Quienes nos proclamamos revolucionarios deberíamos saber que, si tomar nuestros deseos por realidades es engañoso para nosotros mismos, aún resulta más perjudicial cuando intentamos propagar social y políticamente ese autoengaño revistiéndolo con el ropaje de lo factual.
Sin duda, debemos celebrar como una importante muestra de rebeldía y de dignidad popular el hecho de que el pasado 27 de septiembre decenas de miles de personas se movilizaran en todo el país para protestar con rabia por el genocidio que Israel está cometiendo en Gaza. Como suele ser habitual estos últimos años, buena parte de las manifestaciones estaban compuestas por un gran proporción de personas jóvenes, muchas de ellas mujeres.
Somos críticos con toda visión teleológica, y aun suponiendo que la historia tenga algún sentido, tal como se manifiesta en el prefacio de La voluntad del pueblo, las personas que componen los movimientos sociales pueden cambiar esa orientación gracias a las ideas y a la consecuente acción transformadora.
Cuando miramos lo que queda del glorioso y espectacular movimiento anarquista cuya plenitud podemos situar entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX nos adviene la tristeza y la nostalgia, pues no está de actualidad. Esos 100 años de anarquismo vieron las obras teóricas de Bakunin, Kropotkin, Proudhon o Malatesta, junto a obras prácticas como la Comuna de Paris o las comunidades anarquistas en la España de la guerra civil en Cataluña y Aragón. Produce pena que hoy no haya pensadores como aquellos ni gestas como aquellas, pero, precisamente, el anclaje del anarquismo en esos pensadores y hechos, son los que impiden que ahora haya otros semejantes.
Uno de los subterfugios habituales, de los optimistas antropológicos, y no digo que yo me aleje siempre de semejante condición, es pensar que hoy existe más enajenación que nunca. Esto es, creo, cuando el personal se siente extraño a sí mismo, sus actos ya no le pertenecen y los mismos pasan a convertirse en dueños de la persona, la misma acaba subordinándose a ellos e, incluso, los termina por idolatrar. Si lo queremos expresar de otro modo, podemos poner sobre la mesa factores de toda índole para excusar que la gente se comporte como auténticos gilipollas. De esa manera, el común de los mortales estaría dominado por determinadas fuerzas externas, que le empujan a situarse en una realidad ajena, desgraciadamente, bastante imbécil, que le empuja a realizar una estupidez tras otra. Autores sesudos aseguran que esta situación de produce con el desarrollo del capitalismo y de la sociedad de consumo, y no decimos de entrada que no sea así, aunque se nos antoja un poco abstruso el discurso. El principal problema que observo con este análisis es que, si consideramos que el ser humano tiende a realizar una conducta digamos «desviada«, no propia del ser humano, es porque debería existir un comportamiento «correcto». Mucho suponer. Ojalá sea así, de ahí mi inevitable y ocasional optimismo, aunque es inevitable pensar que, al margen de que exista la más mínima posibilidad para un comportamiento extendidamente racional en la especie humana, no hay duda de que también existen condiciones inherentes para que, al menos una mayoría, se comporte como una manada de borregos.
La doble moral ha sido un comportamiento netamente masculino desde tiempos inmemoriales, ya que a las mujeres no se les ha permitido más que una versión de la moral, la del sistema heteropatriarcal. Las mujeres han sido vigiladas, maltratadas, encerradas, para que su comportamiento respondiera a la normatividad estricta, lo contrario implicaba, entre otras cosas, un peligro para la paternidad legítima de los hombres que han castigado siempre, incluso con la muerte. Pero las normas elaboradas por los hombres permiten un comportamiento masculino laxo, aceptable y bien visto (en todo caso, los hombres nunca han sido censurados por vivir en la doble moral).
“La historia de los pueblos que tienen una Historia es la historia de la lucha de clases. La historia de los pueblos sin Historia es, diremos con la misma verdad, la historia de su lucha contra el Estado”. Pierre Clastres
Recientemente, Virus ha publicado una nueva edición de la imprescindible obra La sociedad contra el Estado, de Pierre Clastres, con prólogo de Carlos Taibo. Clastres nació en París en 1934 y, desgraciadamente, desapareció de forma muy temprana en 1977 debido a un accidente automovilístico. Su trabajo antropológico se centró, sin perder la perspectiva filosófica, ni el compromiso político, en el estudio crítico de las sociedades sin Estado, o mejor denominadas antiestatales, tratando de desprenderse del etnocentrismo evolucionista1 propio de la época, que las consideraba ancladas en una especie de estadio primigenio incompleto. Por lo tanto, el gran prejuicio etnocentrista es considerar el Estado un término necesario a toda sociedad en función de un modo de entender la evolución, por lo que las sociedades consideradas primitivas, según esta visión, estarían determinadas negativamente por sus carencias: sin Estado, sin escritura, sin historia y con una economía de subsistencia al no tener economía de mercado. Clastres se preguntará qué hay de cierto en todo esto y el enfoque de su trabajo será, renunciando a catalogar a ciertas sociedades como primitivas al estar carentes de algo supuestamente fundamental y producto del desarrollo histórico como el Estado, estudiarlas como comunidades más libres e iguales, con más tiempo para el ocio y menos obcecadas en la producción económica una vez satisfechas las necesidades básicas. Por supuesto, las propuestas de Clastres causaron impacto en su momento y generaron polémica, con enormes críticas no siempre razonables y con apelativos a su persona que no merece la pena reproducir.
No puedo estar más de acuerdo con los que sostienen que el desarrollo del capitalismo y de la sociedad de consumo ha hecho de nosotros una panda de borregos sin remedio. Algunos, consecuentemente, atribuyen dicha situación a una falta notable de valores «espirituales», a un desinterés e indolencia por los asuntos que cultivan el «alma». Dejando a un lado toda la deleznable terminología religiosa, muy matizable en su significado, algo en lo que abundaremos más adelante, tampoco estoy seguro de que la cosa sea así. Y no lo estoy porque, si bien no estoy totalmente de acuerdo con el (muy) viejo Marx acerca de que las condiciones económicas determinan toda nuestra cultura, sí es un factor a tener muy en cuenta. Es decir, ni más ni menos, es el capitalismo y la sociedad de consumo los que, en gran medida, ocasionan está situación en la que, supuestamente, se produce una falta de valores. Además, no estoy de acuerdo en que no exista interés por lo «espiritual», más bien lo que habría observar es una profunda distorsión al respecto. A la, saludable, crisis de los valores religiosos tradicionales, encabezados por ese monoteísmo capaz de arrasar con todo asomo de pluralidad y pensamiento crítico, se une ahora una búsqueda de caminos espirituales, tan irritantes como vacuos.
El grupo REDES de Cordialidad, cumple seis años de existencia este 2 de noviembre de 2024. El grupo va cumpliendo años y eso es motivo de alegría, aunque no está resultando fácil.
Estos tiempos no son propicios al pensamiento, al debate y a la reflexión lenta, son más bien tiempos de rapidez, de confrontación y de pocas ideas reposadas. Quizás por eso, se nos ocurrió recoger esta idea del KIT DE SUPERVIVENCIA: «TEXTOS DE COMPAÑÍA».
No nos cansamos de repetir, con pertinaz y legítima insistencia, que el desprestigio de las ideas anarquistas resulta inacabable. Así, es necesario indagar en lo que el medio de comunicación de masas por excelencia, el cine, ha representado sobre el anarquismo.
La historia es la explicación e interpretación racional y objetiva de los hechos del pasado, fundamentada en una documentación pertinente, rigurosamente seleccionada y examinada.
La historia idealista, que retuerce y modifica los hechos acaecidos para subordinarlos al mercado editorial o a una ideología del presente, interpretados irracional y sesgadamente, no merece el nombre de historia, sino el de mangoneo torticero de marketing; es la poshistoria.
En esta época de posverdad y absoluto señorío de la manipulación mediática, la poshistoria (idealista y espectacular) que impregna a la casta académica de historiadores está desplazando a la ciencia histórica, materialista y rigurosa, al desván de los trastos pretendidamente inútiles.
Un espacio en la red para el anarquismo (o, mejor dicho, para los anarquismos), con especial atención para el escepticismo, la crítica, el librepensamiento y la filosofía en general