aclaraciones sobre eso de lo queer, que no termina de entenderlo, pregunta si se trata de sentirse como a uno le venga en gana en cuestiones en cuestiones de sexo y género. A ver, aunque sé que no es el caso en absoluto de la persona que preguntó, en primera instancia parece una manera de expresarlo propia de los que desean hacer una caricatura del asunto para, acto seguido, asentar sus propios dogmas sobre que algún ser sobrenatural, o la propia naturaleza, nos ha hecho de determinada manera y hay que apechugar con lo que te toque. Aclararé que, es obvio, no soy ningún experto y lo que he sabido de lo queer me ha parecido suficiente para interesarme por ello, precisamente, sin afirmaciones categóricas de ningún tipo; es por eso que lo he relacionado con el anarquismo, que para mí es, precisamente, sinónimo de ausencia de opiniones definitivas en aras de una sociedad libre y solidaria en la que cada individualidad pueda desarrollar su identidad como considere. Evidentemente, esto supone aclarar un montón de cosas sobre que, por supuesto, nuestra dependencia de los demás y del ambiente siempre va a ser un factor considerable aceptando que no hay determinismo biológico alguno y que hay que poner el determinismo social en su justa medida. Es un concepto de la libertad individual inevitablemente vinculada a lo social, aunque algunos liberales insistan pertinazmente en otra cosa muy distinta.

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Cambiarlo todo para no cambiar nada: Podemos, el liberalismo y la inmutabilidad de las leyes

“Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie”– El Gatopardo, Giuseppe Tomasi de Lampedusa (1958)

El 1 de julio de 2015 entraba en vigor la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana –conocida como Ley Mordaza– aprobada por la mayoría absoluta con la que contaba entonces el gobierno de Rajoy. Todos los grupos de la oposición recurrieron la norma ante el Tribunal Constitucional, el cual en noviembre de 2020 dictó sentencia diciendo que la mordaza del PP era perfectamente válida, salvo por un punto: el artículo que prohibía grabar imágenes de la policía era inconstitucional, pues suponía una censura previa.

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¿Melancolía o hipotiroidismo?

Una compañera que quiero muchísimo, llevaba varios años por la calle de la amargura. Melancólica, deprimida. Ella decía que porque el mundo era cruel (en resumen). Sicológico (pensaba). Amante ella de las terapias alternativas, y rechazando de plano la medicina convencional por ser portadora de muerte al servicio del poder, se trataba con pamplinas: homeopatía, flores de Bach, oligoelementos, constelaciones familiares, osteopatía, dietas vegetarianas… Y no levantaba cabeza. Mucho peor: empeoraba lentamente. Apática, todo le daba igual, perdió sus amigos y amigas. Así años, yendo de uno a otro, de otro a uno, y gastando una pasta en potingues y en el homeópata de confianza. Y todo su entorno, angustiado.

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El insoportable declive del ideal emancipador 

Varios acontecimientos fortuitos producidos estos últimos días me incitan a publicar el prefacio del libro, sobre el declive de la aspiración emancipadora, que estoy terminando. No solo por considerar necesario evidenciar el declive de esta aspiración sino también para mostrar crudamente a lo que han quedado reducidas las reivindicaciones y luchas sociales… Tan aplastante es hoy el peso y el poder del Capital sobre el Trabajo y lo alejado de la posibilidad para el Trabajo de emanciparse del Capital.

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Burocracias infernales para 2022

Estos días atrás una amiga, maestra, licenciada en Historia, me pidió que la ayudase a cambiar los datos administrativos de su tarjeta sanitaria porque se mudaba de piso. Y me decía que no daba pie con bola. Como soy muy bondadoso entré en la página de la Consejería de Sanidad, llegando al apartado de trámites administrativos y cambios de residencias, me dice que tengo que o bien disponer de un certificado digital, o registrarme en clave. Y la muchacha opta por el registro en clave. Llevamos a cabo el registro sin grandes problemas y que ya mandarán una carta con un número con el que podremos completar el registro, o recibir un pin, o algo así. Al cabo de unos días recibimos la carta con un número más largo que un día sin pan. Hacemos el registro, ponemos el número, descargamos la app, recibimos un mensaje diciendo que podemos solicitar el pin. Y cuando lo hacemos, nos dice que la operación de cambio de domicilio tiene que hacerse personándose el o la interesada en las oficinas de no sé dónde en horario laboral. Y mi amiga se tiraba de los pelos aunque yo la instaba a beber cerveza. Si eso le pasa a una licenciada en Historia, que se quiera o no algo de burocracia sabe, imagínense a alguien que no tenga internet, ni teléfono móvil, ni vivienda ni trabajo estable, ni cuenta corriente, y quiera pedir el bono social para comprar un cuchillo marca Ernesto y cortarse las venas. Eso es España: un laberinto de papeleo en el que se ahoga cualquier mindundi.

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Rafael Spósito y los sediciosos despertares de la anarquía

Rafael Spósito (1952-2009), nacido en Uruguay, quizás más conocido por el seudónimo de Daniel Barret utilizado en sus escritos a partir de 2001, fue un sociólogo, periodista, profesor universitario y militante anarquista desde los 15 años. Participó en diversas experiencias autogestionarias y de democracia directa (estudiantiles, barriales, sindicales…), algunas relacionadas con la educación en barrios populares, y también en innumerables prácticas específicamente anarquistas; asimismo, colaboró en varias publicaciones ácratas, como ¡Libertad!, de Argentina, El Libertario, de Venezuela, o en la uruguaya Tierra y Tempestad.

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Abandono del cristianismo

Según datos de los últimos años, España está a la cabeza en cuanto a abandono del cristianismo. Ese abandono de la religión en la edad adulta, no es un caso raro en la Europa Occidental, aunque más bien se produce el caso inverso en los países del este. Si echamos un vistazo a la convulsa historia contemporánea de este país, si en un momento pareció apartarse el cristianismo y la religión en general, luego llegó lo que llegó, cuatro décadas de dictadura en la que se primó el catolicismo como impuesta identidad nacional. Hoy, aunque en claro retroceso, todavía existe esa identificación, por parte de una número considerable de gente, de la nacionalidad española con la religión católica. Los fundamentalistas, y empleo esta palabra en sentido lato como algo inherente de forma obvia a la identidad religiosa, consideran esta situación de abandono de la creencia como un síntoma de la falta de valores, seguramente también como falta de unidad de la patria fundamentanda en esa dogmática identidad nacional e, incluso, con tono ya irrisoriamente apocalípticio con el desmoronamiento de la civilización. Unas líneas más abajo, entraremos en esa controversia entre esa supuesta falta de valores y, tal y como también puede entenderse, una lógica concepción del progreso en el que se deja atrás el dogma religioso. Primero, habría que señalar lo que parece una evidente correlación entre la creencia religiosa y ciertos regímenes autoritarios en los que se impone o se reprime.

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Los inacabables conflictos bélicos

«Ni guerra entre pueblos, ni paz entre clases» es la máxima esgrimida, desde algunos movimientos sociales, frente a cualquier conflicto bélico. Bueno, frente a cualquiera tal vez no, ya que en algunos casos se mezclan los conceptos, como es el caso de la Guerra Civil en este bendito país, que muchos califican en realidad de guerra entre clases. Por supuesto, el facherío patrio y lo que no es el facherío se esfuerzan en calificarlo de conflicto fraticida negando la brecha social e insistiendo en esa simpleza reduccionista de las dos Españas. Pero, reflexionemos en el texto de hoy, con indisimulable lucidez y visible agudeza, sobre las guerras, el pacifismo y el antimilitarismo. Particularmente, y dejando de momento mayor profundización en lo moral e ideológico, desde que uno tiene uso de razón ha vinculado el militarismo con el, efectivamente, enfrentamiento cruento entre pueblos; por muchas vueltas, o justificaciones históricas que se le quiera dar, me resultan repulsivamente indiferentes al dolor ajeno los que, abiertamente reaccionarios, lanzan loas a las hazañas bélicas en nombre de la patria en cualquier momento histórico. Léase el concepto de patria, por mucho que se le quiera dar otra acepción más ambigua aludiendo incluso a la fraternidad, como comunidad humana férreamente unida y jerarquizada en torno a un Estado-nación, cuyo brazo armado es precisamente el ejército. De forma quizás menos paradójica de lo que pueda parecer, y al menos en este indescriptible país, este tipo de humanos patriotas, amantes de lo castrense, suelen ser también fervorosamente religiosos; insistamos de nuevo en lo evidente, patriotismo (¿nacionalismo?) y religión, los conceptos que han abierto mayores brechas entre los seres humanos, algunas de las cuales en forma de ríos de sangre. Aclararemos que la fraternidad solo puede tener aspiraciones universales y no solo entre miembros hermanados por el mismo accidente geográfico empujados al enfrentamiento con otros nacidos en tierra extraña.

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Anarquismo existencial

Entre muchas otras cosas el anarquismo es también un antídoto contra la uniformidad. Promueve y defiende las diferencias, siempre que estas no impliquen desigualdad, claro está.
Si el anarquismo valora la diversidad, no puede sorprendernos que sea plural, diverso, polimorfo, y lo es hasta tal punto que resulta mucho más apropiado hablar de “los anarquismos” que del Seguir leyendo Anarquismo existencial

(Casi) todo es una mierda

En determinada ocasión, cierta persona a la que tengo, a pesar de su barniz conservador, respeto intelectual y moral, me acusó de tener cierta actitud, que se resumía en una frase lanzada con vehemencia, que supuestamente resumía mi visión: «¡Todo es una mierda!» (sic). El caso es que semejente aseveración (o, mejor dicho, acusación), aunque podía extenderse a cualquier ámbito vital, estaba sustentada en una controversía literaria; yo afirmé, sin despreciar ningún otro género (¡Satanás me libre!), que si algún día me animaba a escribir algo de ficción, sería sin duda una sátira de elevadas ambiciones sobre la realidad social y la condición humana. Esto actuó como un resorte para que mi interlocutura dijera lo que dijo, ante mi estupor y cierta indignación. Vaya por delante que, pobre de mí, yo nunca he sostenido esa argumentación ni actitud vital; por supuesto, no me gusta gran parte de lo que observo a mi alrededor, e incluso no pocas veces muestro mi desprecio por gran parte de lo que hemos construido los humanos como especie, pero jamás se me ocurriría afirmar que el conjunto de la realidad es una suerte de bosta de enormes dimensiones. Tuve la sensación, con aquel intercambio de improperios amables, que mi rival dialéctico, junto a muchas otras personas, confunden el ser extremadamente crítico con algún tipo de amargura vital, traducida al parecer en considerar que el mundo es una especie de gran bola de excremento.

Claro que, pensándolo bien, no sé si hay muchas personas que, al menos sobre el papel, no se consideren a su extraña manera «críticas» con las cosas; incluso, algo que invita a la perplejidad, lo sostiene a veces la gente más conservadora, máxime en estos tipos distorsionadores en los que la derecha más repulsiva quiere pasar de alguna manera como «antisistema». Lo cierto es que puede decirse que cada uno, según su imaginario ideológico y moral, así como con su traslación o no a su actitud vital, es francamente complicado que se considere conformista o un papanatas sin remedio; y, desgraciadamente, abundan, y de qué manera. Pero, volvamos a la polémica que ha originado estas reflexiones. Qué diablos quiere decirse, cuando se considera a nivel artístico la sátira una herramienta impagable para dejar en evidencia las convenciones sociales más ridículas y cuestionables, que tantas veces sustentan las peores injusticias. Hay que decir, como gran argumento frente a mi interlocutora, que la sátira es un género tan reconocida como cualquier otro, que se remonta con grandes obras a la Antigüedad; no sé si alguien se atreverá a segurar que Valle-Inclán, Góngora o el propio Cervantes, al margen de la evidente calidad de sus escritos, tenían una visión tipo «¡Todo es una mierda!».

Me parecen muy respetables, o no necesariamente, si nos referimos siempre a una saludable polémica, aquellos poetas que quieran expresar los desvaríos del amor romántico, el misticismo de la condición humana o la belleza del cielo o de los pajaritos, pero uno no puede evitar estar a otras cosas. Una muestra de la perversión del lenguaje tiene como perfecto ejemplo algo emparentado con lo que intento expresar; «ser un cínico», algo seguramente excesivo a nivel filosófico, pero intelectualmente muy apreciable antaño como opuesto a toda convención social en aras del progreso, con el tiempo acabó convertido en una cosa abiertamente negativa. Creo que la sátira, género que más temprano que tarde me atreveré a abordar cargado de ambiciones, tiene mucho con ver con esa condición cínica en el sentido antiguo: algo, tal vez reprobable según determinada moral, pero que obedece a la necesidad de mostrar la gran hipocresia e injusticia del mundo en que vivimos. El cínico, así como el que usa la sátira como herramienta, a mi nada modesta manera de ver las cosas, realiza una crítica radical a todo convencionalismo; lo hace, de manera explícita o no, porque yo creo que desea atisbar que hay valores mucho más elevados, tal vez nunca alcanzables del todo, pero por los que merece la pena luchar. Jamás se me ocurrirá afirmar algo así como que todo es una hez, pero me resulta francamente complicado aceptar que alguien se refugia en una mera actitud contemplativa, sin dedicar ni un ápice de su existencia a tratar de derribar tanta miseria. Parafraseando al clásico, para construir inevitablemente hay que destruir; ojo, solo es una manera (algo satírica) de hablar.

Juan Cáspar