Aunque no lo parezca, el que suscribe, a infinitas millas de la falsa modestia, suele darle al coco de manera notable y tiene notables inquietudes intelectuales, que para sí quisiera tanto botarate verborreico del mundo académico y/o mediático. De esa manera, a uno se le llevan los demonios cuando a estas alturas todavía se fomenta el debate acerca de si el homo sapiens es por naturaleza bondadoso o, por el contrario, es un cabrón de mucho cuidado. Traducido a la filosofía más elemental, viene a ser el antagonismo entre la visión de Rousseau, según el cual hubo una especie de estado pacífico e igualitario, antes del advenimiento de la sociedad política y la propiedad privada, y la de Hobbes, para el que vendría a ser todo lo contrario al estar en lucha todos contra todos y necesitar de una autoridad coercitiva para ponernos en nuestro sitio. Sea como fuere, el resultado viene a ser muy parecido en ambos casos, ya que se trata del muy peculiar mito del llamado contrato social, según el cual unos humanos primigenios habrían decidido fundar la comunidad política (léase, cualquier forma de poder coactivo en forma de alguna forma de Estado) para dar lugar a la civilización esta que sufrimos. Espero haber hecho bien los deberes sobre teoría política, pero vayamos más con la práctica. El llamado contractualismo se basa en lo explicado, un pacto original para justificar el Estado; esto, que resulta francamente cuestionable, podría ser más o menos admisible si uno durante su corta existencia podría decidir sobre el mundo político en el que quiere participar. ¿Alguien recuerda haber participado, y no me refiero a meter un papelito en una urna para elegir el color de los que mandan, en alguna suerte de contrato para decidir sobre el mundo político a instituir? Yo, tampoco.
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